Domingo, 19 de febrero de 2012 | Hoy
Por Héctor Tizón
Siempre he pensado, como lector,
en inventar una historia a partir de la
terminación de un texto que acabo de leer. Y esto ha sido lo que hice con el cuento
de J. L. B., “El Sur”.
H. T.
–Ya se había hundido el sol, como ahora mismo –dijo Borges en Yala–. Debe ser así, supongo –agregó– porque oigo el croar de las ranas no lejos de aquí. Y ellas traen las lluvias y la noche.
El había dicho, momentos antes, que, modestamente, creía que “El Sur” era el mejor cuento de todos los que había escrito.
–¿Pero, lo recuerda usted?
–Sí –dije–. Lo sé casi de memoria.
–Caramba.
–Pero no estoy del todo conforme con su final.
–No lo tiene, si mal no lo recuerdo.
–Es cierto, es conjetural. Aunque todo hace prever cuál será el final.
El miró con sus ojos ciegos hacia el lugar desde donde salía mi voz, y dijo sin énfasis:
–¿Sabe usted cuál es la frase más inteligente que jamás dijo Stalin? Dijo: “Bueno, pero al final siempre gana la muerte”.
–Sí, es cierto, pero no es igual mi muerte que la de otro.
El maestro no agregó por el momento otra cosa; alguien de los que estaban en el agasajo lo interrumpió con algún comentario baladí.
Luego dijo:
–Pero usted cree en un final distinto: digo, del cuento.
Dije que sí, que me parecía que sí.
–Entonces escríbalo usted –dijo.
La reunión se deshizo porque Borges debía regresar en el avión de esa noche.
Tiempo después le escribí una carta con el final del cuento, según mi ocurrencia; allí decía: “Perdóneme la irreverencia de este colofón a su mejor cuento, aunque ya ni siquiera le pertenece del todo porque, pienso, es parte de su destino inevitable: ser alterado de una manera o de otra, a través de versiones sucesivas donde cada cual agrega, quita o transforma, para hacerlo un poco suyo”.
Nunca el maestro me contestó.
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