Sábado, 21 de enero de 2012 | Hoy
VERANO12 › HEBE UHART
Yo tuve dos muñecas Marilú, de la primera no tengo recuerdos pero me contaron que la dejé en el gallinero. Hubo comentarios sobre ese descuido pero no alcancé a ver el grado de reprobación porque reprobaban y a la vez se reían. Años después cuando me regalaron la segunda me propuse esmerarme para que nadie me criticara. Tenía cierta ilusión con peinarla pero tenía un pelo impenetrable al peine: estaba endurecido como por algún pegamento y parecía pegado a la cabeza de la muñeca con cola, no era un pelo de veras. El tono de rubio que tenía era color barba de choclo; peinarla, imposible. Era articulada y al principio probé el movimiento de las articulaciones, pero se quedaba donde cae queda, si quería que caminara todo el esfuerzo tenía que hacerlo yo empujándola. “Eso” no caminaría nunca. Pero me gustaba su vestidito, que era una blusa blanca con pintitas azules y la pollera al revés, azul claro con pintas blancas. Eso me entretenía, las enormes posibilidades de las pintas, admiraba el ingenio del que hizo esa pollera y esa blusa y pensé en que yo quería un vestido igual. Pero además le quería hacer vestidos para que pareciera otra; cada día con un vestido distinto, se volvería más amena. Como una muñeca distinta cada vez. Pero sólo logré hacerle una pollera que quedaba muy fruncida, yo había fruncido una cantidad importante de tela y en vez del soñado vuelo vaporoso me quedó como una colección de montañas puntudas. Le quedaba grande y ni parecía una pollera. Eso fue objeto de críticas, críticas a mi desmesura. A mí me gustaban las cosas con mucho material, mucho resto; si ponía agua al fuego, mi mamá me decía: “Qué exageración, con la mitad es suficiente”. Esa crítica a mis dispendios (de agua, de tela) iba unida a la que hacía sobre mi ansiedad, que yo quería hacer todo enseguida y después inmediatamente pasaba a otra actividad. Y yo pensaba en cómo vendría a ser esa continuidad que me pedían; algo haría mal yo, pero no sabía ni por qué ni cómo. Sólo sabía que el que fabricó la muñeca le hizo un hermoso vestido proporcionado a su tamaño, que era demasiado lindo para esa cosa que me servía de poco. ¿Y qué? ¿Iba a mirar con detenimiento el bodrio de pollera que yo produje? A la basura. Y ya me olvidaba de la muñeca y sus vestidos. Y como me daban telas cada vez más deterioradas para fabricar vestidos, abandoné esa actividad. ¿Por qué el que fabricó el vestido de la muñeca le hizo una cosita tan linda y mi pollera era algo imposible? Los demás debían tener un secreto para que les salieran las cosas bien, un secreto que yo nunca aprendería, pero como yo ya sabía que pasaba de una actividad a otra sin pensar demasiado, no me preocupaba.
Dos años después, me sentaba en la escuela con una compañera que sabía dibujar. Ella había dibujado la cara de Sarmiento y le salió bien parecida; yo lo dibujé y me salió un monstruo terrible. Ella sabía esfumar bien los colores, y la cara de Sarmiento, que es bastante densa, quedaba con un color que armonizaba las facciones, se ve que ella tenía esa mesura de la que hablaba mi mamá, que a mí me faltaba. Porque mi Sarmiento tenía los cachetes rojos y los ojos muy negros, en un contraste rígido. Y cuando nos encargaban mapas, ella iba haciendo la costa en perfecto dégradé, lo mismo el contorno del país que fuere, con un color un poco fuerte junto a la costa , como si dijera “Entro al país”. Y después el color se iba apagando gradualmente –“Ya he entrado quién sabe dónde”–, lo mismo el mar: “Estamos junto a la ciudad” (en tono más fuerte). Y después “Vamos, vamos con destino incierto por el océanos Atlántico”. Yo hacía una línea celeste fuerte junto al mar y junto a ella otra demasiado suave, no había secuencia armónica como me pedía mi mamá en mis tareas, del celeste casi azul pasaba sin matices al celeste blanco. Indudablemente, pensaba, si yo dibujaba así tendría alguna falla, pero dónde estaba era imposible descubrirlo, como tampoco sabía dónde estaba la fuente oculta de virtud de mi compañera de banco, que le permitía producir resultados tan sensatos y agradables. Me consolaba enseguida y me iba a jugar a la paleta o a las figuritas. Las figuritas no me gustaban (ninguna) y no tenía apego por ellas: las regalaba o las perdía. No recuerdo haber guardado ni una sola. De ese juego me interesaban dos cosas: cómo la poseedora de muchas figuritas se ponía en una posición privilegiada, en el centro. (Tal vez me hubiera gustado estar en esa posición.) Con aire muy compenetrado jugaba a tener más figuritas, y generalmente las ganaba. ¿Cómo haría? Era la más indiferente de todas y las otras chicas revoloteaban a su alrededor tratando de cazar algunas figuras. También me gustaba el momento en que se escondían en un libro o revista, dándolos vuelta muchas veces hasta que aparecían; me gustaba el momento de la aparición, era como una sorpresa. Pero más me gustaba la paleta, porque no había que resolver matices ni emplear mesura como en los mapas o en la costura. Uno pierde o gana, ataja o no ataja. No había peligro de desmesura en el juego, pero sí había cierta desmesura en cómo insistía a mi amiga para que jugara; nunca venía ella a pedirme para que saliera a la calle.
