Martes, 8 de febrero de 2011 | Hoy
Todavía, aunque ya sea algo tarde, se oye repetir que la novela puede ganarle al lector por puntos, pero el cuento debe dejarlo KO. Nunca me gustó este símil poco ingenioso; pienso que ni el gran cuentista que lo dejó escapar ni muchos de los hinchas que lo propagan se pararon nunca a considerar lo que esconde. En dos escritores que admiro y diferentes entre sí a más no poder, Macedonio Fernández y William Burroughs, encontré una idea más penetrante: la literatura debe aspirar a conmover integralmente la conciencia del lector. Parece claro que esa conmoción no debería parecerse en nada a la conmoción cerebral que causa un cascotazo en la cabeza. Si se habla de combate, y no hay poco de eso en la lectura, prefiero que el que entablan lector y autor sea mental, o, mejor todavía, que el éxito o el fracaso del autor se parezcan al del buen anfitrión. Aquí le ofrezco este lugar. ¿Le gustaría vivir en él una temporada? ¿Y qué le parece la idea de volver más adelante?
Un KO es cosa de mucha habilidad y bastante potencia. Pero un cuento puede no ser una pieza de habilidad. Desde mi punto de vista, un buen cuento es el que ofrece una sensación verdadera –o la actualiza–, y ofrecer una sensación requiere haber sentido, o tener la nostalgia de haber sentido o haber pensado un sentimiento. Estas cualidades no son exactamente técnicas; son del orden de lo sensual, quizá de lo sexual, y por qué no del idealismo poético, que es una forma del pensamiento. Las sensaciones verdaderas son poco comunes en un mundo lleno de mediaciones estridentes, tapizado de copias y fingimientos, roturado por un lenguaje tan ajeno a la vida que en vez de comunicar a la gente la separa. Pero si el lenguaje es el gran instrumento de sujeción y control también puede ser un tímpano de lo más sensible. Entre esas dos posibilidades se libran los combates literarios, y ahí sí el cuento debe actuar con cierta velocidad: de modo de eludir el ruido de los mensajes gerenciadores, supuestamente incitantes y manifiestamente insulsos, pero no ese “ruido” perturbador que son las palabras cuando andan a la busca de un significado que se nos hurta. Ahora bien, un desarrollo estético fatal pone periódicamente al cuento moderno ante una disyuntiva estrecha: o vuelve al romanticismo (es “una representación profética”, como pedía Novalis), o se exalta a sí mismo como dispositivo perfecto, “maquinita”, y por esa vía cae de nuevo en la superstición técnica y sucumbe a la preceptiva. Por mi parte, a veces he escrito cuentos casi por el capricho de rebatir esos modelos. La salida al falso dilema la entreví por ejemplo en Kafka, Buzzatti, Felisberto Hernández, Virgilio Pinera, John Cheever, James Ballard o, para ser más contemporáneo, M. John Harrison y la extraordinaria Kelly Link (cuya promoción encendida aprovecho para hacer en este espacio para todos los lectores de verano), el núcleo de cuyos cuentos suele ser algo que se ha captado con más de un sentido y por eso perdura, como esa música de un concierto que uno puede recomponer horas después, de vuelta en casa, a partir de unos fragmentos que se estamparon en la memoria. Cuentos que abjuran de la perfección, a veces conjuntos de escenas dispersas, como si hubieran soñado, sin conseguirla del todo, una forma todavía desconocida. A veces el camino hacia la sensación verdadera da un largo rodeo por lo fantástico. Otras veces el rodeo es realista. De hecho, el cuento le enseña a la vida que los rodeos no existen. Siempre existe un solo camino, y en general el pathos radica no en haber tomado el camino malo sino en haber tomado el único posible, pero sufrir la errónea sospecha de que podía haber otro. La médula de los cuentos que siempre quise emular, me parece, es una imagen en la cual tienden a confluir varios contenidos mentales, o entran en relación percepciones diversas. Si el cuento consigue reunirlas, el efecto en el lector es el de un despertar a la experiencia, algo que en el mundo siempre está a punto de perderse. Quizá por todo esto nunca escribí un cuento en base a una anécdota, propia o recogida, ni deformando o ampliando una anécdota, ni sometiéndola a inversiones, desplazamientos, condensaciones o transformaciones, como explica Freud que hacen los sueños para figurar un mensaje intolerable. No: lo que me gusta es idear nexos entre dos o más motivos cualesquiera que aparecen de repente en la cabeza y se niegan a abandonarla. No siempre el procedimiento me permitió entender por qué esos motivos estaban ahí, ni la imagen que obtuve uniendo varias fue reveladora, pero al menos me permitió llegar a la conclusión de que, muy a menudo, lo que narra un buen cuento es la historia del descubrimiento de un error. O sea, la historia de un despertar.
En el cuento que sigue, el que despierta es un panadero.
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