Viernes, 17 de enero de 2014 | Hoy
VERANO12 › JUAN CARLOS KREIMER
Kikí en el teléfono, no puedo creerlo. No la veo desde que ella tenía cuatro y yo veinte. ¿Y tu mamá? Mercedes está espléndida, como siempre, los años no pasan para ella. ¿Y vos qué edad tenés ahora, Kikí? Cumplí dieciocho el mes pasado. Guauuu, exclamo.
Las conocí juntas. En aquella época parte de mi trabajo consistía en escuchar las conversaciones en el estudio fotográfico y tomar nota de lo que comentaban las productoras y los diseñadores en relación con la ropa que lucían las modelos; después, con las fotos ya plantadas, redactaba los epígrafes. Seis líneas irregulares de 42 espacios, el infaltable recuadro con las tendencias, anotar bien de qué negocio era cada prenda. En las largas esperas, mientras las maquillaban o acomodaban las luces y repetían infinidad de veces cada toma, yo entretenía a los hijos e hijas de las modelos, jugaba con ellos como nunca, ni siquiera en mi niñez, lo hice con nadie. Mercedes era la única modelo que parecía sentir respeto o admiración por mí, la única que valoraba mi habilidad para armar frases ingeniosas con las palabras y frases sueltas que se dejaban caer ahí.
Kikí era fruto de un romance fugaz entre ella y un escritor francés. Una mezcla de sol y diablita. Inagotable. Incontrolable. Corría con sus piernitas largas por todos lados con un salvajismo mayor al que llevaba en los genes. No había forma de hacerle entender que no gritara ni se riera tan fuerte. Lo único que la aplacaba era dibujar –con dos o tres trazos capturaba lo esencial de lo que tuviera adelante–; también se divertía escribiendo palabras o sílabas en los márgenes de las páginas. A mí siempre me hacía como un pájaro narigón. Cuando Mercedes la llevaba a la redacción de Claudia, Kikí solía pedirme que pusiera en la máquina las hojas que había dibujado y me dictaba: Pato rusu, o Pato tero. En la edición de agosto de ’66, el jefe de arte de la revista amplió esos monigotes de Kikí y los aplicó como escenografía de las fotos. Yo escribí los epígrafes imitando su estilo. Chaqueta Queta. Cin turrones. Y firmé con su nombre.
Poco después, inesperadamente, Mercedes me invitó a su departamento. Justo una noche en que su hermana se llevaba a Kikí. Yo no podía creer lo que estaba viviendo. Era la primera vez que cenaba con una mujer vestida con sólo un camisón de seda, ninguna de las amigas de mi edad me había ofrecido nunca un recibimiento similar. La primera también que compraba una botella de champagne y bebía antes de cenar. Mercedes me hablaba como si yo conociera a todo su mundo, me demostraba haber leído los perfiles de directores de cine que publicaba en la revista. Después del postre dejó que yo tomara la iniciativa y avanzara sobre ella. Como en las películas, más aún: su entrega se me colaba por todos los poros y me hacía creerla mía, o creerme suyo.
Los días siguientes la invité a ver funciones privadas a la Asociación de Cronistas de Cine, le ofrecí conocer la casa de mis padres, ir al teatro con Kikí, los tres, o al Tigre. Para todo tenía un impedimento y con el mismo encanto con que me había recibido en su cuerpo, empezaba a repetir Fue sólo un momento, Patricio. Durante varios años, toda vez que la veía o pensaba en ella, esas cinco palabras se me volvían un avión cazabombardero.
Kikí también me cuenta que terminó el secundario y que el pasaje es regalo de Mercedes. Mamá dice que tengo que conocer un lugar como acá y que vos, seguro, me vas a dar una mano. Que si sólo me quedo con lo de allá, a mí no me van a matar, pero se me contagiará la desesperanza. Te acordás cuando me dabas hojas y me dejabas usar tus marcadores...
No fue hace tanto.
¿Todavía tenés el chaleco negro?
¿Qué chaleco?
Uno que usabas con los jeans.
¿Hasta cuándo te quedás...? Me están llamando para una reunión de sumario. Podemos hablar en otro momento. ¿Dónde estás parando?
Mejor preguntame adónde te espero.
