Miércoles, 29 de enero de 2014 | Hoy
Por Pedro Lipcovich
Encerrado en una habitación del palacio, yo escribo relatos para la marquesa. El palacio está dotado de un sistema periscópico que, convergiendo en este cuarto, me permite visualizar todas las actividades de la marquesa, a fin de inferir sus deseos, a fin de escribir mis relatos. Veo, por ejemplo, a la marquesa en la glorieta más sombría del jardín. Ella se estira en un banco de piedra; sus pies exquisitos pisan las hojas podridas por la humedad, y frente a ella está un palafrenero muy joven, que la mira con respeto y algo de temor. La marquesa se descalza ahora, despreocupadamente arroja su zapatilla preciosa. La pierna, que todavía es perfecta, se eleva como un animal joven. Con un gesto de su pie atrae al palafrenero. El pie de la marquesa acaricia el sexo del muchacho por sobre el pantalón de tela cruda. Un movimiento de cabeza, suave e imperioso, le ha mandado desabrocharse y él ahora ofrece su sexo que se atiesa bajo el mandato del pie de la mujer. El pie desciende al suelo y vuelve a elevarse cargado de barro y hojas húmedas, el pie se desliza lleno de barro por el sexo del hombre; ella ordena que el palafrenero se dé vuelta y su pie acaricia las nalgas, de nuevo debe volverse él, ahora la pierna de la marquesa se eleva mucho y el sistema periscópico me ofrece, entre la tijera de los muslos, el mechón pubiano donde tiemblan gotitas que se hacen rayos de luz a través del complejo juego de lentes; ella ha llevado su pie cargado de barro y hojas podridas hasta la cara del muchacho, que no ha podido evitar un movimiento de retroceso, un resplandor de humillación pasó por sus ojos y ella, seguro que por advertirlo, se ha puesto de pie: junta su cara a la cara embarrada del palafrenero, llenando sus mejillas y sus labios de barro y, después, la mancha sucia de su cara baja por el pecho, gira hacia la espalda, recorre las nalgas y se vuelve hacia adelante a lamer el sexo entre el barro y las hojas deshilachadas y entonces el palafrenero, liberando una fuerza largamente contenida, la toma por los hombros, la arroja de bruces y, como quien se impone al fin, se lanza a penetrarla; la marquesa se corre apenas y yo sé que es para ubicar su cara manchada ante la lente, para que la lente capte la expresión de triunfo feroz que el palafrenero, a sus espaldas, jamás vislumbrará.
Este ha sido sólo un ejemplo, por supuesto, y no sé si el más adecuado para hacer notar las dificultades de mi tarea: ¿cómo discernir, a través de la maraña y el vértigo de las actividades de la marquesa, sus verdaderos deseos, aquellos que, adecuadamente elaborados, deben definir la sustancia de mis relatos? Si bien el sistema periscópico constituye una maravilla de compleja ingeniería, es evidente –y el ejemplo así lo indica– que no puede transmitirme todos los detalles de cada situación: ¿cómo saber si la verdad del deseo de la marquesa no estuvo inscripta en su rostro un instante antes de que se ubicara en el foco de la lente? Es innegable la buena voluntad de la marquesa, en el sentido de ofrecer al sistema periscópico los detalles más íntimos y sutiles de su actividad, pero esa buena voluntad, ¿no puede ser en sí misma engañosa? Quizá justamente la intención de presentarse ante la lente borre de su expresión y de sus actos el rasgo casi imperceptible que hubiera ofrecido, al observador atento y desvelado, la clave del deseo de la marquesa. Existe aun otra razón, tal vez de más peso que las anteriores: el sistema periscópico, por supuesto, sólo capta imágenes. Es lícito sospechar que lo que da cuenta de los deseos de la marquesa no sea el abigarrado y aun extravagante recorrido de sus acciones sino las frases, palabras, interjecciones que aquellas acciones le permiten pronunciar. Es cierto, poseo el dominio de la lectura labial, conozco cada palabra que ella haya dicho ante mis lentes, pero temo ignorar las palabras del azar, el error o el extravío, que quizá sean las verdaderas.
