Miércoles, 27 de febrero de 2008 | Hoy
Por Samuel Beckett
Las leyes de la memoria están sujetas a otras más generales que rigen los hábitos. El hábito es un compromiso entre el individuo y su contorno, o entre el individuo y sus propias excentricidades orgánicas, la garantía de una inviolabilidad sin interés, el hilo conductor de su existencia. El hábito es el lastre que encadena el perro a su vómito. Respirar es hábito. La vida es hábito. O, más bien, la vida es una sucesión de hábitos, puesto que el individuo es una sucesión de individuos; al ser el mundo una proyección de la conciencia individual (una objetivación de su voluntad como diría Schopenhauer), el pacto debe ser continuamente renovado, la carta de salvoconducto puesta al día. La creación del mundo no ocurrió de una vez por todas sino que se renueva cada día. El hábito, por tanto, es el término genérico con el que se conocen los innumerables acuerdos concertados entre los innumerables sujetos por los que el individuo está constituido, y sus innumerables objetos correlativos. Los períodos de transición que separan las consecutivas adaptaciones (porque no hay forma de macabra transubstanciación que permita que los sudarios sirvan de pañales) representan las zonas peligrosas en la vida del individuo, arriesgadas, precarias, dolorosas, misteriosas y fértiles, en las que, por un momento, el aburrimiento de vivir es reemplazado por el sufrimiento de ser. (Llegados a este punto, lamentándolo y para satisfacción o disgusto de los seguidores de Gide, a medias o del todo, se me ocurre conceder un breve paréntesis a todos los analogistas que sean capaces de interpretar el “Vive peligrosamente”, ese victorioso hipo en el vacío, como el himno nacional del verdadero ego exiliado en el hábito. Los partidarios de Gide defienden un hábito de vivir, y le buscan un epíteto. Una frase sin sentido y bastarda. Dan por supuesta una jerarquía de hábitos, como si fuera válido hablar de buenos hábitos y malos hábitos. Un ajuste automático del organismo humano a las condiciones de su existencia tiene tan poca significación moral como el quitarse o no el sayo antes del cuarenta de mayo; y su exhortación a cultivar un hábito tiene tan poco sentido como el exhortar a que se cultive un catarro.) El sufrimiento de vivir: es decir, el libre juego de cada facultad. Porque la perniciosa dedicación al hábito paraliza nuestra atención, droga a esas criadas de la percepción cuya colaboración no es absolutamente esencial. El hábito es como Françoise, la inmortal cocinera de la casa de Proust, que sabe lo que tiene que ser hecho, y preferirá esclavizarse todo el día y toda la noche antes que tolerar cualquier actividad inútil en la cocina. Pero nuestro actual hábito de vivir es tan incapaz de hacer frente al misterio de un cielo extraño o de una habitación desconocida, a cualquier circunstancia imprevista en su currículum, como lo es Françoise de concebir o darse cuenta de todo el horror de una tortilla de Duval. Entonces es cuando las facultades atrofiadas vienen al rescate, y el valor máximo de nuestro ser es restaurado. Pero circunstancias menos drásticas pueden producir esa lucidez tensa y provisional en el sistema nervioso. El hábito puede no estar muerto (o como muerto, condenado a morir) sino dormido. Esta segunda experiencia más fugitiva puede estar o no exenta de dolor. No inaugura un período de transición. Pero la primera y la más importante de esas formas no se puede separar del sufrimiento ni de la ansiedad, el sufrimiento de los moribundos y la celosa ansiedad del desahuciado. El antiguo ego muere penosamente. Además de haber sido un ministro de la vulgaridad, era también un agente de seguridad. Cuando deja de cumplir esa segunda función, cuando se le opone un fenómeno que no puede reducirse a la condición de concepto familiar y cómodo, cuando, en una palabra, traiciona su confianza como pantalla para librar a sus víctimas del espectáculo de la realidad, desaparece, y la víctima, ahora una ex víctima, libre por un momento, es expuesta a la realidad, exposición que tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Desaparece entre el llanto y el crujir de dientes. El microcosmos mortal no puede perdonar la relativa inmortalidad del macrocosmos. El whisky guarda rencor al recipiente. El narrador no puede dormir en una habitación desconocida, estando acostumbrado a techos bajos el techo alto lo tortura. ¿Qué es lo que está ocurriendo? El viejo pacto ha quedado anticuado. No contenía cláusula alguna que tratara sobre techos altos. El hábito de la simpatía por los techos bajos es ineficaz, debe morir para que pueda nacer un hábito de simpatía por los techos altos. Entre esa muerte y ese nacimiento, la realidad, intolerable, febrilmente absorbida por su conciencia al límite extremo de su intensidad, por su conciencia total organizada para advertir el desastre, para crear el nuevo hábito que vaciará al misterio de su amenaza y también de su belleza. “Si el Hábito –escribe Proust– es una segunda naturaleza, nos deja en la ignorancia de la primera, y está libre de sus crueldades y de sus encantamientos.”
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