Domingo, 15 de mayo de 2011 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Atrás quedó la época en la que demorábamos en enterarnos de algo: si para algo sirve la invención del e-mail, es para la pronta difusión y recepción de las noticias. A veces buenas, a veces malas, y a veces –como la que leo hace unos minutos, abriendo mi casilla de correos, con el mismo cuidado y la cautela con que lo hago cada día y, si fuera creyente, me persignaría antes de hacer click o hacer crack, lo juro– muy pero muy malas.
Y son las muy malas noticias sobre alguien las que –paradojas del asunto, insuficiente premio consuelo, electricidad de los sentimientos– te hacen recordar y apreciar más y mejor todas las buenas noticias que la precedieron.
En lo que hoy toca –y hunde– diré que en algún momento de mi vida Guillermo Saccomanno y Carlos Trillo fueron para mí algo así como Lennon y McCartney. Un tándem perfecto de opuestos armónicos y complementarios.
Los descubrí primero en Buenos Aires, en las revistas que editaba Ediciones Record, Skorpio & Co., y donde Trillo no demoró en consagrarse como el constante generador de personajes más poderosos desde y junto a H.G. Oesterheld. Los seguí de lejos desde Caracas y después –de regreso y de cerca– ya con la edad y la temperatura suficientes como para no solo memorizar las rectas y ángulos de todos y cada de sus cuadritos sino también las curvas y más curvas de Pampita y sus amigas.
Lo primero que leía en Skorpio era esa sección informativa en las últimas páginas: “El club de la historieta”, presidida por el dicho de François Truffaut que he convertido en frase para mi escudo de armas y ética y estética personal: “Hablemos solamente de las cosas que nos gustan”. Y fue allí mismo, una inolvidable mañana tropical, donde vi por primera vez mi nombre en un lugar que no fuese un documento de identidad o un boletín de calificaciones. Y es que Trillo –ahí, en mi lugar favorito, en mi verdadera patria– se había dignado contestarme una carta donde yo, desde otro país, le preguntaba algo acerca de un hipotético largometraje animado basado en El Eternauta. En resumen (de lo publicado): también le debo eso a Trillo.
Y Trillo era un hombre atento.
Atento con uno, con los demás (no hace mucho leí una entrevista que le hicieron en la que se preocupa de nombrar y agradecer a todos y a cada uno de sus colaboradores), y consigo mismo: pocas veces conocí a alguien que supiera tanto de tantas cosas y que –como destilando el precioso brillo de un aleph– las aplicara con tanto cuidado y amor al universo de la historieta.
Otros mundos “culturales” e “inteligentes” le divertían y le despertaban una curiosidad de fino explorador victoriano y victorioso. Y hasta pedía que le contaran “historias” de lo que sucedía en esas tierras exóticas pobladas por especímenes tan... digamos... raros. Pero contemplándolos y escuchándolas desde el sitial del fabuloso fabulador –que no era lo suyo, no eran los suyos–, Trillo no demoraba en aburrirse de tanto ruido blanco y volvía pronto al blanco y negro o a los colores de viñetas donde los globitos llenos de letras se imponían a tanto globo inflado de aire sucio. O al menos eso parecía, porque lo cierto –y eso sí que es ser raro de verdad, y valioso, y valiente– es que jamás escuché a Trillo hablar mal de nadie o de nada. Su felicidad, estoy seguro, nunca dependió de la infelicidad de otro o de la comparación con el tamaño mayor o menor de otras felicidades. Siempre pensé que algo así era el más noble y auténtico de los éxitos. Limpio y sin tachaduras. Honesto y sin manchones.
En la Argentina no se consigue, o no suele conseguirse fácilmente.
Recuerdo a Trillo –colaboré por un tiempo, sueño realizado, en una de sus revistas, Puertitas; fue la época en la que más y mejor nos vimos– siempre escuchándote, abriendo mucho los ojos detrás de las gafas, nunca dejando de lado esa media sonrisa que era un poco de niño inquieto y un poco de aventurero curtido que ha visto demasiado y sabe dónde están tanto el tesoro como los cuerpos. La misma sonrisa que me ofreció la única vez en que osé preguntarle cómo era posible que no escribiese cuentos o una novela, pareciéndome su Alvar Mayor la gran novela sobre la conquista y colonización latinoamericana, su Cybersix una perfecta saga sci-fi, Un tal Daneri se las arreglaba para fundir a Borges con Goodis vagando por los suburbios de El Proceso (no el de Kafka), Clara de Noche como lo más parecido a la corporización de un sueño húmedo y x-noir de un Jaimito crecido y hard-boiled, el Señor López como un perfecto descendiente de los relatos adaptados y abducidos por The Twilight Zone y... siguen los títulos.
Esa sonrisa, claro, era la respuesta. Justa, correcta, perfecta, sin manchones, de trazo impecable y, sí, muy pero muy giocondesca.
Trillo –gran narrador argentino admirado en todo el mundo, más allá de los géneros o de los diferentes dibujantes que lo acompañaron y a los que acompañó, porque uno siempre se refería a “una de Trillo”, sin importar quién firmara el rostro del héroe o el cuerpo de la villana– tuvo la fortuna merecida y la atención suficiente como para hacer la suya: saber qué era lo que más le gustaba y vivir de eso, y hacernos vivir con eso a los que tanto nos gustaba lo suyo.
Escribo estas líneas sobre Carlos Trillo una mañana de lunes, en el soleado recinto de una biblioteca de Vallvidrera, en las afueras de Barcelona, en el corazón de un bosque. Y me complace ver acá y escribir aquí que los estantes están llenos de sus libros, que son míos y nuestros y de todos los que, con atención, con una sonrisa tan atenta como la suya, lo seguirán leyendo hasta los confines de una historia y de una historieta que, por supuesto, como corresponde, (continuará...)
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