VERANO12 › GUILLERMO SACCOMANNO

Kavanagh

Mi tío el Campeón era el menor de los hermanos de mi padre. Lo llamaban el Campeón porque empezaba a abrirse paso en el box. Si bien el Campeón trabajaba en el frigorífico, a los veinte años, su destino parecía estar en otra parte. Y esta impresión, con seguridad, se debía a su aspecto. El Campeón era alto, corpulento, rubio, con una sonrisa entre franca y ganadora, que inspiraba una simpatía inmediata. Caminaba con trancos lentos, apacibles, de una pereza canchera. Esa indolencia se disolvía cuando boxeaba. Su avance era preciso, demoledor. Al tirar una trompada, nunca la veías venir. A veces, cuando hacía sombra, yo lo admiraba desde un costado. Entonces el Campeón abría sus manos y me proponía que tirara piñas, siempre cruzadas, que chocaban contra sus palmas con un sonido seco, como disparos de cebita.

El Campeón vivía con su padre, el tranviario calabrés viudo, y sus hermanos en esa casa de la calle Araujo, a media cuadra del arroyo Cildáñez. El Campeón, se ilusionaba mi padre, promete. “No voy a ser toda la vida un obrero de la carne”, decía el Campeón. “Cuando llegue, voy a vivir en el Kavanagh”, se entusiasmaba. “Y los voy a invitar a todos.” Por las noches, cuando salía del frigorífico, entrenaba en Nueva Chicago. Y los domingos por la mañana, en el patio de la casa, improvisaba peleas con sus hermanos y sus amigos. En esas peleas el Campeón se daba el lujo de sobrar a sus adversarios. Apenas los tocaba con sus golpes, pero bastaba que se lo propusiera para voltearlos. Uno de esos domingos, boxeando con mi padre, le pegó un directo en la cara. Mi padre, tambaleándose, alcanzó a mirarme, como advirtiendo que yo estaba ahí. Fue un segundo esa mirada. Mi padre cayó sentado. Pero se levantó y volvió a enfrentar al Campeón. Ahora la pelea se había vuelto dura, feroz. Mi padre era más bajo y más flaco que el Campeón. Tenía que moverse siempre, esquivar y golpear con agilidad para que no lo alcanzaran los golpes del Campeón. El Campeón sonreía divirtiéndose con el empeño de mi padre. Todos los que estábamos ahí, en el patio, viendo la pelea, notamos que mi padre se había enfurecido después de la caída. Y el Campeón disfrutaba con su furia. Cada tanto le acertaba otro impacto. Y parecía que lo iba a derribar. Mientras mi padre respiraba agitado, transpiraba y se mantenía en guardia, el Campeón jugaba con él. Hasta que mi padre le encajó un derechazo en el plexo, cortándole el aire. De pronto el Campeón vacilaba aturdido. Ahora mi padre golpeaba otra vez. Tiró un directo, casi invisible, a la mandíbula. El Campeón se desmoronó. Hubo un abucheo general de la barra de espectadores. Jadeando, mi padre se inclinó sobre el Campeón, quiso ayudarlo a pararse. Pero el Campeón se negó. Mi padre se me acercó tendiéndome los guantes para que le desanudara los cordones. Volvimos a casa caminando por el medio de una de esas calles de tierra. Mi padre había ganado. Pero no estaba contento con su triunfo.

–Piola –dijo mi padre–. Se hace el piola.

Y después:

–Sabés cómo terminan los piolas –dijo.

No era una pregunta.

En ese tiempo, fue la toma del frigorífico Lisandro de la Torre. El Campeón era delegado. Y fue uno de los obreros que, como se decía en el barrio, les pusieron el pecho a los tanques. Cuando el Campeón contaba las anécdotas de la toma, cada una era una aventura. En su mesa de luz, tenía una edición de El Capital en la versión de Juan B. Justo. Sin embargo, mi padre no lo tomaba muy en serio cuando discutían de política. La forma en que el Campeón contaba las peripecias de la toma –el barrio sitiado, las mujeres y los chicos puteando a la policía y el ejército, las pedradas y las corridas hasta que los tanques empezaron a marchar hacia los portones de rejas del frigorífico donde los esperaba la resistencia obrera– como si se tratara de una pelea más en su camino hacia el Kavanagh.

–Los piolas no hacen la revolución –decía mi padre.

Entonces, me daba cuenta, esa pelea aquel domingo, en el patio de la casa del abuelo, había sido otra pelea. Y los golpes que el Campeón y mi padre habían cambiado eran otros golpes. A los piolas, según mi padre, los mataba la falta de voluntad, convicción y fuerza. En algún momento, poco después de los veinte años, el Campeón dejó de ser la promesa que todos esperaban. Después de un par de combates en la Federación, el Campeón dejó de entrenar. El Kavanagh le iba quedando cada vez más lejos. Pobre pibe, se lamentaba mi padre. Las malas compañías, decía. Pobre pibe, repetía mi madre. Y aseguraba: Un día tu hermanito nos va a dar un disgusto. En lugar del Kavanagh va a terminar en Devoto. Sin embargo, mi padre siempre buscaba en el Campeón gestos para recobrar la esperanza. Como esa vez, en carnaval, en que el Campeón me llevó al corso de la Boca. Mi madre se opuso: el Campeón es capaz de perderlo al chico. “Descuide, cuñada –le retrucó el Campeón–. Para mí el nene es como un ser querido”, dijo. Y me puso una de sus manos enormes en el hombro.

