Sábado, 11 de enero de 2014 | Hoy
VERANO12 › PAULA PEREZ ALONSO
Todo sucedía alrededor del hotel. Entre la explanada del estacionamiento del edificio blanco mediterráneo y la arena, había un tipo que estudiaba la luz, se lo pasaba midiendo la intensidad de la luz en cada objeto y a distintas horas. Con un fotómetro. Y en una libreta anotaba datos indescifrables, claves.
Alguien que sacaba fotos, una y otra y otra, levantaba la cámara con la derecha y apuntaba sin necesidad de hacer un foco demasiado preciso, disparaba y, zas, apenas chequeaba que hubiera logrado algún resultado aceptable, era su manera de segmentar los momentos, las horas. Cada noche, al descargar la tarjeta y ver las imágenes, obtenía un relato visual, un registro. Lo etiquetaba y seguía. Tal vez cada siete, diez días, las ordenaba como una secuencia en su computadora y veía pasar una semana, reconocía algunos gestos, un detalle que le había robado el ojo, el momento decisivo, el resto de una percepción, el doblez. Se había propuesto vivir en el presente; sacar fotos era la manera de armar una historia que no requiriera de la memoria emotiva y en ese registro de privación voluntaria apareciera algo más allá de él mismo.
Otro, un recién llegado, se dedicaba a registrar el sonido: se acercaba con un enorme micrófono hipersensible, lo captaba, lo abstraía y lo grababa, para que las imágenes desde la oscuridad presumieran una historia. ¿Qué oigo? ¿Qué es? Los árboles se mecen cada vez con más fuerza, ¿es el anuncio de algo? ¿Es el viento o la furia de este lugar inmarcesible? Pasa un tren, no, es un subterráneo, no, es un tranvía o algo así. Como en Lisbon Story. Y el otro disparaba una escena o un cuento o. Elegir raspar, mejor frotar, la ramita contra el tronco del árbol, una con otra, y el efecto se multiplica; abrir y cerrar una puerta hacia el ruido de la calle, el peso de un cuerpo que entra o sale, en la vereda una pala recoge ladrillos rotos. Los fragmentos necesarios para que un aspecto se pueda sentir, como la ausencia de olor en los cactus y las suculentas.
A ella le gustaba pensar que los órganos sensoriales tenían vida propia, se independizaban, y el ojo podía actuar sin relacionarse con el cerebro. El ojo abría y cerraba ventanas, grandes o pequeñas, mínimos visores. El ojo veía más de lo que recordaba al instante. ¿Qué sería eso que veía que la mente no procesaba? El oído se despegaba y andaba por abajo de la tierra o de la epidermis de un cuerpo vivo, o se apostaba liviano en la copa de un árbol y captaba movimientos y voces huecas de varios kilómetros y lejanías medidas en metros. Alguien filmaba con su camarita; el entorno, el contexto, el fondo se ampliaban con el movimiento y el sonido, como si lo cinético reprodujera con menos subjetividad lo que la retina no conseguía abarcar. Dejaba registro de los restos –que no eran desperdicios–, lo que la mente no elaboró como pensamiento pero no fue descartado. Ese reservorio estaba allí filmado, y ella tenía la posibilidad de ver pasar una cantidad de imágenes como si fueran de un otro, en las que no reconocía casi nada.
Se había dado cuenta de que no iba a conocer otra época, otra vida. Que la capacidad para reinventarse se limitaba a pequeños actos creativos en todos los días, pero ella seguía siendo la misma con leves imperceptibles cambios para los demás, ella seguía llamándose Ella y su cara y su cuerpo eran el mismo.
Otras personas se transformaban para renovarse o verse diferentes –un anhelado nuevo yo–, pero las puertas se cerraban con enojo cuando la última máscara revelaba otra máscara más y el corazón latía igualmente desesperado. Ella se ilusionó con la visión de aquello que la excedía, ignorado e informe. El ojo que mirara esas imágenes podría relacionarlas con otras. Era la posibilidad de una vida paralela independiente o una dentro de otra, lo que se prefiera. Y esta duplicación la empezó a obsesionar como si cada día se estuviera perdiendo algo importante que nadie rescataría y podía diluirse para siempre. Su vida, como la conocía hasta entonces, se vislumbraba tan sólo como la cáscara de otra mucho más interesante y misteriosa. Esa otra la raptó, y lentamente fue cobrando una entidad y espesor que muchos hubieran envidiado, aunque la tenían a mano y no se daban cuenta. ¿Era un secreto? ¿Era algo que ella compartiría con alguien o sería su secreto, podría guardarlo? ¿Temía que perdiera brillo y fulgor, potencia? Tener otra vida, como Wakefield, una que nadie conocerá jamás. Un enigma que nunca será develado.
Eso sería desprenderse de uno mismo para ser otro. El acto creativo.
El efecto era el de hacer algo inútil, constantemente. Concentrarse, abocarse, resbalar sin control, referir. ¡Detrás no había nada..! ¡Tampoco había falsedad! Ni doble fondo. La puesta en escena, disimular. Simular simular de manera vibrante.
