Domingo, 15 de mayo de 2011 | Hoy
Por Eduardo Belgrano Rawson
Una vez nos mandaron a verlo a Cela, para una entrevista grabada. Llevábamos un Grundig de nueve kilos, que acarreamos hasta el Plaza Hotel. Era época de militares y no había ni para taxi. Pero no conseguimos ponerlo en marcha. Al cabo de media hora, Camilo Cela nos despidió con una palmada en la espalda. “Los espero mañana”, dijo. Al otro día estábamos otra vez. Ahora yo llevaba anotadas las instrucciones del operador de la radio, pero tampoco hubo caso. “No podés ser tan hijo de puta”, rezongaba Carlos Trillo, mientras veía mi lucha desesperada con los botones del grabador. Al final nos rendimos. Cuando recibió la noticia aciaga, Cela se limitó a murmurar: “Qué caraduras sois”. De cualquier modo, aceptó recibirnos a la mañana siguiente.
Nos aferrábamos a la radio como un náufrago a un clavo ardiendo. Municipal funcionaba en un sótano del Colón. Hoy hacíamos un programa de ciencia ficción y mañana uno de tango o lo que fuera. A veces sólo se cobraba con discos, que uno mismo retiraba cada semana de los sellos musicales. A la basura del Club del Clan la colocábamos rápido entre la gente de mi pensión. Los viernes de buenos negocios comíamos en Pichín.
Pese a la indigencia reinante, la radio te obligaba a presentar los libretos con doble copia, para que los aprobara el asesor literario. Más de una vez nos amanecimos en la pensión Primavera tipiando los libretos de la semana. El cuarto daba a un patiecito que soltaba un tufo caliente. Abajo funcionaba Sorocabana: era la esquina de Callao y Sarmiento. Carlos había colgado de la ventana un frasco vacío de Atkinsons. “Este tiene vista a Colonia”, explicaba a los visitantes. De cualquier modo, era preferible esa cueva a las habitaciones que daban a la avenida y padecían el letrero de Sorocabana, que llegaba hasta el quinto piso y cada veinte segundos cambiaba de color. Si dormías ahí, durante toda la noche tu cara pasaba del verde al amarillo.
Eran los años ‘60, cuando aún se bailaba abrazado y los obreros solían llegar al trabajo con la Crónica bajo el brazo. Yo llevaba poco en Buenos Aires y Trillo hacía de Cicerone. “Ese es Viñas”, me dijo un día. Este venía caminando por Corrientes y se detuvo en Callao. Ahí se demoró un rato, en el filo de la vereda, como quien llega a la orilla del mar y prueba la temperatura del agua. Enseguida volvió sobre sus pasos, rumbo al Obelisco. Con el tiempo conocí a Viñas y recordé el episodio: “Nunca cruzo Callao porque me apuno”, confirmó. En esa misma esquina de Viñas, Carlos Trillo me presentó a su más famoso colega: “Este es Oesterheld”, dijo.
Yo era Eduardo Cilento y él era Carlos Cartago. Trillo publicaba en Misterix y yo lidiaba en Intervalo o El Tony con un editor que pedía finales edificantes. De lo contrario te la rechazaban, o al menos me las rechazaban a mí. Trillo vivía en estado de historieta mientras que yo hacía historietas a falta de otra cosa. De cualquier modo, la historieta argentina se estaba muriendo y recién reviviría en los ‘70, gracias a Trillo, entre otros.
Me quedé en la radio mientras pude, porque los militares ya estaban encima, financiándome con los discos. Era linda esa pequeña catacumba, incluso para hacer huevo, donde de pronto te cruzabas con Piazzolla o Borges en el pasillo. Recordaba el día en que llegó la noticia de la muerte del Che, cuando Carlos terminaba su comentario sobre la última de Monicelli, porque sabía mucho de cine. Para la llegada a la Luna, en cambio, ya no estábamos ahí. Los ‘60 habían saltado en pedazos.
Cada uno tendrá su propia data sobre la muerte de los ‘60. Para mí fue la noche en que el ejército asaltó la Casa Rosada y se llevó al Presidente. Por unos años lo seguimos viendo en Avenida de Mayo, cuando salía del subte para meterse en un hotelito cercano, porque nunca tuvo auto ni casa y se venía en colectivo de Cruz del Eje.
Habíamos entrado en la radio cuando él todavía estaba. Bajo su Presidencia, siempre hubo un operador que se encargaba del Grundig durante las entrevistas afuera. Todavía lo veo a Carlos Trillo en una pieza del Sheraton, sentado en una cama, entrevistando a Geraldine Chaplin, que había llegado a Buenos Aires con un torero de su propiedad. Al final del reportaje, mientras el operador desenchufaba sus cosas, se quedó dormida en la otra cama. Era una muñequita que ni veinte años tendría. Cuando salimos del cuarto, nos dábamos vuelta para mirarla.
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