Viernes, 12 de enero de 2007 | Hoy
VERANO12 › MEDIO SIGLO DESPUES DE “LOS MARTES, ORQUIDEAS”
En el estudio hay un olor dulzón a alfombra recién pegada que se mezcla con el calor espeso de los focos. Hace cuarenta grados, y todos disimulan los sudores. Alguien del equipo dice que si pusieran el aire acondicionado saltaría toda la instalación, pero los cameramen van de pantalón gris y saco azul, corbata al tono, como si estuvieran por entrar a un club inglés, a buscar trabajo de ordenanzas, faltaba más. Entre el público, Roberto Giordano mira maravillado y proclama que así es la empresa privada.
–Así es la empresa privada, te cuida, te acompaña. No como el Estado, que te deja en banda.
En el set hay cortinados gruesos como el olvido, y estatuas falsas que serán clásicos en cuanto se despejen los humos de la bomba. En una barra, dos martinfierros descansan sus guitarras entre una banderita argentina muy oronda con su sol de guerra y una virgencita de Luján de fino plástico a colores. La señora lleva un vestido muy negro de volados, y lee uno por uno los cartelitos de las flores para que nadie se quede sin su agradecimiento. La lista es algo así como una versión televisiva de la sección sociales de La Nación, el Gotha del cholulismo posproceso. Pero la señora ha cambiado, lo dice todo el mundo.
–Anoche, en el Colón, tuvimos que esperar un rato largo en las escalinatas, afuera. Había personalidades importantes –yo me excluyo, por supuesto– y nos hicieron sentir como ganado. Pero llegó el embajador Todman acompañado de unos señores grandotes y entró inmediatamente –dice la señora, justo antes de dar la clásica vueltita.
Entonces suenan los silbidos de rigor, y se arma el ritual. Su ritual. El ritual es un concentrado: por la reproducción de un gesto más o menos simple, se alude con mucha economía a una sucesión de pasados que ese gesto revive, a una tradición. La señora Legrand ritualiza una comida de señora bien, como si la Argentina fuera ese país, esa tradición, esa sucesión: un pasado que nunca existió para casi nadie, salvo en el futuro, en el deseo, en alguna película de teléfonos blancos.
–Yo no sé por qué no pude trabajar en la democracia, hasta ahora. A lo mejor no les caía bien. Durante años se ha pensado que yo era representante de cierta burguesía, de cierto nivel social, cosa que es ridícula porque yo soy nacida en Villa Cañás y mi madre era maestra, y pertenezco más bien a la clase media, pero también es cierto que uno sin darse cuenta se hace su entorno...
–Bueno, usted suele decir que tiene un lema...
–Lo lindo vende, lo feo no. Sí, ése es mi lema.
Ahora, en el programa de Mirtha Legrand, todos los días se anuncia que un centenar de chicos de alguna escuela suburbana comen a su costa. Porque la señora ha cambiado, lo dice todo el mundo.
–Yo he cambiado. Observo más, tengo más libertad para decir lo que siento y lo que pienso: estoy más allá del bien y del mal. Yo he trabajado con todos los gobiernos, pero ahora me siento como segura para decir cosas que antes no me animaba a decir, ahora ya no tengo miedo.
–¿Por qué más allá del bien y del mal?
–Porque a cierta altura de la vida, uno puede permitirse ciertos lujos.
En un corte, un fotógrafo la enfoca entre la nube de asistentes y maquilladoras. La señora se alarma:
–Nene, ¡no me saqués que estoy con la panza afuera!
Después llega el vicepresidente Eduardo Duhalde.
–Vicepresidente, está más flaco. ¿No lo picó una avispa a usted, no?
Con la sonrisa casi angelical, los ojos muy celestes.
–¿Y de qué tenía miedo?
–Tenía miedo de comprometer al canal, de que levantaran el programa, de que me censuraran o me echaran. Hoy ya no, porque si sucediera algo de todo eso, la ciudadanía reaccionaría.
–Y cuando tenía miedo, ¿a qué se sentía obligada?
–A no hablar mal del gobierno, a elogiar al político de turno, a no decir irregularidades. En la época del Proceso había censura, listas negras. Yo ponía en mis listas de invitados a fulano o mengano y les ponían un sellito al lado que decía no recomendable.
–¿Quién por ejemplo?
–Fulano o mengano. Pero gracias a mí, a mi terquedad, mucha gente volvió a salir en televisión.
Dice, con la sonrisa menos angelical, los ojos muy celestes.
Las palabras sin tribu
Sobre la mesa cubierta por la alfombra roja, los cubiertos refulgen, y los vidrios. Las manos se mueven con un versallismo de ocasión, y los comensales mastican tratando de mantener la boca bien cerrada y decir, al mismo tiempo, algo que el porvenir pueda grabar en bronce por un par de horas. Las mandíbulas se agitan pudorosas, como quien mascara el olor de su silencio.
–¿Cómo es posible que se haga algo así? Estamos a merced de la delincuencia.
–Yo coincido plenamente con la señora Legrand.
–¿No querría un poquito más de vino, ministro?
