Miércoles, 2 de marzo de 2011 | Hoy
Por Aurora Venturini
El caserón de las Vélez le salió al encuentro aquella tarde de verano, abriendo al camino su portalón de hierro que chirrió cuando ella se animó a empujarlo.
Anduvo Marichú por un senderito enladrillado, invadido por pasto inculto, a cuyos lados las rosas té ponían la nota distinguida y las alegrías de la casa, rojas o ruborosas, batallaban para ganarse una a otra sitio en la barahúnda vegetal.
Devastadas estatuas, imitaciones griegas o romanas, reproducciones y pastorcitas fin de siglo, asomaban torsos y perfiles, capelinas y callados. Por un instante se detuvo.
Observó el exterior de la gran casa que le gustó y disgustó a un mismo tiempo, extraña sensación.
“¿Por qué me persiguen las soledades?”, pensó, notando que ahí nada se definía, y aunque nada la rechazaba, todo le daba asco.
–¿Qué busca? –preguntó desde adentro una voz cascada.
Avanzó hacia la casona: –Señorita, ¿necesita sirvienta?
–¿Trae recomendación?
–No.
–Venga.
Así conoció a la mayor de las Vélez. Aroma de especies pasadas la aturdió.
La señorita estaba acostada en su cama angosta, rodeada de muebles fraileros, y en las maderas se concentraba y guarecía aún más la oscuridad.
–¿Nunca trabajó en otra casa?
–No.
–Che, no hablás, ¿contestás con monosílabos?
La tuteó cuando la vio tan joven.
–Es mi costumbre, señora.
No la tuteó cuando la vio tan vieja.
–Soy señorita, aquí no hay señoras, vení, acercate.
La anciana quería semblantearla.
–¿Me toma, señorita?
–Claro, si no, ¿para qué te iba a tratar?
Chona Vélez era antipática, pero a Marichú no le cayó mal.
Marichú, de origen bohemio, decidió divertirse cuanto pudiera, ganar un poco de dinero y levantar vuelo el día menos pensado, su raza de intemperie, su casta brava, no soportaría mucho tiempo ese jaulón.
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Porque a la criatura la perdieron en un alfalfar de verano, sus padres zíngaros en un campo verde de la llanura bonaerense, cosa que ella ignoraba, y siendo nativa del verano, cosa que también ignoraba, se convertiría en alguien introvertido como un sauce, el árbol más callado y silencioso, no obstante ello, llorón aunque sin llanto manifiesto, delicado, húmedo, poeta del bosque, del parque y de las orillas del río, que noche a noche desentierra sus raíces y vaga como alma en pena.
–Sacá las escupideras de debajo de las camas, limpialas bien, que no quede sarro adherido, echales lejía.
Agachada preguntó: –¿Cuánto me va a pagar?
–No te morirás de hambre aquí, tendrás casa, comida y un peso cuando yo cobre, eso sí, tenés que hacer los mandados y atender la cocina; ¿cómo te llamás?
–Marichú.
–Yo me llamo Chona, mi sobrina me puso ese sobrenombre, soy la tía Chona.
Sonrió la zíngara imaginando las moneditas que se le pegarían en los dedos luego de los mandados.
Agarró una escupidera repleta hasta el borde: –¿Dónde la vuelco?
–En el fondo, así engorda la tierra.
Anduvo con sumo cuidado para no salpicarse, derechita como si transportara un sagrario.
Volvió al dormitorio, hizo lo mismo con el otro cubo: –Señorita, ¿adónde lavo?
De regreso miró las habitaciones, tanta oscuridad la molestó; luego abriría los postigos para que entrara la luz.
–Ya está, señorita.
–Ahora alcanzame las medias de lana.
Un par de medias que al tacto sintió lábiles como pescados. Chona agarró las medias y ejercitó raro manipuleo de cobijas que cubrían y descubrían sus flacas piernas, al fin se puso las medias y finalmente cesó el movimiento.
–¿Va a levantarse?
–Tenés que ayudarme, soy medio paralítica..., alcanzame el salto de cama.
Ayudó a vestir a Chona, a bajar del lecho donde había realizado tantos esfuerzos para que ella no le viera los pies.
Luchó con aquel esqueleto medio vivo, medio muerto, híbrido igual que la casa, el jardín y la penumbra.
