Martes, 29 de enero de 2008 | Hoy
Por Italo Svevo
Estando lejos de Joyce es imposible tener noticias suyas. El defiende su soledad, es decir, su trabajo, con una inercia absolutamente eficaz. Seguro estoy de haberlo molestado sólo cuando tuve que pedirle ayuda y cuando toqué el timbre de su puerta. Como buen inglés que no querría ser, hasta es capaz de enviar una tarjeta de fin de año, esfuerzo que sirve para perdonarle las enormes negligencias acumuladas en los 365 días pasados y las que se acumularán en los 365 sucesivos. Creí despertarlo enviándole una conferencia que preparé sobre él y anunciándole que luego comenzaría a estudiar Ulises. No resultó. No conseguí elogios ni críticas a la conferencia, ni tampoco me alentó en el estudio que pensaba emprender. No me sentó muy bien que digamos, hasta que recibí un consejo, ni esperado ni solicitado, que podía servir para la difusión de mi obra en Alemania.
Sin embargo, al llegar a París, me dirigí resueltamente al timbre del Square Robiac, decidido pero un poco tímido. Aunque mucho más joven que yo, obligado por las circunstancias, siempre me acerco a él con el respeto del más joven. Pero esta vez me sentía seguro, segurísimo, pues había mantenido mi promesa y me había ocupado de su gran poema, todos cuyos meandros y fisuras yo conocía. Sabía verlo por dentro. Conocía ya cada personaje y a todos los quería: Stephen, Bloom y Simon, el inglés de los sueños cinegéticos, y también al ciudadano furibundo, y, sobre todo, a la mujer de Bloom. Vivía su forma variada y compleja. Ya no me asombraba de que cada una de aquellas dieciocho horas encerrase un mundo en sí. Además, tenía que hacer preguntas. Quería sorprender al autor con un poco de malicia. Por ejemplo, en el famoso coloquio entre Bloom y Stephen, el elemento agua es estudiado en todas sus manifestaciones: mar, río, lago o estanque. Y los analiza como químico, como físico, como geógrafo. Ahora quería saber por qué el autor no lo había contemplado en la forma modesta, aunque importante, de lágrima humana. Todo lector un poco literato hace de una novela la suya propia. Y en ese momento Joyce tenía tantos lectores en todo el mundo y tantas comunicaciones sorprendentes, que era difícil –-aunque no imposible– sorprenderlo.
Pero la sorpresa me la llevé yo. Para Joyce, Ulises ha dejado de existir. Es consciente de haber hecho todo cuanto era posible por él y ahora éste debe arreglárselas solo en el mundo que se le ha abierto en toda su inmensidad. El autor podía recordarlo, pero sólo para eliminarlo en forma inmediata de su mente, dirigida ya hacia cosas muy diferentes.
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