La señora pregunta con esa sonrisa de cejas arqueadas, con esa voz que por momentos se escapa hacia el agudo, y con muchos datos, mucha información de diarios y revistas.
–Yo creo en el poder de la televisión, cuando está bien empleado, cuando se la hace con honestidad.
–¿Cuánto le interesa la política?
–Muchísimo. A mí me encantaría hacer una carrera política. ¿Y sabe lo que haría? Antes que nada, no le mentiría a la gente. Haría como Churchill.
–¿En qué sector del espectro político se situaría?
–En el centro. ¿Le gusta el centro? Ni izquierda ni derecha: el centro. Una cosa más contemporizadora, tratar de hacer bien, ayudar, no perseguir a nadie. Me gusta el liberalismo.
–¿Los va a volver a votar en las próximas elecciones?
–Yo nunca he dicho que los voté.
–...
–No sé, porque todo el mundo me dice que pierdo mi voto. Pero a mí me gusta ser fiel a mis ideales y a lo que pienso. Me gusta el liberalismo.
Lina y Luisa sirven la mesa con delantales de puntillas y dedos enguantados, comme il faut y, comme il faut, son morochitas. En la mesa, alguien sorbe con delicadeza el vino blanco y habla del triunfo de Horacio Usandizaga, y la señora recuerda una contrariedad y dice que quiere felicitar al doctor Usandizaga, que no quiere venir y que lo invita en público, a ver si viene.
–Venga, Vasco, que si viene va a seguir ganando.
–Pero usted habla muy mal de los políticos.
–No de todos, no de todos. Pero es cierto que todos buscan los votos, buscan mejorar su situación, buscan prerrogativas, y no le dicen la verdad a la gente. ¿Sabe cuál es el error de los políticos? Que no se mezclan con la gente. Hay algo que yo no entiendo. No puede ser estas alianzas entre la izquierda y la derecha. Si no se juntan en el mundo, ¿por qué se van a juntar en la Argentina? Yo he visto alianzas hasta entre el radicalismo y el peronismo. Va a llegar un día en que se van a juntar el conservadurismo y el marxismo, aunque el marxismo ya no exista... Son alianzas que están hechas nada más que para ganar votos, es un engaño al público. Como la gente que votó la fórmula Menem-Duhalde y resulta que ahora se quedan sin Duhalde: está mal, es incorrecto. Yo creo que el Presidente está muy bien intencionado, pero no sé si está muy bien rodeado.
–Sin embargo, el día en que lanzó su programa en Canal 9, usted invitó a la mitad de los que lo rodean.
–Bueno, no, pero yo busco el rating, la audiencia. ¿O usted se cree que yo soy Juana de Arco?
La señora, últimamente, como Mariano Grondona, como alguno más, trabaja la democracia como neutralización. Con distintos formatos, ambos han descubierto, quizá sin descubrirlo, una de las grandes posibilidades del discurso de la democracia: han inventado una categoría consistente en la falta de categorización: todo es igual, nada es mejor –dentro de la democracia–. Así, Biondini debe dialogar con Solanas, Annemarie Heinrich tiene razón pero su inquisidor también tiene la suya, el derecho universal a la palabra se confunde con la equivalencia de todas las palabras, y nada significa casi nada: como si una forma perversa de la tolerancia anulara el sentido y el valor de los discursos. Y todo eso mezclado con una idea más pudorosa, más astuta del espectáculo.
En el cielo las estrellas
Los invitados han dado cuenta de su menú doña Petrona, siempre criollo en porcelana trabajada, y ahora van a pasar al living, a tomar un cafecito y desplegar sus habilidades más notorias.
Una vez más, la señora y Estela Raval confunden sus rubicundias en un besito de mejillas sin labios. La señora le pide a la cantante que cante, y ella hace mohínes, se excusa y, tras seria resistencia, se resigna. Casi de inmediato, el playback de “Venecia sin ti” envuelve la mímica de la cantante en un aire de falsías inocentes. La señora, después, la envidia, la felicita y lee últimos mensajes. La señora sólo se equivoca cuando resulta necesario:
–Yo me admiré siempre tanto...
Lee, y después la corrigen: “Yo que admiré siempre tanto...”.
La señora es una estrella, dice que es una estrella.
–Yo creo que me ven como una estrella, sí, ésa es la palabra: como una estrella del espectáculo, con muchos años de trabajo... Yo me siento querida, muy querida. Todo eso me gratifica. Mire, cuando yo viajo, y nadie me mira... Yo por ejemplo voy a una tienda en Estados Unidos, donde no me conocen, obviamente. Entonces yo siempre tengo ganas de decirle: “Ay, señorita, si usted supiera... Usted me trata así, pero yo en mi país soy tan conocida”.
La señora se ríe, con la risa de los que han alcanzado su destino... Ya lo escribía, entonces, Domingo Di Núbila: “Mirtha tiene el físico llamémosle clásico de la adolescente nimbada de pureza, más ese indefinible mesmerismo de la atracción humana, ese seductor misterio de la intimidad en la cual se cifra la fuerza suprema del estrellato”. Todo, entonces, estaba escrito desde el principio, con cursiva inglesa.
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