VERANO12

La verdad filmada

 Por Gabriel D. Lerman

2 Papá vivía en casa y desde la muerte de mamá, en 1980, no volvió a salir de la habitación del fondo salvo una vez, la última. Ese año me convertí en un trabajador de tiempo completo. El se negaba a realizar las tareas de la casa y me las explicaba detalladamente para que las hiciera yo. Tenía nueve años cuando me inicié en la servidumbre. Se instaló en la última habitación, que hasta entonces era mía, y desde allí condujo el reino. El hecho no me pareció anormal hasta que empecé a observar algunos contrastes. Los chicos de la cuadra tenían padres y madres, y por lo general unos grados más de simpatía con la vida. En otras familias ocurrían cosas. En la mía, en cambio, todo se hacía para que nada nos inquietase. Quizá sea injusto con él, ahora que simplemente no está. De todos modos, cuando pienso en mi vida trato de aceptarla como fue y no juzgarla. Yo soy ese pibe que a los nueve años cocinaba para su padre, limpiaba para su padre y cantaba para su padre. El se movía en la cama, ampuloso, exagerado, y decía: “Música, Nicolás, música”. Y yo le acercaba la batea de discos para que seleccionara uno entre decenas de cartones renegridos y dispusiera el tema. “La donna è movile”, por ejemplo. Todavía me recuerdo, cantando a viva voz, en la habitación del fondo.

Pese a las reglas del juego, los caprichos de mi padre me ofrecieron una formación cultural. Lo curioso era leerle el diario, una novela, ya que entonces él tenía setenta y un años y podía hacerlo sin ayuda. Disimulaba su comodidad con la excusa de educarme. Las actividades que disponía en ese pequeño universo del fondo eran en nombre de objetivos altos. Mi formación, mi aprendizaje, mi placer, pero nunca su deseo. En ese cuadro, él era Dios y yo la Humanidad. Cada designio debía respetarse y cumplirse al pie de la letra. Su cama era el Cielo, y el resto de la casa y el mundo exterior la Tierra.

De mamá no se habló más. Nunca comentó su muerte. Cuando entendí lo que es el cáncer y el deterioro fulminante que produjo en ella, él ya había enmudecido. Hubo un momento en que papá se llamó a silencio y abandonó toda explicación. Existían fechas, fragmentos, pero el sentido por el que habían ocurrido las cosas resultaba indescifrable.

Hubo dos etapas. La primera se inició con la muerte de mi madre y el encierro voluntario de mi padre, y concluyó con el ingreso de él al mutismo. La otra duró desde entonces hasta su muerte. En el medio, como si las cosas obedecieran a un efecto natural, yo crecía.

En los años de la servidumbre me consolaba el recuerdo de una época mejor: el tiempo con mi madre era una suerte de paraíso perdido. Y siempre añoré la tarde en que me llevó al cine. Ese día se vistió con una pollera corta marrón y una campera verde de mangas y cuello de piel gris. Tenía un rodete grande que le tomaba casi todo el pelo castaño, y la palidez de su cara contrastaba con los labios carmesí y los párpados plateados. Esbelta, en apariencia inocente, esa tarde cometió su mayor desliz. En un cine de Lavalle proyectaban Los Diez Mandamientos, con Charlton Heston y Yul Brynner. Cuando salí de aquella sala me pareció haber vivido una vida entera. No comprendía que pudieran pasar tantas cosas dentro de un teatro con una tela blanca en el frente. Como si cada diálogo y cada escenario fueran paisajes y situaciones suspendidas en un tiempo real y prolongado, como si la vida de los personajes continuara en una duración propia, ajena a la película.

Y dijo Dios: sea la luz y fue la luz, dice una voz al principio. Y de esta luz Dios creó vida en la tierra. Y dio dominio al hombre sobre todas las cosas. Y el don de elegir entre el Bien y el Mal. Pero el hombre hizo su voluntad porque no vio la luz de la Ley de Dios. El hombre dominó al hombre. El conquistado fue esclavo del conquistador. El débil fue esclavo del fuerte. Y la libertad desapareció de la tierra.