–Llevame al tocador.
Casi la arrastró hasta el baño enorme y frío, de mayólicas tristísimas con motivos de ánades, bañera de mármol apoyada en cuatro patas de tortuga. Una mesita blanca sostenía peines, horquillas, cepillos y desaliño.
–¿Tiene agua caliente?
–¿Para qué?, cuando la necesites, calentás agua en la pava.
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Se puso a espiar por la cerradura porque le interesaba saber la forma de higienizarse sin agua. Vio que humedecía un algodón con agua colonia y se lo pasaba por la cara y el cogote hasta donde alcanzaba su brazo, luego se peinaba un poco y quitándose la prótesis dental, la remojaba en un chorrito de la canilla, ensocándosela enseguida en la bocaza. Metía tres dedos en un pote de crema, se embadurnaba, estiraba sus arrugas, pintaba las cejas con crayón negro, pellizcaba las mejillas y se pintaba la jeta hasta el paroxismo.
Cuando llamó, se sobresaltó y retrasó un poco, para que aquélla creyera que estaba en otra habitación.
–¿Qué, señorita?
–Sacame el salto y dame una mañanita de ese cajón de la cómoda, deseo estar linda porque va a llegar mi sobrinita.
Tía Chona empezó a accionar bajo las cobijas y se sacó las medias, Marichú le quitó el salto.
Olor a sésamo ábrete le dio en la cara y a manzanas acurrucadas. Había dos manzanas maduras entre puntillas y sedalinas. Marichú pensó que así deben ser las ropas de los difuntos, y se le hizo agua la boca por las manzanas porque no había comido nada, aunque estaba acostumbrada a ayunar.
–¿Puedo comer una manzana?
–Comete las dos, total Tita ya habrá almorzado. Son las doce y los mandados sin hacer..., sacá dos pesos del monedero y andá a la panadería, decile al panadero que trabajás en la casa de las señoritas de Vélez; comprá dos panes y algo de factura.
Marichú gastó menos de dos pesos y se guardó el vuelto.
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–¿Qué hago ahora?
–Con un poco de leche que quedó prepará cascarilla, el paquete está en la alacena; poné un platito con rodajas de pan y manteca y otro con factura y todo en la charola de plata con las servilletitas finas, por si Tita quiere picar.
Trajinaban los once años de Marichú en la cocina enorme donde una cocinilla a gota calentaba la leche, había un gran fogón y sobre la mesada tacitas muy bellas de porcelana de juegos incompletos junto a otros objetos domésticos preciosos traídos de París. Marichú navegaba en la leche chocolatada, copetuda, cuya espuma encrespaba la llana superficie apetitosa. No se molestó en lavar a fondo la vajilla, simplemente la dispuso para cuando llegara la sobrina. “¿Cómo será?”
Viendo a la tía, dedujo otra caducidad dulce y triste, acibarada y melancólica como un trago de cerveza caliente.
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Chirrió la puerta cuando aquélla entró al universo híbrido.
–¿Qué tal..., cómo te fue..., sentiste frío..., tenés hambre?
“Frío en verano”, masculló la muchacha.
Gritó la vieja: “Vamos, chica, llegó Tita, mi sobrina”.
Tita estaba sentada en la otra camita angosta, se había descalzado, apoyado los pies en la alfombra; las piernas delgadas y pálidas, a través de la sedalina, parecían grisines crudos. Mordía una puntita de una mecha de su pelo, desteñido como antigua peluca. No se había desprendido del abrigo, lo cual extrañó a Marichú.
Tita suspiró: –Qué tal...
Dijo la tía: –Poné todo aquí, señalando sus rodillas apuntaladas bajo el cobertor, y vio tres tacitas, dándose cuenta de que la sierva intentaba compartir con ellas la pitanza.
La chica intuyó que la aceptaban y sirvió a ambas Vélez, sentándose ella sobre la alfombra a sorber su colación.
–Señorita Tita, ¿usted no almorzó?
–Siempre tengo hambre.
Comprobó Marichú durante la merienda servida a la hora del almuerzo que Tita era medio desdentada. Un largo diente superior, algo flojo, trataba de acertar el corazón de la factura ayudado por un canino inferior ya caduco.