Dos años más tarde, cuando iba a la iglesia, todo me distraía y no podía parar de mirar al cura que apagaba las velas con un palo largo y se manejaba por el altar como Pedro por su casa y allí una no podía entrar, siempre había una señora que le rezaba a una imagen y había también un hombre bajito y muy delgado que se arrodillaba y se agarraba las cabeza con las dos manos y así se quedaba un largo rato. ¿Qué pedirían la señora y él? A mí no se me ocurría pedir nada nunca, aunque mirándolo bien estaban en estado de profunda concentración, como si estuvieran conectados con el más allá. Y yo, más acá que nunca, revoloteaba los ojos por los palos que encienden las velas, por la variedad de imágenes y asistentes. Ni probé ponerme las manos en la cara para concentrarme porque no se me ocurría nada para pedir y tampoco me parecía que le podría pedir a una imagen. A lo mejor se arrepentían de algo, pero la verdad es que no encontraba nada de qué arrepentirme. A lo mejor conversaban con Dios o con algún santo, si era así, ¿por qué tenían tanto para conversar y yo nada? ¿Cómo podía ser que ellos sí y yo no? Y así, como antes había aceptado que yo jamás haría un vestido potable para una muñeca ni sombrearía un mapa como se debe, ahora aceptaba que no compartía el mundo de los que rezaban concentrados. Me faltaba imaginación, si cerraba los ojos, no veía nada. Tampoco cuando lloraba me tapaba la cara con las manos como había visto en las películas y en las fotos de gente llorando y me parecía que el gesto de taparse la cara con las manos era de acompañamiento del llanto y al mismo tiempo de entrega. Yo en cambio dejaba que me corriesen las lágrimas como si fuera una lluvia, mientras andaba de aquí para allá. Y pensaba que algo implacable había dentro de mí para llorar de esa forma –además muchas veces lloraba de furia– que me impedía taparme armoniosamente la cara. Todo esto se aplacaba cuando llovía –me metía bajo la lluvia– o cuando andaba en cualquier transporte, algo sucedía con prescindencia mía que me aliviaba. Que el mundo se pusiera en movimiento era venganza y confort al mismo tiempo y también se aminoraba esa inconveniencia que era yo. Deseaba ser nadie, deseaba no querer nada y eso iba unido a una profunda autocompasión por renunciar a ser alguien o a querer algo. Tanto deseaba ser nadie y tanto deseaba la nada que en cuarto año nos pidieron un ejemplo de cuarteta. Yo no quería leer nada ni saber de cuartetos, tercetos o sonetos. El año anterior nos habían enseñado unos versos de Antonio Machado, muy lindos:
En el corazón tenía la espina de una pasión
Logré arrancármela un día, ya no siento el corazón
Aguda espina dorada como te quisiera sentir en mi corazón clavada.
Pero de esos versos que tenían un comienzo así: “Yo voy soñando caminos de la tarde”, de esa parte que me había gustado tanto, no recordaba nada al año siguiente, sólo me repetía “Aguda espina dorada , cómo te quisiera sentir en el corazón clavada”.
Porque aunque no había tenido ni tenía ninguna pasión concreta, el verso de la espina clavada me pegaba fuerte. Pero no quise recordar ningún cuarteto y cuando me pidieron el ejemplo, puse:
Venga del aire o del solPor ese desafío no tuve una nota baja, se ve que nadie me leyó. Que nadie me hubiera reprobado por escribir semejante cosa era un punto más que se añadía a la nada universal. Pero al año siguiente empecé a leer Dostoiesvky y Kierkegaard. No es que me hubiera poblado con los personajes de Dostoievsky, más bien yo me convertí en un personaje de él. Ya mi marcha no era ciega, ahí iba yo por el mundo buscándome un destino. Y cuando tomaba una calle para ir a cualquier lado, era literalmente como si eligiera un rumbo, era una protagonista de “Lo uno o lo otro” de Kierkegaard. Caminaba muy acompañada por mis ideas. Y ya no me preocupaba más por las cosas que no podía o no sabía hacer. Y si bien el mundo estaba lleno de gente incomprensible por los que me sentía incomprendida, todo se debía a ellos, a sus cortas miras, a sus ambiciones pedestres: no tenían un destino de grandeza.
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