Desde ese día comencé a leer, en secreto, el Antiguo Testamento. Como no podía ver nuevamente el film, mi madre sugirió que buscara la Biblia. De allí su inocencia. No era judía, tampoco mi padre. Ni siquiera sabía que ese relato era una leyenda israelita. Por su parte, él nunca vio la pequeña Biblia de papel arroz y tapas de cuerina que conseguí en una plaza del barrio.

La noche en que nace Moisés, los astrólogos egipcios ven una mala estrella. Les anuncia la llegada del Libertador de los esclavos. El Faraón, temeroso, ordena la muerte de todo primogénito judío. Yochabel, madre del recién nacido que aún no lleva nombre, lo guarda en una cesta, la arroja al Nilo y suplica: Dios de Abraham, toma mi hijo en tus manos para que te sirva. Quien descubre la cesta es la hija del Faraón, princesa de Egipto. Agradece el regalo al Dios del Nilo. Tu nombre vivirá cuando las pirámides sean polvo. Y porque te saqué de las aguas te llamarás Moisés. ¡Moisés! ¡Moisés!, exclama la princesa, mientras levanta al pequeño y la música hace vibrar a los espectadores.

A partir de un año comenzaron a pasar Los Diez Mandamientos por televisión. Los sábados de Semana Santa la miraba inmóvil, fascinado. Quienes vean esta película peregrinarán por las mismas tierras que Moisés anduvo hace tres mil años, dice la voz del comienzo.

De mi madre no hubo más información que ésa. Quisiera creer que llevarme al cine aquella tarde fue premeditado. Quisiera pensar que las cosas funcionaron así: mi madre tenía algo para decirme y se fue haciéndolo, a la medida de su miedo, sin palabras. Que me cautivara Los Diez Mandamientos tuvo diferentes razones –las veces que la vi, cada situación distinta a otra–, pero un solo origen: el mensaje de ella.

Mi padre, en cambio, eligió primero el encierro y después el silencio. Podría decir que primero su dominio y mi sumisión, y luego su desprecio y mi abandono. Cuando dejó de hablar tenía setenta y cuatro años, y yo doce. No corrigió sus hábitos, desarrollados apenas entre la habitación del fondo y el baño. Su vida ocurría en veinte metros cuadrados. A veces pedía un saco, una corbata; se vestía, acomodaba el poco pelo seco y sin vida que conservaba, y emprendía la ruta hacia el baño. No se duchaba. Abría las canillas con ademanes exagerados y se arrojaba agua en las axilas. Utilizaba cualquier jabón. Por ejemplo, esos celestes y pegajosos, para la ropa, que se consumían espesamente. Su cuerpo fláccido, arrugado, no experimentaba el menor sobresalto. Permanecía en la cama abandonado a su interioridad, en una demora que había empezado con la muerte de mamá. Como si ese hecho sobreviviera oculto y blindado, como si ya no le importara otra cosa. Desde entonces, mi padre fue una sombra quieta.

El fin de sus órdenes me dejó huérfano. Ya no fue vivir para servirlo. La comida, la toalla y el jabón, ropa limpia de vez en cuando, menesteres que yo cumplía, sin más, en silencio. No había palabras ni pedidos. Sólo la sucesión de una coreografía simple y automática.

La etapa del silencio tuvo su importancia. Fue entonces cuando me nació la pregunta sobre quién era el responsable de mis palabras; de dónde, de qué parte de mi cuerpo y por qué aparecían palabras y pensamientos. Si el mundo hasta allí había sido primero una mujer laboriosa, interesada en mí, y después un señor viejo que desde su cama me pedía que le cantara óperas o leyera libros –y ahora ella se había ido y él no hablaba–, quién era yo. Qué debía hacer en esa casa.

Al principio insistí con los viejos deberes. Escogía un disco, lo colocaba a un volumen fuerte creyendo que estaba sordo y le cantaba. El dirigía sus ojos hacia mí, pero no me miraba. Un día, al volver del colegio, encontré el tocadiscos destruido por la mitad junto a su cama. Desde el baño salía una irrespirable nube de olor a plástico o goma quemada. Había hecho una hoguera con los discos. Recuerdo que me llevó un mes quitar el ungüento negro adherido a los azulejos y el mosaico. No sentí ganas de maltratarlo. En verdad me llenó de miedo. Había sido el primer desplante a una relación que sólo él hizo y deshizo. Tardé en acercarme a la habitación del fondo hasta que pensé en su comida. Entonces se reacomodó el lazo, reducido, exiguo. Sólo darle de comer, alguna ropa limpia de vez en cuando.