Tita charlaba mientras acertaba y erraba el vizcachazo dental.
Devoraron todo.
Marichú exultaba de gozo por vivir en esa casa grande, con gente que no se higienizaba, merendaba en lugar de almorzar y nunca la esquivaban o menospreciaban.
Dijo Tita: –Mirá, vamos a dormir un poco, cerrá la puerta.
Dijo Chona: –Mirá, podés ordenar las habitaciones, hacé como mejor te parezca, tené cuidado con las cosas de la biblioteca, no toqués las vitrinas de los trajes de época; a lo más, limpiá los vidrios por la parte de afuera, y no vengas hasta que no te llamemos.
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Va a la habitación contigua, la del altar con grandes santos y se persigna ante Santa Teresa, la Virgen del Rosario y la Santa Cruz, manosea los escapularios roñosos por el uso, uno para el pecho, otro para la espalda, de numerosos ausentes que exorcizaron diablos de adelante y de atrás. Limpia con un trapito algunos objetos, sacude el polvo de una imagen. Cómo le gusta esa casa porque la aterrroriza.
En la penumbra percibe un crecimiento milagroso, ella de once se ve de veinte años, morena y aguileña, junco tostado, cintura breve y piernas de bailarina.
Y en su imaginación los santos y las santas, los santitos y las santitas, danzan rigodón católico acompasado con tilín-tilín de cuentas y medallones.
Halla una escoba en un rincón del retablo y quiere barrer el polvo de tanto olvido. Y allá va, caballera del tosco adminículo que la levanta hasta el techo de oscuras vigas.
Marichú viaja, medio cuerpo metido en la penumbra que, al espesarse, es noche.
La caballera en el sobrevuelo admira cabezales y coronitas de plata, rebozos recoletos, pelo natural, las palmas de la Dolorosa muestran líneas de leer futuro: “Adivínanos la suerte, gitanilla”.
Recuerda una historia que le contaron, de Santa Teresa, que se elevaba por los aires arrastrando consigo estera y todo, que el poder le venía de Dios, pero que podía venirle del Diablo. Ahora volaba ella como la santa de Avila, aunque en escoba.
Pasa de una habitación a otra a riesgo de darse un cocazo en el dintel. Luego, con alivio, advierte su descendimiento, deja la escoba y mira recelosa viendo dos lechos adoselados y la fatiga la vence en uno de ellos. Soñó hasta que Chona la llamó.
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–Marichú, vamos, ya son las seis.
Llamó a la puerta del dormitorio.
“Entrá.”
Recibió un halo rancio de transpiración y pereza.
–Vas al almacén, traé fiambre y una botellita de tintillo. Ah, un sifón.
Agrega Tita: –Galletitas rellenas y dulce de membrillo, queso, si te dan...
–Traé todo y decile al almacenero que lo anote en la libreta.
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La visita al almacenero le trae el recuerdo del lío que se le armó cuando la encontraron jugando con don Julio, su padre adoptivo.
Total, ¿qué mal había en ello? Nunca lo entendió, como tampoco el escandalete que armó su gorda madre adoptiva, cuando vio que ella cabalgaba sobre el ojijunto marido. Gente escandalosa... Si al señor Stafolaro le agradaba que ella le acariciara las partes, ¿por qué no darle el gusto? Resultaba muy gracioso el salto de resorte de las partes del señor Stafolaro cuando ella le pasaba la manita por encima. Primero no había nada ahí, después algo despertaba y el ojijunto, colorado, resoplaba, y Marichú quedaba admirada de poseer tanto poder en su mano pequeñita. Cuando ella cabalgó la escoba, recordó al hombre-caballo, y ella caballera cazándole el pájaro. Si las Vélez fueran tan idiotas como aquella gente, adónde iría a parar, ya que cabalgar parecía ser un pecado mortal.
–Al almacenero le pagaré no bien cobre la pensión.
–¿Qué es una pensión, señorita Chona?
–Dinero, chica, el gobierno me otorgó una pensión porque mi padre fue militar y murió en combate.
Se atreve Marichú: –¿Usted no trabaja, señorita Tita?
Chona salta como araña: –No, para qué, mientras yo viva, la nena no trabajará.
Pregunta Marichú: –¿Dónde duermo?
