Domingo, 24 de agosto de 2014 | Hoy
PERSONAJES La Belle Epoque fue una era breve y fascinante, entre la decadencia y la delicia, tan trágica como banal. Estos años, clausurados por la Gran Guerra, marcaron el fin de un mundo. De entre sus muchos cronistas brilla por estos días Franziska von Reventlow, la rebelde condesa prusiana cuyas dos novelas recién traducidas al español, El complejo de dinero y El largo adiós de Ellen Olestjerne (Periférica), revelan una escritora pesimista y lúcida que supo captar las señales del imponente derrumbe europeo.
Por Ariadna Castellarnau
Hija de aristócratas prusianos, condesa de Reventlow, apadrinada de Rilke y de Theodor Lessing, Franziska von Reventlow nació en 1878 y murió en 1918. Tuvo una vida breve, enmarcada en uno de los momentos más decisivos de la historia europea, cuando la desmesura política y económica del imperio de Guillermo II empieza a hacer aguas, la guerra acecha tras los bosques que rodean los balnearios alpinos donde se reúne la flor y nata de la aristocracia y Europa pasa a ser sinónimo ya no del apogeo de la civilización, sino de decadencia y barbarie.
Franziska fue una de esas mujeres que hoy día acapararía la atención de cualquier biógrafo o de los pescadores de existencias al límite para transformarlas en películas o novelas malas. Nació en el seno de una estirpe en extinción (a los prusianos les quedaban los días contados), estandarte de la moral tradicional y de las normas de etiqueta. Sus padres la mandaron a un internado para tratar de corregir su carácter rebelde y ella los castigó largándose de casa en cuanto se le presentó la menor ocasión y llevando de aquí para allá una vida al borde siempre de alguna catástrofe personal o económica. Al dejar atrás la seguridad familiar, la condesa renegada tuvo que apañárselas para sobrevivir por sus propios medios. Se casó dos veces. La primera con un plebeyo de Hamburgo que financió sus estudios en la escuela de artes de Munich, pero que no llevaba nada bien que su mujer se escapara cada dos por tres a los tugurios bohemios y no apareciera hasta el día siguiente. Después de separarse, Franziska sobrevivió como vendedora de seguros, traductora, escritora de pequeños artículos y chistes para los diarios, hasta que se cansó y contrajo matrimonio por conveniencia con un hombre mucho mayor que en principio tenía que dejarle un buen pasar. Desafortunadamente, el poco dinero que recibió a través de este acuerdo lo perdió cuando el banco donde estaba depositada la herencia quebró en vísperas de la Primera Guerra Mundial.
La condesa no sólo fue un dolor de cabeza para su familia demasiado tradicional y estirada (parte de la cual, por cierto, se uniría al partido nazi), también lo fue para sus amigos, para sus amantes, para el entorno cultural y social en que le tocó vivir. Por un lado se erigió como defensora de la libertad sexual de la mujer y, por el otro, como oráculo del descalabro económico de una sociedad sobreadaptada y demasiado acostumbrada a las maravillas del sistema. “Fraternizamos con otros quebrados y estamos rodeados de gente que habla de hipotecas, valores inmobiliarios, acciones, depósitos robados, títulos seguros o inseguros. Todo el ambiente ha adquirido una nota capitalista, sobremanera benefactora”, escribe la autora en su libro El complejo de dinero, una novelita autobiográfica que narra la historia de una joven que se lo pasa la mar de bien hasta que los acreedores con los que ha acumulado multitud de deudas siegan su luminosa felicidad y tiene que recluirse en un sanatorio del norte de Italia.
Por este lugar agradable, donde sobreabundan las buenas costumbres y las charlas deliciosas y superficiales, pulula toda una serie de personajes de esa Belle Epoque polvorienta y algo ridícula tan propia del Viejo Mundo, tan propia de esa época previa a la catástrofe donde la negación estaba a la orden del día y esos seres criados en el tedio de la opulencia aún creían en la eternidad del bienestar. Es la Europa de Thoman Mann en Muerte en Venecia, de La señorita Else, de Arthur Schnitzler, de Eduard von Keyserling (un escritor báltico poco conocido pero que relató como nadie el aburridísimo mundo de los aristócratas germanos) y es sin duda la Europa de los voraces y frívolos amantes del lucro fácil y sin sueños que relata Stefan Zweig en muchas de sus novelas y que Wes Anderson recrea de manera bastante personal en su última película Gran Hotel Budapest.