Después de todo creo que me las arreglé bastante bien. El colegio no me atraía, jugaba al fútbol casi todas las tardes y veía televisión al menos tres horas por día. Sin embargo, en algún momento de la noche –a veces en seguida después de comer o al terminar la programación de TV–, caía desesperado en un ensimismamiento general. Me abstraía, daba vueltas alrededor de la mesa del comedor y por ahí tomaba un libro al azar y leía un capítulo del medio. La idea, la obsesión de esos momentos era hallar el porqué, la frase mágica que lo simplificara todo.

En el comedor de la casa había enciclopedias ilustradas sobre la Segunda Guerra Mundial, la mafia en Estados Unidos, recetas de cocina y mitología griega. También un atlas de la Argentina. Poco tenían que ver conmigo y sin embargo hurgaba en esas páginas con voracidad. Aunque supe de Dillinger, del mariscal Pétain y la distancia entre Ushuaia y La Quiaca, no comprendí qué hacía yo en ese silencio.

Había algunos datos: mi padre había sido empleado de un banco hasta su jubilación, poco antes de la muerte de mi madre. De allí provenía el dinero que él administraba durante el período de la dominación y que luego utilicé solo durante el período sin voces. En lo que respecta a mi madre, no recuerdo que trabajara más que en casa. Familiares no había, amigos de ellos tampoco.

Un día compré una videocasetera. Aunque luego de los quince el Antiguo Testamento quedó en un cajón –mucho después me costó encontrarlo–, la primera película que alquilé fue Los Diez Mandamientos. La tuve quince días seguidos. Mi desesperación se volcó de las enciclopedias al video.

El verano de mis quince años fue decisivo. Los padres de un amigo, Hernán Di Nápoli, me invitaron con frecuencia a su casa del country. Siempre me pareció que eran piadosos, que me protegían por lástima. La ideología de los Di Nápoli era una mezcla de cristianismo con telenovela de las cuatro de la tarde. O la verdad les inspiraba un sentimentalismo espeso o cuidarme a mí era la puesta en práctica de tantas oraciones religiosas oídas –en nombre de la caridad y el sacrificio– que normalmente se daban de patadas con el fin de semana en el country y la pileta de natación. Sin embargo, no podía sentirme desagradecido. Los días en esa quinta habían sido de descanso y disfrute. Lo importante, de todos modos, no ocurrió en el country sino en su casa de Buenos Aires.

Hernán siempre fue una persona excepcional. Aunque lo conocía desde que éramos chicos, recién nos hicimos amigos en segundo año. Fue el primero de los compañeros que tuvo una PC y durante esos días no hacíamos otra cosa que jugar con el chiche nuevo. Ahora recuerdo que los Di Nápoli siempre fueron los primeros –a veces los únicos– en adquirir cada aparato nuevo. La TV color, el Attari, el freezer, el microondas, y por supuesto, mucho antes, la filmadora de súper ocho.

Los hermanos de Hernán eran Julián y Claudia; él, mayor y ella, menor. Julián Di Nápoli era un tipo grandote, de gimnasio, muy torpe. Después de cada frase expulsaba una carcajada corta, como un espasmo. Incluso ahora, pobre de él. En ese momento vivía tocando a la hermana. Con sólo tomarla del brazo la desplegaba como en un rockandroll. La pellizcaba, la abrazaba por detrás, y ella hacía mohines entre quejosos y plácidos. Eran, cómo se dice, un número aparte. Una noche en el country, después de cenar, hablé con Claudia. Me confesó que lo odiaba. Los padres no la dejaban salir si no era acompañada por él, y cuando esto sucedía él se encargaba de que nadie se le acercara. Lo cierto era que Julián la manoseaba de un modo exagerado. Aunque ni los padres ni Hernán expresaban algo –todos lo sabían y era notorio–, Claudia se sentía ofendida.

