Domingo, 22 de enero de 2012 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
30
En esa época, mediados de los ’90, estaba quebrado. Había renunciado a la publicidad y pretendía ganarme la vida con la literatura. Mi padre no terminaba de morirse después de veinte años de problemas cardíacos y cerebrales. Tenía tres hijas de tres mujeres. Y procuraba —bastante difícil– que nada de esto las afectara. Después de una separación tan turbulenta como judicializada me había enganchado en una relación que no era menos borrascosa. Empecé a tener problemas con el alcohol. Y si los superé, fue por “prepotencia de trabajo”. Como tantos escritores, pensé en una salida: taller de narrativa. Pero cómo podía estimular a otros en la escritura si yo me sentía quebrado. La autocompasión me podía. Quizá todavía me puede porque la autocompasión y la autobiografía son géneros literarios incestuosos. Más que la fisura económica, sentirme quebrado era, en lo íntimo, no escribir. Sentía que había perdido no el don sino el oficio.
Rodrigo Fresán acudió, como tantas veces entonces, en mi ayuda. Considerable aguante el suyo al acompañarme en varias mudanzas. Rodrigo dirigía Página/30, una revista mensual que se editaba con un video de regalo. El video que la acompañaba dictaba el leit-motiv sobre el que se concentraban los colaboradores. Conviene también recordarlo: Rodrigo garantizaba una absoluta diversidad de escrituras. Me comprometió a que entregara un cuento por mes. Al comienzo, debo admitirlo, me costó. Escribía apelando al oficio. Sin embargo, aunque recelaba del oficio, el oficio me salvó. Cuando quise darme cuenta habían pasado dos años y tenía una cantidad de cuentos como para armar un libro de cuentos. No creo que la literatura sea remedio de nada, pero alivia. Puedo dar fe. Rodrigo y esos cuentos me salvaron.
De aquella época salieron dos libros. El primero, La indiferencia del mundo, me lo rebotó un gerentito editorial con una esquela: publicar ese libro, me decía, no me iba a favorecer. Es más, me perjudicaría. Poco después ese mismo libro ganaba el Primer Premio Municipal de Cuento, equivalente a un subsidio mensual de por vida. Debo agradecerle a aquel gerentito el rechazo. Digresión y no tanto: me gusta coleccionar informes y notas de rechazo. No fue la última vez que con un libro rechazado más tarde gané un premio. Más que en justicia poética, pienso gustoso en venganza. Si escribir puede ser venganza, no menos es paciencia.
A propósito de la paciencia, no fui el único que construyó mes a mes un libro con las colaboraciones en 30, como la llamábamos. Más tarde empecé una serie de cuentos de iniciación. Mi quiebre se fue curando con la gimnasia narrativa. Después el deporte se volvió entusiasmo. Pronto tuve cuentos como para armar otro libro. Mi madre me miró con dureza cuando supo de esos cuentos que escribía sobre la familia y el barrio. No iba a leerlos, me dijo, conocía de sobra esas historias. Algunos parientes se molestaron. Siempre lo mismo, dijo. Qué necesidad tenés de andar ventilando esas cosas. No tenés otros temas, me preguntó. Difícil hacerle entender que todo cuento, por más testimonial que se proponga, es una ficción.
Todo lo bueno dura poco. 30 dejó de salir. Y ya no hubo ninguna otra revista en la que se pudiera, con una rigurosa frecuencia mensual, publicar ficción. Sé que hay lectores que han coleccionado la revista. Vista en perspectiva por quienes fuimos sus colaboradores arribamos a la conclusión de que, en verdad, 30 era la revista que venía de regalo con el video.
De aquellos cuentos de iniciación, ahora elegí uno que habría de reescribir varias veces: “Kavanagh”. El cuento busca narrar una pelea a trompadas entre mi padre y su hermano boxeador. Debía tener diez años cuando los vi agarrarse. Entonces ignoraba que alguna vez sería escritor, pero sabía –me gusta pensarlo– que debía hacer algo con esa escena que me enseñaba algo que no podía descifrar. Esa violencia contenía una historia familiar, además de un barrio. También, la violencia política. El tema y las variaciones: desde entonces escribí esa historia al menos tres veces y las tres veces de modo distinto en tres novelas. Por qué. No estoy seguro todavía de que la haya contado como necesita ser contada. Lo que sé, lo que me importaba cuando la publiqué por primera vez en 30: la quebradura quedaba atrás. El libro de los cuentos de iniciación se llamó El pibe. Mi madre no llegó a verlo publicado. En los días en que salió de la imprenta ella agonizaba inconsciente en la terapia intensiva de un hospital. No pude escribir sobre la muerte de mi madre. Pero esto es otra cuestión. El parricidio siempre es más fácil para los escritores que meterse con la vieja. Seguramente ella me habría rezongado por haber armado un libro. Y también me retaría ahora: por qué no dejar a los muertos en paz, eh.
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