VERANO12 › JUAN DIEGO INCARDONA

Viva Perón

Sepultamos a Jesús en la estación número catorce del Vía Crucis, en la esquina de Olavarría y Chilaverth, y retomamos la marcha. La gente, liderada por el Padre Severino y los guitarristas, cantaba Cristo, muerte y resurrección, de Vox Dei. En las manos llevábamos antorchas, botellas de plástico cortadas con velas adentro, y en las cabezas unas gorras que nos habían repartido al principio y que tenían escritas distintas bienaventuranzas. La mía decía: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de Justicia, porque ellos serán saciados”.

Al llegar a la Parroquia, la multitud, en su mayoría compuesta por chicos de los grupos juveniles, levantó los brazos y entonces los fuegos, acumulados, dibujaron en la curva de la entrada una larga serpiente de fuego. En el patio, esperaban vecinos y seminaristas de capillas cercanas. Todos saludaron nuestro paso, alzando sus propias antorchas. Al entrar, aunque ellos estaban cantando otra cosa, nuestra canción se impuso, y juntos entonamos la última estrofa.

Pasará un poco de tiempo

Y ya no me verás

Y otra vez pasará el tiempo

Y a verme volverás.

El sacerdote se paró en el medio del patio y los demás nos pusimos alrededor. La serpiente de fuego, en ronda, se tocó la cabeza con la cola. Nos sentamos y cada uno pegó su vela en el piso, goteando cera.

Para terminar, celebramos la estación número quince, una etapa que no se rezaba en los Vía Crucis de otras Iglesias, porque supuestamente no correspondía, ya que el Viernes Santo Jesús todavía seguía muerto, pero en nuestra Parroquia curas y guías de Perseverancia preferían agregarla, adelantándose al domingo de Pascuas, así que aquella ceremonia culminó, igual que en años anteriores, con Cristo resucitado.

Después, la gente empezó a irse, aunque no los guías de Perseverancia, Luz de Vida y Cristo Joven, que permanecían en el patio, zapando distintas canciones de Rock Nacional, al compás de varias guitarras y alguna que otra armónica. El cabezón Adrián y yo también seguíamos ahí, como siempre atrás de nuestros guías, jóvenes de más o menos veinte años, a quienes idolatrábamos.

En un momento nos pidieron ayuda para apagar las antorchas pegadas en el suelo, porque era peligroso dejar tanto fuego prendido. Una por una, empezamos a soplarlas. De pronto, entró a la Parroquia una veintena de personas, lideradas por el joven Padre Fernando, a quien llamábamos el Racu. Era la delegación de la Pastoral Social, bastante cargada de vino, que llegaba tarde al Vía Crucis. Al verlos, los guías de los grupos juveniles se pusieron eufóricos y todos se abrazaron. Después empezaron a saltar y a patear las velas contra las paredes. Cantaban “Vea veavea, somos la banda del Flaco y la Virgen villera, vea veavea, somos la negrada de la Pastoral Villera”. Enseguida, el Racu enganchó con “Loooosmuchachoooosperoniiiistaaaaas...” y entonces los demás se acoplaron a todo volumen, levantando las brazos y haciendo la V. Yo tenía trece años y no entendía bien los códigos de aquellos muchachos más grandes, pero el ritual que estaba presenciando me causaba fascinación. Por inercia, también levanté la mano. Mis dedos infantiles, perdidos en el medio de aquel pogo, hicieron la V por primera vez. Alrededor, la serpiente de fuego agonizaba en el patio de la Parroquia.

Tripas de plástico y cera derretida humeaban el humo pascual, cuando los últimos guías y guiados que quedábamos, sentados alrededor del Racu, caímos de a poco en una especie de somnolencia, causada, para algunos, por el efecto del alcohol, y para otros, como yo, simplemente por el cansancio y por ver la nada en puntos fijos. La noche, con todo su peso, se nos caía encima y nos retenía, grabándonos las infancias y juventudes en las baldosas. En el silencio, rock nacional, canciones religiosas y marchas políticas se mezclaban en los ecos mentales de cada uno, modificando la respiración y el movimiento muscular. Toda la noche hasta que saliera el sol, tocando en una banda de rock and roll. Padre te pedíamos que nos libraras del mal, que volviera Evita y el General, Eva Duarte y Juan Domingo Perón, que vinieran al patio del Sagrado Corazón.

