Miércoles, 6 de febrero de 2008 | Hoy
Por Juan José Hernández
No hace mucho se cumplió otro aniversario de la muerte de Alejandra Pizarnik. Nacida en Buenos Aires, en un hogar de inmigrantes rusos de origen judío, su obra poética, intensa y breve, mantiene hasta el presente su vigencia a través de numerosas reediciones, antologías, traducciones y estudios críticos. Sus últimos poemas, de fuerte contenido autobiográfico, y su correspondencia testimonian el patético esfuerzo de la poeta por escapar a un destino signado por la locura y el suicidio.
En aquella ocasión (1997), una íntima amiga de Alejandra recordó, con cierta tristeza, que en el pasado mes de abril Alejandra Pizarnik hubiera cumplido sesenta años. Sólo desde la hondura de nuestro cariño y nuestro desconsuelo olvidamos que los muertos no tienen cumpleaños. Lo cierto es que, tratándose de Alejandra, resulta difícil imaginarla como una mujer adulta. Quienes la conocimos sabemos cuánto dramatismo y artificio había en su aspecto aniñado y negligée (falda tableada, suéter tejido y medias zoquetes) que ella se obstinaba en conservar aún después de la muerte súbita de su padre en Miramar. Ese episodio, a mi modo de ver, determinó la entrada forzosa de Alejandra al mundo de los mayores y, al mismo tiempo, la paulatina transformación de su paraíso infantil, poblado de muñecas, payasos, arcoiris y pájaros de colores en jardines con macizos de lilas florecidas. “Jardines del hospicio con estatuas, con flores obscenas”, dirá en uno de sus últimos poemas.
En general, la crítica tiende a prestigiar el aspecto nocturno y desolado de la poesía de Alejandra, sus símbolos mortuorios y fábulas esperpénticas. A muchos de sus lectores les cuesta admitir que ella fue una artista extremadamente lúcida, conocedora de las principales corrientes poéticas de nuestro tiempo; una poeta que corregía obsesivamente sus versos hasta lograr la síntesis de emoción y belleza que buscaba, y un espíritu crítico excepcional. Admiradora de la moderna poesía francesa, pero también de Rubén Darío, Octavio Paz, Enrique Molina y Olga Orozco, creía, como Jean Poulhan, que en el lenguaje está la clave de todos los problemas que nos preocupan, creencia nominalista o mágica que hizo crisis al final de su vida.
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