Miércoles, 26 de febrero de 2014 | Hoy
VERANO12 › RODOLFO RABANAL
Nathaniel Hawthorne anotó alguna vez principios de historias que terminaron en nada. Valery Larbaud halló ese cuaderno años más tarde, tradujo los textos y salvó el conjunto imponiéndose un prólogo. El trabajo de Larbaud data de los años veinte, pero la primera edición debió de perderse en el tiempo. En 1979 la casa Fata Morgana, de Montpellier, volvió a publicar el cuadernillo con notas finales de Jean-Philippe Segonds. Dos años después, en París, encontré ese breve libro impreso Sur vergé teinté y lo obsequié a Sarah, una bella mujer de la isla de la Reunión, a quien yo había conocido una mañana de lunes deambulando por las galerías del Louvre.
Sarah y yo nos hicimos amigos, atraídos, quizá, por nuestra común procedencia exótica: después de todo, Buenos Aires le era a ella tan remoto como lo era para mí la isla de la Reunión. En dos oportunidades la había invitado al cine y habíamos disfrutado de aquellos momentos con una suerte de espontánea inocencia, que yo creía haber perdido. Otras dos veces tomamos el té en la confitería que está en la rue Delambre, precisamente debajo del piso que yo ocupaba entonces y al que, sin embargo, no me atreví a sugerirle que subiéramos. La fina naturaleza de Sarah me conmovía. En ninguna de esas ocasiones me dijo por qué motivo había dejado su isla ni quiso saber de aquellos que me habían llevado a dejar mi país. Hablábamos de literatura y de libros, también de cine y de autores preferidos y, en general, de un tipo de valores –espirituales, si cabe el término– que era menester recuperar a través de las mejores formas de arte. Quien hubiera asistido a una de aquellas conversaciones habría pensado que éramos dos personas inesperadamente anticuadas y, por cierto, fuera de la dominante corriente de este mundo. Pero Sarah no era una pobre estudiante sin recursos, falsamente enamorada de sus carencias. Por lo contrario, tenía una buena posición en una casa de moda de la rive droite y vivía cómodamente en los barrios próximos a la explanada de los Inválidos.
El día que descubrí el libro pensé de inmediato en obsequiárselo. La llamé a su oficina y le hice saber que había encontrado una joya que ella merecía. Me llamó la atención su risa, alegre y, a la vez, sorprendida, como si el hecho de que yo estipulara lo que ella merecía fuera simultáneamente un halago y un atrevimiento. “¿Larbaud a propósito de Hawthorne?”, me preguntó. “No exactamente –respondí–, Larbaud presentando fragmentos originales de Hawthorne: génesis de historias que hubieran podido ser y que Hawthorne jamás llegó a escribir.” “Son –agregué– cuarenta y cinco bocetos, ideas y gérmenes de Historia.”
Nos vimos esa misma tarde en un café tranquilo del Paseo de los Inválidos. Estábamos en mayo y la luz empezaba a demorarse en el polvillo dorado del aire. La piel de Sarah, tersa y cobriza como la canela, parecía agasajar esa dorada peculiaridad de la atmósfera. Sentí que la gente nos miraba y, por primera vez desde que nos habíamos conocido, concebí un deseo que nos involucraba, pero no era tanto un anhelo de abierta posesión como el entusiasmo por ofrecerle una situación original.
Le propuse, en fin, que desa-rrolláramos cada una de aquellas ideas hasta completar un número ideal de cuentos. Y que lo hiciéramos sin desechar ninguna, como si el mismo Hawthorne abrazara la tarea. “Sí –dijo ella–, pero lo haremos a nuestra manera.” “Podremos –dije– imaginar una historia por día o, quizá, por semana: un día es mucho y poco. Y una semana, quizá, resulte excesivo.”
Nos despedimos acordando que nos encontraríamos el sábado. Era jueves, y esa noche, mientras yo no hacía más que pensar en ella, sonó el teléfono.
–Hola –dijo la voz–, soy Sarah...
Hasta ese momento nos habíamos tratado de usted, el vous francés nos permitía el grado exacto de confianza y de distancia que parecía haber requerido nuestra amistad. Ahora Sarah me hablaba de tú. “Tenemos –dijo– cuarenta y cinco laboriosos días por delante.” “O quizá –dije– cuarenta y cinco semanas.” “Eso –murmuró Sarah, tomándose el tiempo para calcular–, hace casi un año, ¿no es verdad? Había escogido el primer fragmento con el que daríamos inicio a nuestro trabajo. No es el que abre el libro –me dijo–, pero decidí que el orden corra por nuestra cuenta. Te agradará”, prometió. “Estoy seguro”, contesté, sin saber ya acerca de qué estábamos exactamente hablando. “Me gustaría que el sábado –dijo Sarah– saliéramos de París, sobre todo si sigue el buen tiempo.” Le pedí que eligiera el sitio. “Cualquier lugar agradable en el campo, donde nos topemos con poca gente.”