Julián era el más extraño conmigo. Los padres profesaban su fe imperturbable y mantenían hacia mí una cortesía surgida de la caridad. Julián, en cambio, era distante. Por momentos, cuando las conversaciones de la mesa giraban hacia mí, tenía la rara costumbre de hablar mal de la vejez. Yo lo interpretaba como algo derivado de su obsesión por el gimnasio y la fortaleza física. Incluso era posible que así fuera, ya que jugando al fútbol siempre se empecinaba en hacer una gambeta de más, una demostración extra de habilidad y fuerza.

Un sábado que llovía, los hermanos Di Nápoli decidieron no ir al country y quedarse en Buenos Aires. Estábamos escuchando música, hablando de nada específico, cuando Julián dijo:

–Nicolás, tenés que ver unas películas nuestras filmadas en súper ocho. Estamos todos.

–No seas estúpido –intervino Claudia.

–Son dos rollos.

–Y bueno, dale.

Hubo un largo silencio.

–Dale, qué esperan –dije–. Traigan el proyector.

Resignado, Hernán instaló el aparato.

Los centímetros iniciales eran imperfecciones de rayas y números. Luego, en un plano que se movía permanentemente, como si el camarógrafo caminara, se veía la cuadra de casa, la esquina del kiosco y un grupo de chicos jugando al fútbol. La cámara estaba cerca de uno de los arcos, improvisado con dos buzos de algodón y adoquines. El arquero era un chico morocho, flaquito, con una remera blanca y un pantalón de gimnasia azul. No tendría más de siete años.

–Ese sos vos, Nicolás.

Lo primero que pensé fue que entonces mamá aún estaba viva. Unos segundos después apareció en la esquina una señora, vestida con colores estridentes. Llevaba ruleros y una capelina rosa que los cubría. Se me acercaba con pasos rápidos y me envolvía en un abrazo exagerado, casi animal. Me daba besos sin diferenciar mi boca de mis mejillas, de mi frente, y después me soltaba. Era ella. El partido se había interrumpido y los chicos, asombrados, observaban la escena. La filmación continuaba en la casa de los Di Nápoli, exactamente donde ahora estábamos, pero más de diez años antes. Duraba quince minutos.

Los hermanos disimularon la incomodidad haciendo bromas sobre algún chico de la película, sobre el cambio en la fisonomía del barrio. Según habían dicho, sólo quedaba un rollo. Claudia propuso ir a comprar pizza. Hernán aceptó y apagó el proyector. Se lo veía contrariado, percibí que algo lo disgustaba. El hermano había dado un paso que evidentemente él temía dar. Fue a la cocina, abrió una alacena y tomó dos envases de cerveza. Cuando se los alcanzó a Julián, éste vaciló y se le cayeron.

–Qué hacés, estúpido.

Julián expulsó una de sus carcajadas.

–Uy, hay que barrer.

Bajamos a la calle los cuatro. La noche estaba húmeda y los vidrios de los automóviles empañados. En la esquina del kiosco, que tenía una persiana de chapa blanca, estaba Urrutia con sus amigos, también compañeros pero de la escuela primaria. Gritaban, se reían y se empujaban, algunos sentados en el umbral y otros en la vereda. Hacía años que no me relacionaba con ellos.

–Están fumados –dijo Hernán.

–Habría que matarlos, vagos de mierda –dijo Julián.

Cada tanto, camino a la pizzería, alguno de los hermanos me observaba. De pronto Hernán dijo:

–Las dos películas son interesantes.

En un momento oí que Claudia y Julián discutían. Después se callaron.

Regresamos a la hora y los tipos de la esquina ya no estaban. Al pie de la persiana había unas botellas vacías. Hernán abrió la reja de la calle, subimos la escalerita, y después abrió la puerta. Entró primero, con las cajas de pizza en una mano.

–Nos afanaron –gritó desde el living.

El comedor estaba desmantelado. Aunque parecía arrasado por un vendaval, sólo faltaban el proyector y los dos rollos.

–Fueron esos hijos de puta. Ahora van a ver.

Julián corrió a los saltos, entre el desarreglo de muebles y vidrios. Fue hasta una habitación del piso de arriba. Cuando volvió tenía en la mano una Browning calibre cuarenta y cinco.

–Llamemos a la policía –gritó Claudia.

