Viernes, 12 de enero de 2007 | Hoy
20 años en el espejo:
Los reportajes de Página/12 que testimonian dos décadas de la cultura, la sociedad y la política argentinas.
Por Martín Caparrós
no no puede caerle bien a todo el mundo. Aunque uno quisiera, uno no puede caerle bien a todo el mundo. Es probable que a este señor que me está entrevistando no le caiga muy simpática, pero emplearé todos mis artilugios para conquistarlo, dirá, más tarde, cuando las luces caigan.
Pero, ahora, ella menea sus joyas a una cadencia de veinticuatro cuadros por segundo, y se acaricia con una mano el pelo siempre más rubio, siempre más. Ella derrama sonrisas de orticón sin tiempo, desde hace tanto tiempo, y habla como si las palabras fuesen un azar impenetrable. A su alrededor, en el estudio, hay flores de antiguas primaveras, columnas doricojónicas del yeso más bruñido, retratos al óleo de ella misma justo antes de recibirse de marquesa y una maquilladora que la sigue a todas partes para enfrentarla al espejito plateado que ha aprendido hace mucho las respuestas.
La señora Legrand nació en 1927 y en Villa Cañás, por algún tiempo, la llamaron María Rosa Martínez Suárez. Después, en junio de 1941, cambió su nombre para ser una actriz de celuloide. Su primera película, hace 50 años, se llamó Los martes, orquídeas, y fue, por supuesto, un éxito sin tacha.
Ahora, la señora lee al aire el mensaje del hijo del chofer que, la noche de aquel estreno, la llevó a su casa. El chofer vive en Madrid y está por cumplir 107 años. La señora le manda un recuerdo, y resuenan en el estudio los aplausos. Cuando terminan, otros más estruendosos irrumpen con estrépito.
–Che, mandan aplausos falsos –dice la señora–. Pero no, chicos. Alcanza con los de verdad.
“Fue el debut de Mirtha Legrand, con quien hizo su triunfal llegada a nuestro cine –escribía Domingo Di Núbila– la ingenua, la adolescente virginal, frágil y hermosa, viva imagen de la eterna ilusión del primer amor.” Ahora, que ha cambiado su papel, su papel quizá no haya cambiado mucho. Si alguna vez fue la rubia naïve que hacía de la pureza una velada condición del erotismo, ahora pone el mismo empeño en simular que no dice lo que dice, que no calienta los ánimos que con sus preguntas a veces exacerba.
–No, no, no. Cuando yo hacía de ingenua era auténticamente una ingenua. Ahora ya no lo soy. Soy una mujer madura, más realista, que ha vivido, que piensa que la gente no es tan buena como suponía entonces.
–Pero hace sus preguntas como quien habla de otra cosa.
–Las hago en un tono amistoso, cómo decirlo, casi angelical. “Dígame ministro, ¿en tal época usted no pertenecía a otro partido?”, así, sonriendo. En lugar de ser agresiva, hago la pregunta como la haría cualquier señora de la calle, cualquier señora de su casa.
Como si sus preguntas, digo, fueran testimoniales: las ha hecho, y eso es lo que importa. Aunque suelan quedarse, por amabilidad y meñique rizado, sin respuesta.
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