Esa noche nos bajamos del colectivo a varias cuadras del corso. Caminamos por una calle como un túnel, en cuya salida se divisaban las luces multicolores mientras se oía, lejano, un fragor de diversión. Pitos, matracas, cornetas. Música. El Campeón se detuvo en un conventillo. “Esperame acá”, me ordenó en la puerta. Tardó un rato en salir. Y cuando volvimos a caminar me explicó: estaba buscando una amiga. Caminamos ahora unas cuadras más, siempre merodeando el corso, cada vez más cerca. El Campeón se paró en una casa de paredes de chapa. Y me ordenó otra vez que lo esperase. Del interior de la casa brotaron voces, una discusión, un estrépito de vidrios rotos. El Campeón salió con una sonrisa forzada. “No está mi amiga”, dijo. Ya la vamos a encontrar en el corso. A medida que nos acercábamos al corso, la fiesta se volvía una turbulencia de tambores y risas. Había cowboys, sevillanas, osos, astronautas, sultanes y odaliscas. El corso era un vértigo de colores y sonidos. Una mujer enorme, con labios muy rojos y pechos abultadísimos, le sopló un beso al Campeón. “Es un macho”, me aclaró después. Caminábamos entre la multitud sin apreciar las comparsas. El Campeón miraba a un lado y a otro, sin concentrarse en nada. Después, arrastrándome, se abría paso entre la multitud. “Va a ser difícil que la encuentres a tu amiga”, le dije. El Campeón pareció acordarse de mí. “Te llevo a comer”, dijo. Y apartándonos del corso entramos a una cantina. El Campeón tenía sed. “Más sed que hambre”, dijo. Pidió una botella de vino para él y una naranjada para mí. En la cantina la fiesta seguía, encajonada. Había una pequeña orquesta que tocaba un chachachá. Hombres, mujeres y chicos formaban un trencito entre las mesas. La diversión estallaba. Alguien arrojó una nube de papel picado que cayó sobre mi plato de ravioles. El mozo le preguntó al Campeón si no iba a comer nada. Y el Campeón, ofendido, le preguntó: “¿Hay algún problema?”. Y pidió otra botella de vino. Cuando terminé un helado, el Campeón me ordenó: “Esperame en la puerta”. Desde la vereda, a lo lejos, pude ver que el corso seguía a media cuadra. Aunque este paseo tenía mucho de aventura, igual que mi padre cuando le ganó la pelea al Campeón, yo no estaba feliz.

El Campeón tardó en salir a la calle. Cuando vino, agitado, acomodándose la camisa dentro del pantalón, me ordenó: “Rajemos, dale”. Y empezamos a correr hacia el corso. Desde atrás nos llegaron los gritos. “Es que no me avivé”, me dijo el Campeón. Y salí sin un mango. Después, cuando ya estábamos otra vez en el corso, cómplice, me pidió: “No le vas a contar a tu viejo que nos rajamos sin pagar. Dame tu palabra”. Imitando a mi padre, dije: “Palabra de honor”.

Después de confundirnos con la multitud, volvimos a caminar por una calle oscura, cerca del puerto. En una esquina, tres muchachos vinieron a nuestro encuentro. “Quedate acá”, me dijo el Campeón, señalándome unos escalones. Uno de los muchachos empujó al Campeón. Así empezó la gresca. El Campeón parecía sacarlos de combate, uno por uno, pero finalmente dos se le colgaron de atrás, trabándolo, y el otro le pegó una patada entre las piernas. Pude ver un fierro brillando en la noche. “Quedate ahí”, alcanzó a gritar el Campeón. Uno de los muchachos vino hacia mí. “Si no fueras pendejo –me dijo–, vos también la ligabas.” El Campeón estaba incorporándose como podía, agarrándose de la nada. Tenía la cara y la camisa ensangrentadas. “Por esa conchuda”, dijo el Campeón, escupiendo. Se llevó una mano a la boca, movió los dedos y sacó un diente. “Tu amiga”, dije. “No era una amiga”, volvió a escupir. “Una novia.”

En el amanecer, estábamos los dos sentados en el puerto, mirando los barcos. Ahora el Campeón se sentía mejor. “Nunca hay que meterse con minas del barrio”, me dijo. “Las tenés que buscar lejos. En otro barrio. Es preferible que te den una paliza al casamiento”, me dijo. “Miralo a tu viejo. Sabés por qué no vino con nosotros”, me tanteó. “Porque tu vieja no lo deja.” No me gustaba que el Campeón hablara así de mi padre. Pero no se lo dije.

“ Qué les pasó”, le preguntó mi madre desesperada cuando volvimos a Mataderos ya de mañana. Iba a ser un día caluroso. “Nos quisieron joder”, balbuceó el Campeón. Y agrandándose: “No iba a dejar que tocaran al pibe”, dijo. “Andá para adentro”, me ordenó mi padre. Y hacia el Campeón: “Esta vez te pasaste de piola”. El Campeón intentó una justificación. “Ya vamos a hablar vos y yo –dijo mi padre–. Cuando se te pase la curda.”

Pero mi padre no volvió a hablar con el Campeón hasta después de mucho tiempo.

Hace unos años me enteré cómo había terminado el Campeón. Se había juntado con una paraguaya, tenía varios hijos y atendía una parrillita en Merlo, cerca de la estación. A la parrillita le había puesto Kavanagh. El Campeón, supe, había muerto de cirrosis.

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Imagen: Gustavo Mujica
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