–Los quemo, los quemo.

Julián abrió la puerta y atravesó enloquecido el jardincito de la entrada. Hernán lo siguió.

–Quédense acá. No llamen a nadie.

Ningún vecino se había asomado. Miré por la ventana y la cuadra permanecía en silencio y oscura. Sólo una luz de mercurio, en la otra esquina, resplandecía en el empedrado. De pronto oí el chillido de dos gatos apareándose. Uno de los ruidos fue interminable, agudo y desafinado.

El cuerpo me temblaba. Busqué a Claudia. Estaba en la cocina, de espaldas a la mesada.

–Es tu culpa, Nicolás.

–Se puede saber qué les pasa.

No me contestó. Al cabo de una hora volvieron los hermanos.

–Encontramos a Urrutia. Lo bajé.

–No lo pude frenar, está loco.

–Qué par de idiotas –dijo Claudia.

–Bueno, no sé qué van a hacer ustedes. Me parece que hay que llamar a la policía. O... no sé, mejor me voy y me avisan cuando graben para la tele el juicio oral –dije yo.

Durante un momento volvió el silencio. Luego, Hernán me miró.

–No quisimos joderte.

–Pero qué te pasa. Julián acaba de matar a Urrutia y te preocupás por mí.

De pronto se oyó un sonido metálico en la calle. El traqueteo de una máquina y voces de niños mezcladas con motores de automóviles. Hernán se asomó al ventanal. La expresión de la cara se le desdibujó.

–Miren eso.

En la esquina, sobre la persiana de chapa blanca, se reflejaba la imagen del proyector de súper ocho. Los amigos de Urrutia habían vuelto, eran seis o siete. La película mostraba un juego de escondidas de todos nosotros, bajo un sol intenso. Eramos más pequeños aún que en el rollo anterior. Me reconocí recién al final.

En la esquina se dieron cuenta de que mirábamos.

–A ver cómo salimos de esta –dijo Julián.

–Callate, querés.

Claudia me observó como esperando una reacción.

En un momento del juego se producía un entredicho. Si había llegado yo primero o el que contaba a decir piedra libre. El que contaba era Urrutia. Yo defendía, intransigente, mi posición. La mayoría decía lo contrario. Vos no podés jugar, decía Urrutia, la voz finita, que no tenía más de seis años. Vos no sos hijo de tu mamá y tu papá. Te trajeron en una bolsa y te dejaron en el piso. Esos dos viejos te agarraron porque siempre están solos. Andate, nene, salí de mi vista, no me junto con abortos de la naturaleza.

Los hermanos se volvieron hacia mí. Incluso los de la esquina miraron hacia el ventanal. Me sentí liviano, vacío por dentro. Como un cuerpo sin alma. No pude llorar, no fue exactamente dolor lo que sentí. Desolación primero y después apariciones intermitentes de imágenes. Lo recordé todo: mi desconsuelo, mamá que me decía que no les creyera, que eran cosas de chicos, que no me preocupase. Y superpuesta, en un aparente sinsentido, la cesta en que Yochabel arroja a Moisés al río Nilo y la princesa que la encuentra y la rebelión de los esclavos judíos.

La tarde en que mamá me llevó al cine fue esa misma semana. No pude pensar ambos hechos por separado. Ella me había dicho que no les creyera, pero me llevó al cine.

Al instante se oyó un portazo. Alguien, de paso chueco, se acercaba desde la otra cuadra. Lo alcancé a ver cuando llegó a la esquina donde estaba el proyector. Era mi padre. No lo veía en la calle desde mi infancia. Estaba pálido, tenía la piel agrietada y el rostro huesudo. Enfurecido, los dientes apretados, se abalanzó hacia el proyector. Destruyó cada pieza con desesperación. Hacía ruidos breves, guturales. No había realizado semejante ejercicio en años. De pronto se le quebraron las rodillas y se desplomó. Fui hasta la puerta y atravesé la reja corriendo. Cuando llegué hasta él, su cuerpo despedía resoplos. Había muerto tenso y los músculos se le fueron endureciendo. Tenía setenta y ocho años.

Nunca quise volver a mirar Los Diez Mandamientos.

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Imagen: Damián Benetucci
 

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