El Metropole era un hotel donde confluían cantidad de seres diversos, personajes solitarios que buscaban un lugar abandonado lejos de la ciudad, sin grandilocuencias, algo parecido a aquello que te aloja pero sin individualizarte, que no repara en rasgos, nunca podrían reconocerte en una rueda de identificación, ése es el trabajo de estos hoteles, si no no existirían. Mucamas invisibles, los varios encargados de la recepción miran sin ver, oyen una voz, reciben una tarjeta de crédito, intercambian una cantidad precisa de palabras, pasan la tarjeta por la máquina, la devuelven, recortan el comprobante, extienden una lapicera, lo reciben de vuelta y despegan la copia que el visitante guardará en un bolsillo o en una billetera y ellos abrocharán ese papel a los muchos otros papeles que los antecedieron y finalmente les darán la llave de acceso a alguna intimidad o al descanso.
Los pasajeros rara vez traían valijas, las carry-on bags era lo que proliferaba, cada uno se arreglaba sin asistencia. Dejaban atrás el paso agitado. Venían de ciudades en las que llegaban extenuados a sus casas, arrastrando el simulacro, el enorme esfuerzo de haber atravesado otro día más. ¿Hacia dónde se dirigían esos esfuerzos?, era la pregunta que rebotaba en las cabezas el momento previo a la inconsciencia (soñaban con desvanecerse), la respiración agitada: una estación nocturna en la que podían detenerse, los músculos agarrotados se distendían, las expresiones se suavizaban, las manos soltaban. Y en el sueño –sobresaltado o laxo– retomaban fuerzas para encarar el día siguiente. Y así, todos los días. Y la posibilidad de un teléfono sonando a las cuatro de la mañana, una llamada equivocada, un pedido de auxilio que no admitía postergación, o una bomba. Por supuesto, nada de eso se hablaba o se compartía. Conocer desconocer la pesadilla del otro es concebir una realidad mejor o peor que la nuestra y eso no tranquiliza, no apacigua. Soñaban que el día siguiente sería distinto, con medio ojo abierto. Sabían que la prisión está en las ciudades y que el campo encubre una neurosis aterradora.
Pero en el Metropole la gente pasaba inadvertida o desaparecía tragada por la transacción que la había llevado hasta ahí. Los médanos, las dunas y la visión constante del mar podían ondular desde la euforia hasta el abandono. Abandonar la piel y las escamas. Y el rojo del cielo cegaba, llegaba el fin del mundo, por fin. Llegaba el fin del mundo y volvía a empezar. Un sentido absoluto y absolutamente relativo. Voluptuoso, atractivo, bello y cierto. Perecedero y provisorio.
La vida entera la vida nueva. Dátiles.
Una mujer clamaba por un hijo perdido. En el balcón de la casa familiar, su hijo de veintidós años se había encaramado a una escalera para recortar la copa del enorme ficus que se doblaba contra el techo, ávido de luz; se había estirado hacia las ramas más altas y, un segundo después, sin una queja o resistencia, su cuerpo caía diez pisos hasta incrustarse en la ancha vereda impecable del barrio residencial. Ningún grito, ningún pedido de ayuda. ¿Se había tirado?, ¿se había caído? Ninguna señal conseguía perforar el misterio de esa muerte.
Y otra que no podía creer que su marido de años hubiera tenido una familia paralela: otra mujer, otros chicos, pero el tipo no tenía sexo con ninguna de las dos. Desde que había nacido el último hijo nunca más y entre uno y otro jamás había sido un tipo demasiado fanático...
En el recodo que va de la playa de estacionamiento al mar, un hombre se había sentado a mirar cómo pasaba el tiempo. A su edad se disponía extático a observar los mínimos cambios, porque quería captar la esencia del llamado “tiempo”. Sabía que un dios le había dado la vida, lo que no sabía era cuánto iba a durar algo tan grandioso y enigmático que seguía más allá del esfuerzo de cualquiera por interrumpirlo.
El obsesionado por la luz indagaba en los infinitos matices; no se desprendía del fotómetro, había viajado al desierto de Atacama, donde un astrónomo veía las estrellas sin interferencias desde su observatorio y le había dicho que el presente no existe y los astrónomos, como los geólogos, los historiadores y los arqueólogos, podían manipular el pasado. En esa tierra habían hallado hombres de 1500 años; allí el cuerpo humano se momifica porque no hay humedad.
Entonces ella escribió:
Soy el viento,
Soy la ola,
Soy el aire,
Soy una respiración,
Un suspiro,
Un halo,
Un reflejo,
Una brazada,
Una impresión,
una lista,
un parecido,
un ademán,
un sesgo,
un rasgo,
una altura,
un vacío,
un riesgo,
un tono,
una voluta,
un precio,
una intención,
un borde,
un filo,
un punto,
un hiato,
un vínculo,
una tentación,
un extremo,
una resistencia,
un resto,
una rémora,
una mezcla,
un verso,
una risa,
una nota,
un acorde,
un olvido,
un esfuerzo,
un hueco,
una interpretación,
un fulgor,
un sujeto,
un objeto,
un cero,
un tiro,
una bala perdida,
soy lo imposible,
soy la realidad,
un fin,
un principio.
Salía del sitio, sin ninguna persistencia o ejercitación. No querer saber es un gran alivio, pensó; era como un pájaro que se movía liviano; no se atribulaba, buscaba y rebuscaba. No necesitaba verse, mostrarse, expresarse. Se trataba de otra cosa. Existía, sin anhelo de porvenir.
La arena, cuando se secaba, se desmoronaba con suavidad.
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