–Arriba, chica, en el cuarto de arriba subiendo por la escalerita caracol. “Me toca el altillo”, gruñe adentro la gitana, que ya probó la cama con dosel.
Chona, avisada: –Todavía no viste tu habitación... ¡es preciosa!
Tita bosteza: –Ah, sí...
Comprende que ya sobra, que está de más.
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Con tilín-tilín de vidrio y cristal despierta el nido de víboras que bulle. De pronto Chona dice: –Dejemos un poco, hoy es jueves de visita y hay que convidar algo, te aviso, Marichú, que hoy viene Consuelito Funes y paquetearemos.
Paquetear: con un algodón empapado en agua de colonia inglesa repasan sus cuerpecitos flacos, caña vieja en Chona; nudosa y cansina en Tita. Un paquete grande de algodón no les basta.
Cuántos frascos de perfume y de colonia en el ropero; Marichú admira la bonitura de las botellas y botellitas alineadas de mayor a menor; hay allí la corbeille fleurie para lavarse el pelo mecha a mecha, y darle al cuero cabelludo con el pañuelo de sedalina, hay espíritu de violetas en sus potiches de Sèvres, de París, algunos ya vacíos de adorno.
Ahora trae la mañanita limpia de Chona, la pollera plisada, la blusa de encajes, los zapatos de cabritilla, todo en blanco, para Tita.
Grita Chona: “Marichú, cuando llegue Consuelito prepará la bandeja de plata con pedacitos de pan tostado, el que sobró, ¿sabés?, si quedó alguna feta de jamón hacé lo mismo y lavá bien el mate y la bombilla”.
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Al anochecer apareció Consuelito Funes y entró derechita a la habitación.
–No quiero que me vean la traza culera para que no me cuereen, así que cuando me vaya lo haré reculando.
–Consuelito, faltaba más, cuando se es bien nacido, la ropa no importa –dijo Chona– ofreciendo un lugar en su camita a la amiga, mojón de trapos que se agazapó en el sitio.
–¿Cómo están las cosas por acá?
–Viento en popa, che.
–Tita siempre tan calladita...
¡Ah!, suspiró ésta, insistiendo Consuelo: –¿Y cómo andan los pretendientes? ¿Tenés novio? Contá...
Chona salta: –Tita no anda en esas pavadas, además, aquí no hay nadie digno de ella, puro chusmón es lo que hay, o peor todavía, gringos pata sucia; mejor está solterita mi nena. ¿Qué querés tomar?
–Mate, mate que Dios perdona.
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Entre mate y mate se les calienta el piso a las comadronas, y como son sanjuaninas, hablan del valle, del terremoto, del viento y las vides, de la muerte y la resurrección. Hablan de ausencias y añoranzas y se ennoblecen las momias dibujando soterrados perfiles sepultos como ellas mismas, cuyanas erradicadas, habitantes de una ciudad bonaerense que no les conoce un gran pasado noble, histórico. Ahora son apenitas unos chuchos feos, humos de cigarro que fuma Consuelo, anécdotas, leyendas contadas cien veces y que se caen de la lengua solas, idénticas, siempre idénticas.
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Noche en la casona de las Vélez donde Consuelito Funes decidió quedarse porque entre cuento y cuento casi hizo la madrugada. Dormirá en la habitación tercera de los lechos adoselados. Tita ha despertado llorando, ha pasado a la camita de Chona gritando “los cuervos, los cuervos”, y la otra susurró “no tengas miedo, mi amor, aquí está tiíta para defenderte, ya se van, fuera pajarracos”, y el resto de la noche será un abrazo anudado y prensil de besos, besitos, de arrumacos, en el fragor de una historia natal y folklórica.
Chona ha programado arrumacos con su nena, porque el Viborón anda reptando por las piezas, “por ahí, por ahí”. Un susurro bisbiseante de terneza y besuqueo, de trac-trac de cabalgadura, y el elástico de la camita de tiíta soporta el sobrepeso de la yegua vieja con la amazona tan sutil enancada o la potranca bajo la anciana ecuyère.
Marichú ha trepado su escalerita.
Se duermen cuando amanece el aura fría como palma de mano de difunto. Gime Chona, “bajate Tita, tengo las piernas acalambradas”.