Enunciadas estas dificultades de mi oficio, no sorprende el destino que, hasta ahora, han tenido los textos que escribo. El proceso es más o menos así: a partir de mi registro de las experiencias de la marquesa, yo escribo un relato. Supongamos, retomando el ejemplo anterior: La marquesa se enamora de su palafrenero, que es alto, moreno, fuerte. El, sorprendentemente la desdeña. Este palafrenero se sabe deseado por todas las muchachas, a las cuales en general no niega sus favores, y ejerce su oficio menestral con diestra negligencia, conociéndose destinado a más altas empresas. Sí, quienes conocen a este hombre, aun los nobles, no dejan de manifestar un involuntario respeto por el futuro que en él se transparenta. La marquesa –como suele decirse– languidece por él. El extraño desdén del palafrenero la ubica, piensa, en un lugar inferior al de la última de las muchachas del palacio, a las cuales les es permitido gozar, ya que no del amor del palafrenero, por lo menos de su cuerpo. La marquesa –éste es un pasaje audaz de mi relato– se masturba imaginándose bajo ese hombre que ya es incomparable. Un día, bruscamente, el palafrenero le comunica que ha decidido marcharse a la capital a probar suerte. Quiere llegar a comandar un ejército, y lo logrará. La invita a partir con él, ya. Saldrán con lo puesto. Nada le ofrece, salvo la partida. Vestida con su ropa más gastada, la marquesa monta en ancas del caballo que el palafrenero ha tomado. Mientras cabalgan, asida al torso del hombre, el movimiento del caballo entre sus piernas es una caricia, y el olor del animal se confunde con el olor firme del hombre que ella abraza. A la siesta, hacen alto bajo unos árboles, y allí él la posee: mi texto, que es discreto, no establece los detalles de esa posesión; sólo comenta que, después, ella lo quiere más que nunca.
Bien, decía entonces que yo escribo un relato, por ejemplo el del palafrenero, y lo presento a la marquesa. En general, ella considera mis textos con benevolencia o simpatía, pero hasta ahora no ha aceptado ninguno. Lee el relato atentamente, y lo rompe: “No es todavía lo que yo deseo”, dice con ese encantador fruncimiento de nariz que conserva desde su primera juventud. Entiéndase bien: es indudable que mis relatos no le desa-gradan, como lo prueba, creo, el hecho mismo de que yo conserve mi trabajo a través de tantos años. A lo largo de todo este tiempo, sus gestos han venido a hacérseme familiares, como mi mesa manchada de tinta o las gastadas embocaduras del sistema periscópico. Conozco su expresión de fastidio cuando la lente la sorprende sin preparación para ser mirada. Conozco ese vistazo con el que, en los momentos más íntimos de sus experiencias, verifica que mi sistema la capte adecuadamente. Conozco, y jamás aludo a esto en mis relatos, las marcas precisas que el tiempo va poniendo en su piel. En mi juventud, he sufrido hasta la desesperación por la cotidiana destrucción de mis textos. Hoy, si bien persevero en mi destino de buscar el deseo de la marquesa, apenas me perturba el permanente recomienzo. Ante cada relato que escribo, mi certeza de que, éste sí, es el que desea la marquesa, es tan sólida como mi aceptación ulterior, en el instante en que ella termina de leerlo y aun antes de que su gesto así lo denote, de que tampoco esta escritura será elegida. Algunas veces, quizá cuando ella se arregla casualmente el pelo que se le ha despeinado y yo sé que es para que la lente la capte mejor, algunas veces creo estar a punto de adivinar el deseo de la marquesa. Luego vuelvo a sumergirme en mi trabajo, y esa impresión se desvanece: tal vez sea mejor así.
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