Imágenes de Mercedes y de ella niñita, atesoradas en lo más recóndito, se me desvanecen de golpe. ¿No tenés adónde ir?, le pregunto esperando que me diga que para en casa de alguna amiga de Mercedes.
Mamá me dijo que te llamara y vos me... ayudarías.
Es una mañana fría. Vine a FrancePresse con el sobretodo azul y el gorro de lana.
¿Estás en el aeropuerto o en la ciudad?
En un bar enfrente de una plaza donde me dejó un ómnibus.
¿En Des Invalides...?
Esperá que consulto.
Mirá, Kikí, no consultes nada. Buscá una estación de subte –subte le digo, como si le hablara a la nenita de cuatro años–, en los carteles dice Metro e ingeniátelas para llegar a una estación que se llama Odeon. Salí y paseá por ahí hasta las tres.
¿Vos vivís por ahí?
Conozco un hotelito...
¿Me vas a reconocer?
En ese momento, recién en ese momento, descubro en su voz dejos de una desesperación familiar.
En cuatro años nunca pedí permiso para irme antes de que salgan todos mis despachos. Es un día brumoso, de esos que presagian cualquier cosa, en la calle flota cierto nerviosismo. El taxista no para de insultar por la ventanilla. Mientras avanzamos a paso de hombre buscando el PontNeuf, me pregunto qué me lleva a ocuparme de la hija de una ex tan dejada atrás. ¿El haberla tenido a upa? ¿Quién va a buscarla: aquel pibe que le festejaba las travesuras y a escondidas de su mamá le regalaba tabletas de dulce de leche o este bodoque que soy ahora?
Del otro lado de Saint-Germain, debajo del cartel con el mapa del barrio, apoyada sobre la baranda, a un costado de varias bicicletas encadenadas, entre una decena de chicos y chicas como ella, y muchos estudiantes de Beaux Arts, está Kikí, flaquita con sacón de piel de oveja teñida de azul. Pese a la cara de aburrida, cansada y mal dormida, y en otra hora, es una réplica versión actualizada de su mamá. Los ojos se mueven tomados por el asombro típico del primer día. No repara en que me estoy acercando, ni mi brazo en alto le llama la atención. Lo primero que dice es Pato, me hago pis.
Recién después de salir del baño del bar, todavía húmedas las manos y la cara, se me acerca por el costado y anuda los brazos alrededor del cuello como lo hacía al llegar a las sesiones fotográficas de Mercedes. Es más alta que yo, le basta con apenas inclinar la cabeza hacia un costado para apoyarla sobre mi hombro, así permanece unos segundos, tibia, tierna.
Le consigo una habitación en
Le Regent, un hotelito de la rue Dauphine. Desde su ventana se ve la calle, pago tres días de adelanto, antes de dejarla le pregunto si tiene dinero para moverse. Levanta la mano.
Cualquier cosa llamame, le digo.
En la agencia, sobre mi escritorio hay papelitos con pedidos de varias corresponsalías. Piden que amplíe lo despachado por la mañana. Llamo a los informantes, pido sobres al archivo, a cada rato subo despachos a la teletipo. Soy de los últimos en irse.
Kikí no llama esa noche, ni las siguientes. Veinte días más tarde, un lunes, a media mañana, su nombre reverbera en mi intercomunicador. Ya bajo, susurro con la boca pegada al aparato. Está subiendo, me advierte la telefonista. Antes de que pueda llegar a la puerta giratoria, la veo avanzando con paso de modelo hacia mi escritorio. Vuelve a colgárseme del cuello y cubrirme de besos. Esta vez, lleva vincha blanca. Durante un minuto, no se oye una sola voz ni ruido de máquinas, todo internacionales está pendiente de sus movimientos. ¿Te interrumpo? Kikí se sienta en mi silla y husmea lo que estoy escribiendo.
Me cuenta que ya está casi instalada. Cuida chicos, pasea por la ciudad, conoce gente increíble, va a los museos, necesita cambiar de look, viene de dejar fotos en lo de Catherine Harlé. La dejo hablar mientras imagino –trato de imaginar– qué la trae. Sabés, sigue, fui a ver a la última novia o mujer de papá... La albacea, le aclaro. Bueno, lo que sea, me sacó cagando. ¿Qué esperabas, que te dijera vení, compartamos todo? Fui sólo para pedirle que me presentara en una editorial, tengo un libro que podría ser un correlato de sus diarios... Hablá más bajo, Kikí.