Esa noche apenas dormí y caminé horas por Montparnasse, matando el tiempo en los cafés. Las terrazas eran una alegre feria mundana. El viernes hice mi trabajo y luego fui al cine; en realidad, fui a tres cines y vi tres películas, procurando que la noche pasara cuanto antes.
La mañana del sábado se presentó espléndida y Sarah me pareció más bella que nunca. “Hay una aldea al sur de Orly –dije– donde una vez descubrí una capilla abandonada. Podremos comer en una posada rusa junto al Sena, no lejos del pueblo. Nunca se ve a nadie por ese lado y estoy seguro de que te gustaría mucho. El bosque es magnífico y en el centro hay un castillo medio desmantelado, pero que también tiene o tenía una especie de bar o quiosco con bebidas y comida para llevar.” “Perfecto”, dijo Sarah. Parecía radiante.
Llegamos al pueblo en una hora, tomamos café en la terraza del mejor bar de la plaza e iniciamos nuestra excursión. En la capilla, en efecto, no había nadie, pero nos pareció inhóspito. “Vayamos al castillo –propuso Sarah– y después almorcemos en la posada rusa.” Llegamos al bosque y surcamos la carretera principal que lleva al castillo, donde para nuestra sorpresa había una multitud en torno de la plaza vacía, donde ahora se había instalado una orquesta sinfónica.
La función no había empezado y los músicos se preparaban afinando sus instrumentos. Los sonidos claros de cuerdas y vientos ensayaban un comentario y se elevaban para perderse en lo alto de castaños y robles. La gente había llevado su vianda y todo el mundo estaba dispuesto a gozar de un picnic musical.
“¡Oh, Dios mío! –suspiró Sarah, riéndose junto a mi hombro–, juro que no había imaginado algo así: una multitud, pero en el campo. ¿Te das cuenta?” “Me doy cuenta –dije–, pero no es del todo insólito, aunque no estaba en nuestros planes, claro.” Sarah meneó la cabeza, al parecer muy divertida: “Ya verás –dijo–, ya verás.” Quise preguntarle qué cosa habría de ver, pero ya había empezado la función. Eran partes independientes de una selección de temas clásicos y no tanto. Por supuesto, allá estaba Ravel, con La Valse, y también Berlioz, con su Sinfonía Fantástica, y al fin, Mussorgsky, cuyo Boris Godunov venía a resultar una evidente invitación a la posada rusa. Y allí fuimos.
Era mediodía y el Sena reflejaba una luz de plata estriada de amarillo, y en la posada no había una mesa que no estuviera ocupada. Un falso mujik nos rogó que aguardáramos cinco minutos. “El festival –dijo, se excusó con una sonrisa feliz– nos tomó de sorpresa.” “También a nosotros –dije–, créame.” Sarah me condujo hasta la varanda, una mano, fresca y delicada, en mi antebrazo. Vimos juncos verdes e islotes amarronados contra un fondo de bruma celeste y bosques de abedules jóvenes en un típico paisaje impresionista. El sol era tibio y agradable y yo estaba enamorándome de Sarah que, en ese momento, sacó de su bolso el libro de Hawthorne, principal motivo de todo aquello y que yo, bajo la deliciosa presión del presente, había casi olvidado. “Mira –me dijo–, aquí está el fragmento que elegí para empezar.” Era la página 26, en la versión original, y la 27, en la francesa. Leí para los dos:
Dos amantes, o dos personas que deben tratar un asunto muy privado, se dan cita en un lugar que ellos creen absolutamente desierto, y lo encuentran lleno de gente.
En la tabla de los fragmentos, establecida por Jean-Philippe Segonds, el texto figura con el título de Two Lovers (7-9-1835). El falso mujik, ahora discreto, debió aproximarse a nosotros para decirnos que teníamos una mesa esperándonos. “Te das cuenta”, murmuraba Sarah en mi oído. “Ah, sí.” Yo me daba cuenta, y los dos reímos como sólo pueden reír los amantes. La realidad, después de todo, era capaz de completar historias que la ficción a veces sólo insinúa.
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