Es evidente que aquellos que no tienen el derecho que otros sí están destinados a geografías secundarias, a la descalificación civil, a la ruina moral y, en el fondo (pero destacado en un primer plano, dado que la discriminación es un show disciplinario: es una lección), a soportar una letra escarlata que, aunque no lo sea, produce el efecto de la comisión de un delito. Lo que busca la discriminación –lo sabemos porque hay una escuela milenaria de censura que siempre actúa como si fuese su primera vez– es mostrarnos la comedia dramática del paria, una feria de fenómenos morales que invierte las reglas elementales de la vida en sociedad. Lo hace para que escarmentemos y nos mantengamos siempre más acá del derecho. Cuantos menos derechos usemos, mejor. La operación es sencilla, pero ya no es tan efectiva: que la sociedad se adapte al derecho que la precede, y que nunca ocurra siquiera un caso contrario. ¿Qué el derecho se adapte a nosotros? ¿Para qué? ¿Para que ya no cumpla su antigua función de collar de ahorque?

El anuncio del casamiento de Alex Freyre y José María Di Bello me alegró el día. ¿Por qué viviendo en el mismo país yo podía tener el derecho al matrimonio y ellos no? Después, cada cual que se case con quien quiera; y el que no quiere, que no se case. Es curiosísimo que quienes no aceptan que el futuro consorcio Freyre-Di Bello use su derecho matrimonial sean aquellos para los que el matrimonio es una obligación. La tarde en que se batió el parche gay, y se encargaron los arroces y las perdices de la futura boda, les presté mucha atención a los argumentos de Alex Freyre, quien se despachó a gusto y sin ningún resentimiento. Dijo muchas cosas, y todas alineadas en dos fuerzas: las fuerzas del amor y la justicia. El derecho es para todos; el amor es para uno. Y luego una maravillosa frase que dejó caer como una bomba: “Nos educaron para el matrimonio”. Que sean muy felices.

Escritor