–¡Dicen Viva Perón! –Gritó Huevo, uno de los coordinadores de la Pastoral a quien la borrachera no le había impedido subir al techo–. ¡Las velas en el piso dicen Viva Perón!

Nos pusimos de pie y tratamos de ver, pero no se notaba nada, apenas veíamos un montón de botellas y velas desparramadas. Huevo dijo que desde arriba se veía bien, que nos subiéramos. Racu propuso que había que subir entonces, porque eso había que verlo, que los niños y los borrachos siempre decían la verdad.

Uno a uno, nos fuimos trepando al alero. Una vez arriba, Huevo nos fue marcando la figura. La imagen era difícil, pero si aprendías a unir las velas correctas, como hacía uno en el cielo con las estrellas cuando dibujaba figuras de animales o de hombres, entonces podías descubrir una V gigante que tenía en el medio una P. Casi todas las velas estaban apagadas, pero algunas, por el viento, se habían prendido de nuevo y por eso el símbolo titilaba.

–¡Es un milagro! ¡Santa Evita y San Perón! ¡Esto es un milagro! –gritaba Pichón, uno de los pibes del grupo Luz de Vida.

Los demás empezábamos a creerlo. El Racu caminó por el alero hasta las ventanitas de la Casa Parroquial y se puso a golpearlas, mientras llamaba a los otros curas y seminaristas. Pronto, salieron el Padre Franco y el viejo Pelotone, Ministro de la Eucaristía. Atrás de ellos, varios seminaristas que ya se habían ido a sus piezas, se asomaron para ver, alertados por tanto alboroto.

Les contamos, una voz encima de la otra, lo que estaba pasando. Los recién llegados desconfiaban del Racu y decían que estaba pasado de vino. Pero él y los guías les insistieron tanto que finalmente cedieron y empezaron a caminar por el alero hasta el lugar desde donde, supuestamente, se podía observar el milagro. Iban incrédulos, pero seguro la causa les resultaba simpática, porque todos eran curas y diáconos tercermundistas y varios de ellos habían trabajado en Lugano y en la Villa 31 de Retiro junto a los curas obreros.

La fila de Hormigas avanzó por el alero. Los primeros eran Franco, Pelotone y el Racu. Cuando llegaron al punto de observación, la fila se detuvo detrás de ellos y todos guardamos silencio. Pasó un rato y la expectativa creció, hasta que el Padre Franco, por fin, sentenció:

–Es verdad, dicen Viva Perón.

El grupo estalló de júbilo. Pelotone, para no ser menos, agregó algo que no se escuchó debido al bullicio pero que yo entendí, leyéndole los labios.

–Viva Perón.

Todos querían ver, así que las hormigas se fueron turnando. La fila avanzó y retrocedió por el alero, entre las ventanitas de la Casa Parroquial y el punto de observación, que estaba justo encima del vértice de la V.

Varios empezaron a rezar, pero esto no duró mucho, porque a los pibes nos gustaba mucho más cantar y además nos habían enseñado que quien cantaba, rezaba dos veces, así que estábamos justificados. Enseguida subieron las guitarras y otra vez recorrimos el cancionero, ahora sentados sobre la cornisa, con las piernas colgando en el aire.

El Padre Franco cantó una que casi nadie conocía, que decía vamos a vencer, vamos a vencer. Después contó que la letra era de Luther King y que él la había cantado con su mano apoyada en el mismísimo pecho de Perón, en el año 74, mientras le hacían el responso junto a otros curas.

Esta anécdota dio lugar a otras, pues la mayoría tenía alguna, ya vivida por ellos mismos, ya por algún pariente o amigo, así que la música se fue entrecortando, interrumpida por los cuentos peronistas, todos bastante exagerados hay que reconocer, aunque no por eso menos probables, acerca de cosas que habrían hecho o dicho Perón, Evita o algún peronista famoso. A mí me encantaba escucharlos y me hacían acordar a las veces que mi abuelo José me contaba de la II Guerra Mundial o del barco que lo trajo de Italia a la Argentina, así que puse atención y me aprendí varias historias que, en el futuro, podría contarles a otras personas.

Entre una cosa y la otra, se hicieron las mil y quinientas. Uno de los seminaristas me avisó que mi vieja había llamado por teléfono a la Parroquia para ver si estaba ahí y que le habían contestado que sí, que no se preocupara, que habíamos empezado la vigilia pascual.