DEMOLIENDO AL PROMETEO MODERNO
Como muchos de sus contemporáneos, Franziska von Reventlow bebe de las aguas del fracaso europeo. En la primera mitad del siglo XX sucedieron dos tragedias que hundieron definitivamente el proyecto histórico basado en el progreso tecnológico y económico. Primero fue el hundimiento del Titanic, metáfora y símbolo del fin del sueño moderno a lo Julio Verne, montado en la confianza en que la humanidad racional e inventora todo lo podía. Segundo, las consecutivas guerras mundiales que hicieron estremecer la idea de una civilización moderna, ufana de su progreso moral.
El ideal europeo se quebró en dos, se volvió inviable, se tornó de humo a causa de los embates de la crisis económica y financiera, situación que se vio agravada por el comportamiento irresponsable del Jet Set del continente que seguía reuniéndose en los casinos y en los balnearios de lujo (dos lugares opuestos pero detenidos en una irrealidad de oro, de promesas de bienestar) y seguían gastando su dinero cada vez más devaluado en una frivolidad alienante sin fin.
Y éste es el mundo que describe Franziska von Reventlow sin dramatismos ni tragedia, pero hurgando donde más duele de un modo tenaz y a la vez curioso. La autora practica una crítica mordaz a los espejismos y quimeras que envuelven a los de su clase, tan acostumbrados al vacuo derroche y ahora varados en una melancolía venenosa y totalmente improductiva, que no es angustia existencial, sino que sufren porque se ha cortado el chorro, así de claro y prosaico. Uno de los compañeros de retiro de la protagonista está angustiado porque se declaró ateo y abandonó la casa paterna y el viejo ya no le pasa más dinero, otra porque su marido murió y no le dejó ni un céntimo y otro porque cada vez que emprende un gran negocio, éste fracasa estrepitosamente. “Según mi intuición, casi todas las psicosis podrían curarse fundamentalmente con dinero. Si el hijo rebelde del pastor lo tuviera, no tendría que volver con su familia ni encontrar una nueva ideología, sino que se divertiría a placer y acabaría sanando en breve. También la viuda se consolaría del incorregible tiburón de la construcción si éste le hubiera dejado una herencia decente. Pero parece que ningún psiquiatra lo quiere entender y tampoco serviría de nada si lo entendiese”, escribe Franziska.
Maravillosa lección para la Europa culposa de ahora, que trata de ponerse seria y replantear sus bases morales para entender qué clase de error la llevó hasta el desastre. Las maldades del capitalismo, la burbuja inmobiliaria, los engaños de las hipotecas a cincuenta años y de un sistema inflado a base de la falsa sensación de poder adquisitivo de la clase media. Y sin embargo, según la condesa, qué fácil se desvanecería este mea culpa con una leve inyección de dinero, procediera de donde procediera.
LAS PATOLOGIAS DE LA MODERNIDAD
Sabemos que Franziska von Reventlow no se ajustaba ni de lejos a lo que se esperaba de una dama en esos tiempos. No deseaba ni maridos, ni hijos. En las dos novelas que contamos traducidas al español (El complejo de dinero y El largo adiós de Ellen Olestjerne, ambas publicadas por Periférica) queda claro cuánto le repugnaban los ideales burgueses, aunque en su rechazo terminara por cometer serias contradicciones, como por ejemplo ir a parar a un sanatorio lleno de fatuos burgueses por querer escapar de los acreedores. O casarse por conveniencia con un tipo con dinero, cuando por otro lado predicaba la libertad sexual de la mujer.
Franziska no milita en ninguna ideología. ¿Feminista? De casualidad y de un modo bastante poco ortodoxo. ¿Anarquista? De a ratos y cuando le conviene. Podría decirse que es una librepensadora si no fuera por ese tono agrio, pesimista, casi camusiano que acompaña su escritura. La incertidumbre de la existencia, la supervivencia como problema filosófico, la vida que se escurre persiguiendo entelequias cada vez más delirantes e improbables. Estas son las verdaderas congojas que acechan a esta mujer que el psicoanálisis incipiente de la época hubiera diagnosticado, sin lugar a dudas, como neurótica.