Bsh, bsh, bsh, me sopla al oído.
Mejor veámonos en otro momento... y en otro lugar, le pido.
¿Me estás echando porque me porté mal con vos, no? Kikí hace los mismos mohínes que entonces. Muy mal, insiste, y pone caras hasta que le digo que a todos los recién llegados les pasa lo mismo.
La ciudad te va llevando. ¿Cómo no desbordarse?
Hoy dan Trash en la Cinémateque, te invito, dice sin soltarme el brazo.
A las ocho me llevan a casa un sillón nuevo, no puedo.
Bueno, invitame, te cocino y después vamos.
Llega junto con el sillón. A mí me gusta poner el aceite justo hasta un poquito menos de la mitad de la sartén e ir sacando papas de la bolsa hasta que todas quedan cubiertas, le digo. Ni que asomen ni que floten. No me hace caso: sólo moja la sartén. Cuando le indico mi método, toma el frasco de aceite con las dos manos, deja caer mucho más de lo necesario y me saca la lengua.
Al volver a la sala pienso que sería fácil seducirla. Empujo el sillón nuevo con las rodillas hasta centrarlo bajo el espejo y me tiro con los brazos cruzados bajo la nuca. Tendría que habérmelo comprado antes.
Los huevos están en la canasta detrás de la puerta, grito al escuchar que abre la heladera y no la cierra.
Durante la cena me informa en qué anduvo los días que no nos vimos. Habla de personajes y lugares que desconozco. Por momentos, me pregunto dónde pasé yo mis últimos años. Cada tanto dice Bien o Ahora contate algo vos. Enumero mis actividades de manera escueta, no quiero ilusionarla. Hablo de momentos difíciles, de los que creía no poder recuperarme, de un mundo lleno de utopías que se fueron deshilachando.
Quimeras, me corrige.
Sin que me dé cuenta me hago grande y cuando quiero seguir creyendo en esas cosas no puedo. Por más fuerzas que haga.
Vos lo ves terrible, pero no es así, yo te voy a sacar de ese bajón, ya vas a ver. Confiá en mí.
Kikí..., digo con el mismo tono de voz con que la retaba por quebrar algún acuerdo entre nosotros. Hace tiempo que abandoné el pozo. Y estoy muy contento de estar entrando en otro camino.
Tarde. Ya pasó por encima de la mesa ratona y envuelve otra vez con sus brazos, sin mostrar el menor interés en que le explique a qué me refiero con otro camino. No puedo decir si mi cara se acerca la suya o a la inversa. Sin besarnos, empezamos a acariciarnos, a tocarnos el cabello, el cuello, las orejas, primero suave, después con cierta furia, y a respirarnos adentro de la boca.
Paremos, Kikí, pará.
Dejá de cuidarme, querés, no soy más una nena.
Sé lo que quiero, balbucea al besarme.
Sé lo que hago, dice al bajar las manos.
Poco a poco gira hasta quedar sentada a horcajadas sobre mí. Su suéter, su blusa, mi camisa, el reloj pulsera, todo que llevamos puesto va cayendo en el hueco que dejan los almohadones y el respaldo.
Tarde también para ir a ver Trash, tarde para que se vuelva al departamento donde tiene las cosas, tarde para dar marcha atrás sobre lo que ha pasado. Le hago un lugar en la cama, busca mi hombro, insiste con los besitos, al rato lo hacemos por segunda vez.
Se duerme enseguida, a mí me cuesta.
Mientras preparo el desayuno, me pregunta si puede poner un casete. En verdad, ya lo puso y escuchamos gritar desaforadamente a alguien que parece tener un jabón en la boca. Es Patrick Eudeline, aclara.
¿Entendés lo que canta?, pregunto.
No me hace falta, es el único franchute que lo hace desde las tripas y no desde esto. En su manera de tocarse las sienes percibo un dardo disparado por elevación hacia mí.
Salimos juntos, le pido que durante el día no me llame ni se aparezca por la agencia.
A las siete podemos encontrarnos en un bar al que suelo caer.
