Martes, 26 de enero de 2010 | Hoy
Por Ignacio B. Anzoátegui
Introdujo tres plagas: el normalismo, los italianos y los gorriones.
1. El normalismo. –Hasta la época de Sarmiento nuestra cultura se dividía en la cultura de Chuquisaca y la cultura de Córdoba. La primera era mucho más decente que la segunda, porque era más humanista que española. La de Córdoba tenía olor a rata muerta, pero siquiera era cultura. Los enciclopedistas franceses entraron a América por la Universidad de Chuquisaca y los leyeron personas inteligentes. Recién empezaron a hacer mal cuando llegaron a Buenos Aires, donde Mariano Moreno y los de su clase quisieron explicarse el pensamiento nuevo sin salirse de este ambiente de tenderos. La Universidad de Córdoba les cerró sus puertas desde el principio, pero esto no supone nada en favor de ella, porque lo hizo de puro atrasada. La verdad es que en ese tiempo la Argentina era un país con hombres cultos, que tenían nociones de latín y les gustaba el trato con los clásicos. El latín y los clásicos les servían para darse tono y además les impedían caer en estupideces. Sarmiento mató la cultura para fundar la instrucción. Con esa fuerza brutal que tenía para todo, hizo de la Argentina un país como los Estados Unidos del Norte, instruido pero inculto. Su aspiración era que todos los habitantes supieran leer, aunque eso no les sirviera después más que para leer Crítica; que todos fueran alfabetos aunque resultaran todos analfabetos mentales. Para esto introdujo Sarmiento su plantel de maestros y los largó a la conquista del territorio: al poco tiempo la Argentina estaba perdida para la cultura. Los maestros argentinos tienen vicios fundamentales; mañas que traen de nacimiento y que sólo el tiempo podrá quitarles si la ira de Dios se junta con el tiempo. Creen en las máximas de las cajas de fósforos; tienen una idea perfectamente romántica de la moral y piensan que el mejor maestro es aquel que se sentimentaliza más a menudo con el espectáculo de la niñez de delantal blanco. Creen que conocen el alma del chico cuando comienzan a conocer sus sentimientos. La culpa de todo esto la tienen los maestros de nuestros maestros, que eran irremediablemente incapaces. El arte de enseñar a los chicos no consiste en achiquilinarse ni en rebajar la propia mentalidad. Dentro de los principios que dirigen la instrucción primaria entre nosotros, el maestro se idiotiza enseñando. El maestro es para el chico un ser distinto de los demás; en el mejor de los casos un ser misterioso que no se enferma nunca. Para encontrarse con la realidad, el chico tiene que salir a la calle, donde ve hombres que andan y que miran como su padre y como sus tíos, hombres que no se empeñan en falsificarse para que los chicos los entiendan. Pero el normalismo sigue y el espíritu de Sarmiento sopla sobre la plaga. El primer deber de las autoridades escolares es el de suprimir de los colegios los retratos de su fundador. Porque nosotros –gente romántica, con una superstición romántica invencible– creemos todavía en los retratos.
2. Los italianos. –Llegaron cuando teníamos fundada nuestra vida. Se dijo que gobernar es poblar y nuestros abuelos se lo tomaron en serio porque les gustaban los aforismos mandones; además era una justificación de la hombría, aunque ellos no necesitaban que nadie les justificara sus hijos. Sarmiento se trajo a los italianos porque él creía que entendían de trigo, y en lugar de irse al campo y fundar colonias se prendieron a las ciudades y fundaron quintas; en lugar de sembrar trigo sembraron verduras y mandaron al centro a sus hijos para que figuraran lo mismo que los hijos de los otros. Los italianos mezclaron las orillas con la ciudad; se arrimaron al compadraje y lo metieron adentro cuando menos lo pensábamos. Nos ayudaron a levantar las cosechas, pero las máquinas hacen lo mismo y no se cruzan con nuestra sangre. Ni siquiera nos trajeron su ciencia ni su arte, porque tuvimos que cruzar el mar y traerlas nosotros, aunque detrás de eso se vinieran las primas donnas y las cantantes que retardaron en veinte años nuestra salida del romanticismo. Benito Mussolini ha limpiado a Italia del garibaldismo, pero la inmigración italiana fue anterior a Benito Mussolini.
3. Los gorriones. –Son pájaros perfectamente radicales. Se reproducen, gritan y hasta yo creo que votan. Sarmiento los trajo para que limpiaran de bichos los sembrados, pero ellos se apoderaron de la administración del aire y en poco tiempo desalojaron de pájaros el país y devastaron los campos. A mí me enfurece esa unanimidad insolente que tienen sus reuniones y esa manera de resolverlo todo por aclamación. Sarmiento los importó con miras de utilidad y lo único que hizo fue poner millones de manchitas de barro en nuestro cielo.
Domingo Faustino Sarmiento nació en San Juan –la tierra de los Cantoni– en 1811. El mismo escribió su biografía, o por lo menos el ambiente de su biografía, en Recuerdos de Provincia. Nació pobre y fue muchas cosas, entre otras, masón, general y presidente de la República. Toda su vida tuvo un genio bárbaro, y cargaba ideas como quien carga bolsas. Le importaban poco las palabras y la emprendía a golpes contra el primero que se le pusiera adelante. Así consiguió llegar hasta donde llegó, porque a la gente le gusta la atropellada cuando es segura. Defendía sus asuntos como si fueran casos perdidos, con una firmeza de mono acorralado.
Era capaz de andar con el pantalón desprendido, de pura rabia.
Tenía grandes condiciones para la lucha. Era de pensamiento corpulento y macizo y derrotaba a sus enemigos a cabezazos. Desde chico tuvo que vivir peleando contra alguien; unos lo odiaban y otros lo querían, pero él peleaba con todos por el gusto de pelear. Sus amigos le tenían tanto miedo como sus enemigos. Muchas veces le fracasó su fuerza, porque su cabeza desequilibraba la realidad, sobre todo la realidad de la vida argentina, que era tan pobre y tan sin esperanzas. Con todo su genio, Sarmiento fue uno de los hombres que hizo mayores males al país. Era un maniático de la acción, y ejecutaba sus ideas como si fueran odios. No le interesaba la ley y mucho menos la medida de la ley; porque las leyes han sido hechas nada más que para los violadores de la norma resguardada por la ley. Tenía todas estas buenas condiciones pero le faltaba una: la de ser católico, porque sólo un católico tiene derecho a ser brutal con la vida.
Sarmiento no fue un escritor profesional. No tuvo el machismo carnavalesco de los que ahora quieren escribir en criollo sin animarse a otra cosa que a compadradas de salón, ni le dio tampoco por la literatura fácil que se usaba en la época. Mientras sus contemporáneos leían a Moratín y se entusiasmaban con Quintana, Sarmiento escribía malas palabras como podía hacerlo un clásico. No le tentaba la elegancia cajetillista ni la otra elegancia llorona. El pensaba “la puta que los parió” y escribía “la puta que los parió”, porque nunca en su vida dio rodeos para nada. Fue sólo un publicista: publicaba sus cosas, es decir, las cosas que eran suyas, que sentía y le dolían.
No perteneció a ninguna escuela de su tiempo. Ni la política ni la literatura consiguieron ganarle. La política era demasiado mañera para que le gustara y la literatura demasiado zonza para que le preocupara. El país marchaba por esos dos rieles: Sarmiento se empeñó en hacer galopar la locomotora y se vino abajo con todo.
La gente lo admira por eso. Yo lo admiro por los gritos que pegaba.
(Publicado por Editorial Tor, 1934)
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