En ambas novelas la enfermedad tiene una presencia constante. En El largo adiós de Ellen Olestjerne, Ellen termina internada en un hospital luego de confesarle a su marido sus numerosas infidelidades y caer en una suerte de delirio. Las angustias están trenzadas directamente con la vida orgánica y desencadenan en agonía que a su vez desencadena en enfermedad. Franziska hunde su prosa en las cuestiones del amor, de la soledad, de la libertad. Se atreve a explorar aquello que está en el subsuelo, en el sótano de los hogares confortables donde viven las buenas familias como la suya. El resultado es nefasto. Luego de este viaje intelectual y existencial, vuelve más sola y perdida aún. No hay salvación. No hay cura.
Franziska von Reventlow pertenece al grupo de desahuciados por las nuevas relaciones económico-técnicas que se abren paso a comienzos del nuevo siglo. El mundo está cambiando y ni el Estado ni la Iglesia garantizan ya la supervivencia del individuo en el frío capitalismo. Las novelas de Franziska abren una ventana justamente sobre el contexto histórico y social en que se desintegra la concepción del sujeto racional y empieza el verdadero malestar en la cultura. Tal vez sin quererlo, sin ser del todo consciente de ello, la autora logra modelar un fresco de esa masa flotante de individuos sin destino ni rumbo fijo cuyos planes y programas no encajaban con los vigentes (el señorito burgués, el consumidor insatisfecho, la esposa puritana, el aristócrata venido a menos).
Para estas personas pertenecientes a la clase media adinerada el psicoanálisis no era tanto una terapia como un cierto toque de distinción cultural. Todos se vuelven interesantes a los ojos del psicoanálisis. La sexualidad, la propia biografía personal, todo es tierra abonada para la maravillosa y misteriosa neurosis. Ya lo advertía Arthur Schnitzler: “La práctica psicoanalítica halaga la vanidad hasta extremos peligrosos. A cualquier nimiedad se le atribuye una importancia desmesurada. Personas absolutamente banales se sienten interesantes, fascinadas por el valor que se les asigna incluso a sus sueños”. Franziska capta maravillosamente la descomposición mental de su entorno, el gran teatro del mundo abocado fatuamente a las modas: la misma gente que unos años antes se sentía fascinada por la teosofía de Madame Blavatsky, ahora se echaba sobre el diván y se entregaba a esta nueva terapia como quien se entrega a un pasatiempo.
“Todo cobraba una perspectiva nueva. Ellen había vivido hasta entonces para sus adentros, en el angosto perímetro que le habían trazado. Ahora el mundo comenzaba a ensancharse: vio que existía vida más allá de los muros, de ritmo más vibrante y llena de excitaciones atrayentes.” Así describe Franziska el paso de la infancia a la adolescencia de su alter ego Ellen Olestjerne, sabiendo el final amargo que les espera a ambas. El mundo está ahí, sí, pero no es para ellas. No para las de su especie. Para las mujeres como Franziska, como Ellen, demasiado listas y descontentas, les está reservada otra cosa: el aplauso parcial, el colapso económico que se extiende como un cáncer en sus vidas al no ser capaces de insertarse en los circuitos del dinero e incluso cuando lo logran (como en el caso de Franziska mediante un matrimonio abiertamente de conveniencia) el tiro les sale por la culata porque carecen del cinismo y la ignorancia necesarias para sobrellevar la impostura. Y al final nada sucede. Los buenos partidos se esfuman, las herencias nunca llegan a cobrarse, el cielo no se llena de felicidad, la paz para crear se trunca y lo que queda es la dura supervivencia material. Así de cruda es la mirada de Franziska von Reventlow, capaz de desmantelar de un plumazo las frustraciones escondidas bajo el espeso manto de los usos sociales y ponerse a ella misma en el centro de la crítica, casi como emblema de ese crepúsculo de época en el que todos son más o menos desgraciados.
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