Si no llego, no te alarmes, grita al bajar del metro.
A la tarde, cuando llego al bar, la veo con un tazón vacío y varios papelitos rotos adentro. Me muestra unos lentes de aviador de la Segunda Guerra Mundial. Me gustan, digo. Gafas negras para noches blancas, se jacta. Tiene el último número de Façade sobre la mesa. Me hace un relato minucioso de sus desplazamientos desde que nos separamos diez horas antes, habla sin dejar de moverse. Usa palabras como flics, lulus, mecs, nanas, chic radical...
¿Pensás que a un intelectual como vos le gustaría venir hoy al Gibus?
¿Me estás invitando?
Toca Asphalt Jungle, ¿no los conocés?
Me quedo callado.
El que te hice escuchar a la mañana, el cantante es el novio de la que me alquila.
Estuve en esa cueva. Una vez. Llegamos a la puerta abriéndonos paso a los codazos entre un centenar de chicos vestidos para una guerrilla nuclear. El portero y yo somos los únicos que tenemos una polera debajo del abrigo.
La ciudad esta cada vez más peligrosa, me informa.
Eudeline, a los saltos, entre músicos disfrazados de rockabilly, se desgañita. Je refuse de reflechir, reflechir m’empeche d’agir. El estribillo hace aullar a todos.
Una chica con los ojos muy pintados, medias caladas y gorra de cuero con una ristra de alambre de púas, me codea. Me deja pasar, señor, ordena.Ese señor soy yo.
En la semana, salimos dos veces más, una tarde la acompaño a Survival a probarse ropa para unas fotos, después vamos al negocio donde dibujan los chicos del grupo Bazooca, terminamos en un cóctel en una revistería de historietas. Otra tarde la acompaño a un desfile en L’Espace Cardin. Otra, la misma que el maestro zen Deishamaru da una charla en Centre de Bien- être, la llevo a la rue de Montorgueil a cambiar un blusón de plástico negro que le regalaron. En el negocio, ella me explica para qué es cada accesorio.
Ya no escribo más epígrafes de moda, Kikí. Necesito aclarárselo un par de veces.
Esos días, al ir a su encuentro, el corazón me palpita como nunca, estoy tenso, nervioso, como ante una nueva prueba. En algún lugar estoy quebrando algo.
Deja de llamarme durante unos días, sospecho que debe haberse vuelto o estar por. En cierto modo, un alivio. Otra tarde, al llegar a casa, la encuentro sentada en el escalón. No me doy cuenta de si está ahí desde hace diez minutos o dos horas.
Tengo algo que contarte, me tira apenas dejamos de abrazarnos.
¿No...?
No, no se trata de eso.
¿Entonces....?
Decidí quedarme a vivir aquí para siempre.
Subimos al departamento. Después de volver a hacer el amor con bastante menos intensidad que la primera vez, me dice que necesita confesarme otra cosa. Aún más importante, recalca. Pongo vertical la almohada y me siento contra la pared.
Estoy enamorada de vos. Quiero que vivamos juntos.
Demoro en responderle.
Tanto amor, tan rápido...
Desde los seis años estoy enamorada de vos.
¿De mí o del pibe del chaleco?
¿Y qué?
No soy más ése.
Porque no querés...
Ese sábado nos despertamos cerca del mediodía.
Antes de abrir los ojos quiere mi respuesta. ¿Y...?
Temo lastimarte, Kikí, digo como si hubiera detenido de golpe alguno de los juegos de manos que hacíamos cuando era chica.
No importa.
Bueno... Hay cosas que ya viví y no quiero vivir más, y cosas que vos no viviste y todavía tenés que vivir. Recalco el tenés.
Soy chica pero tengo mucho más kilometraje del que suponés. ¿O pensás que vivir con Mercedes 18 años es un cuentito para colorear?
Voy a cumplir el doble de tus años, soy muy grande para vos.
Sos un hijo de puta.
Para el caso, es lo mismo.
Al rato, ya vestidos, sin disimular que estuvo lloriqueando:
¿Por qué, Pato... por qué ese no...?
Hay cosas que no tienen un porqué, le digo. Fue sólo un momento, Kikí, lo mejor que podemos hacer es dejarlo aquí.
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