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Consuelo hará el gasto de la jornada, ofreciendo de su peculio desayuno y merienda, y allá va Marichú por las vituallas.
Exclama Chona: –¡Qué delicadeza de atención, Consuelito!
Tita es inocente en toda la extensión de la inocencia, su desgarbo, su deficiencia intelectual, lo asqueroso que deslíe, la indujeron a aislarse ante el evidente desprecio de los demás, de ahí que no tuvo oportunidad de ejercitar su juicio, de comparar, elegir, y diferenciar el bien del mal. Pero hoy es el día de ir por la jubilación de la tía. En el espejo observa su carita afilada, la narizota camote pegada entre los ojillos mínimos, la boquita demasiado semejante a un riñón de ternero. Se enoja y desenoja pensando en Chichí, su amiga que conoció en la cola del banco, y se lava de acuerdo a los cánones de la tía, a la que oye “ponete el tapadito que va a refrescar”.
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Cumple todas las diligencias mecánicamente, exactamente, sin zafar un milímetro del margen aprendido. Luego, en pose ritual, entra al restaurante donde la aguarda Chichí y donde el mecanismo de pagar es suyo.
–Chichí, ¿vamos al cine?
–No tengo plata, Tita.
–Pago yo que tengo mucha plata.
En el cine la mano de Tita busca la de Chichí:
–¿Después qué hacemos?
–Callate, cochina, ya sabés...
Chichí soporta una vez más las andanadas amorosas de Tita, saca ventajas y alimenta la idea de vivir a costa de la imbeciloide.
–¿Por qué no te venís a vivir conmigo?
–Con tía Chona ya no me gusta hacer cositas ricas..., con vos, sí.
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Dice Chona como si nada en esa tarde que se parece a las otras tardes: –Mamita me contó que habían chupado de las canillas de las bordelesas, pancita arriba, en la bodega el día que me engendraron.
–Qué mamusa, che...
–Consuelito, no digas guasadas.
–A mí también me gusta chupar pero ya ves lo que les sucedió a las muchachitas. (Les sucedió que el tío Augusto, hermano de aquellas hermanitas del verano, brioso de vino y loco de Zonda, las poseyó y embarazó, brotando del monstruoso connubio Chona y sus primos.)
–¿Te das cuenta, Consuelito?, soy hija de hermanos, y lo peor ocurrió después cuando mi hermana, la madre de Tita, se casó con uno de nuestros primos.
–Qué matete, che, qué matete.
–Otra vez tus guasadas, Consuelito, ¿sabés que Tita tiene seis dedos en cada pie y uno chiquitito con uñita en la mano derecha?
–Castigo de Dios no será, porque la chica no es culpable del vicio ajeno.
–Y mis pies, miralos Consuelito, ya no me sirven para caminar.
–Vos te has hecho deformados los pies calzando el treinta y cinco, cuando tu número por lo menos será treinta y siete. Te has hecho las patas a la miseria como las mujeres de la China.
–Siempre fueron así, Consuelo, pero antes me servían.
Consuelo calla porque no desea discutir, además es tarde para ambas, mujeres del interior venidas a menos desde los valles alucinados y alucinantes a esta llanura calva de cumbres, lisa mollera de cóndor.
Se va Consuelo cansada de cargar cruces ajenas, que ya tiene bastantes, y sabe que es la última vez que visita a las Vélez.
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Marichú adivina, con su natural proclive a vaticinios, que otra ausencia se insinúa, y cuando el péndulo del reloj marca las doce de la noche, se anima por cariño, o por codicia o por puro desafío de tener la certeza:
–La señorita Tita ya no volverá.
La tía se endereza como un lagarto helado: –¿Por qué lo decís?
Tita es una ausencia que ya dura dos semanas.
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Con desmesurado esfuerzo, Chona ata sus lábiles medias una a la otra, se las anuda alrededor del cuello, con desmesurado esfuerzo, aún mayor, trepa a una silla, pasa un extremo de la futura horca por la viga del techo, patea la silla y saca la lengua larga y azulenca al mundo entero.
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Piensa Marichú: “Cómo lo habrá hecho”, mientras mete lo mejor que puede la lengua azul de su patrona en la bocaza, luego de descolgarla.
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