A eso de las cinco de la mañana sucedió algo insólito. Rezábamos un rosario misionero a la Virgen villera, cuando en el último denario un chirrido fuerte empezó a contestar los avemarías. Nos miramos, sonriendo. Todos movimos la cabeza, sin dejar de rezar, buscando por curiosidad el lugar donde podría estar aquel grillo. Pero como suele pasar con estos insectos, el canto confundía y cada uno indicaba un lugar diferente. Huevo señalaba la canaleta del alero, mientras Pelotone el techo de la Casa Parroquial y el Racu las velas en el patio. Era un misterio sin sentido, porque no pasaron ni dos cuentas del rosario de madera, cuando todo el lugar empezó a llenarse de bichos, que ahora sí podían suponerse, oscurísimos, saltando o volando entre las paredes, entre los techos, entre nosotros. Era una verdadera plaga, contestando el llamado del primero, que quizás llegaba desde el campito aledaño o en una de esas desde otra parte, de otras oscuridades más alejadas de la Provincia, una plaga de grillos salida de la cabecita negra de la Virgen de Luján.

Curas y laicos, medio dormidos y medio despiertos, quedamos envueltos en la nube de bichos, cada vez más espesa. La V formada en el patio desaparecía de la vista. Yo recordé que otras veces, en el campito, había entrado con mis amigos a las nubes de mosquitos o de mariposas, pero nunca había estado en una de grillos. Lo más raro del asunto, comentaban los más grandes, era que pasara algo así en pleno otoño, que era más común en verano. Era el milagro, se ponían de acuerdo, que todavía no se había acabado, el milagro de la V que atraía a los animales de los alrededores, como los lobos y las palomas en Asís, como las cabras y las ovejas en Fátima.

Al cabo de un rato, los grillos se fueron, volando a otra parte. El ruido que hacían era ensordecedor. Nosotros volvimos a nuestros lugares y terminamos de rezar el rosario. La V, en el patio, cobraba forma otra vez. Arriba, el cielo empezaba a aclararse. Pronto amanecería.

Como le pasa a la mayoría de los trasnochados, también a nosotros nos agarró el sueño más fuerte cuando llegaron los primeros rayos de luz, así que fue la mañana, finalmente, las que nos encontró a todos dormidos y oncando, en el alero de la Parroquia.

No sé si ya era mediodía o casi, cuando abrí un ojo de nuevo. A medida que el entorno, primero borroso, después brillante por los reflejos, fue cobrando forma, yo, desorientado al principio por no ver los objetos habituales de mi pieza, la mesita de luz, la cómoda, los posters de Boca, finalmente recordé en qué lugar estaba, y aunque todo me parecía irreal, los ladrillos a la vista de los paredones, las ventanitas de la Casa Parroquial, la cruz sobre la cúpula de la Capilla, me demostraban que era cierto, que yo me despertaba fuera de mi casa, acostado en un techo.

Cuando los hechos se me armaron de nuevo en la cabeza, lo primero que hice, al acordarme, fue mirar hacia abajo, al patio, en busca del milagro de la V. Pero como si fuera un espejismo, una señora iba y venía por el centro de la imagen. Era la Mirtha, encargada de la limpieza, barriendo con un escobillón ancho las velas desparramadas en el piso.

Entonces la voz de Huevo, rayando la desesperación, quebró a los gritos la monotonía:

–¡Dios mío! ¡Nooooooo! ¡No haga eso doña! ¡¿Qué hace?!

Los demás se levantaron de un sobresalto. La Mirtha miró hacia arriba, y contestó, fastidiosa.

–¿Pero cómo que estoy haciendo mijo? ¡Estoy barriendo este desastre!

Nos quedamos mudos. Ella siguió:

–¿Y me pueden decir qué cornos están haciendo todos ahí arriba? A ver si se portan como buenos cristianos y me dan una mano, ¡eh!

Nadie contestó ni bajó. Resignados, un poco con bronca, un poco con risa, nos desplomamos sobre el mismo alero y nos sentamos en el borde, estáticos, como una fila de hormigas detenida que perdió las hojitas que transportaba, una fila de hormigas negras y coloradas en el techo parroquial, viendo cómo el milagro de la V se deshacía, barrida tras barrida, hasta convertirse en un montón de velas y botellas de plástico mezcladas con pelusas y tierra.

Compartir: 

Twitter

Imagen: Guadalupe Lombardo
SUBNOTAS
  • Viva Perón
 

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.