VERANO12 › GUILLERMO MARTINEZ

El recuperatorio

En 1984 yo tenía veintitrés años y estaba preparando mi tesis de Magister en Matemática, que se titulaba “Sobre las lógicas tetraedrales y pseudocomplementadas de Lukasiewicz”, título éste que por alguna razón causaba mucha gracia a mis amigos. Alquilaba un departamento pequeño en Congreso y aunque frecuentemente omitía la cena, con el dinero que recibía como becario a duras penas llegaba a fin de mes. Por ese motivo había aceptado una ayudantía en la Facultad de Ciencias, en una materia de Lógica. Este sueldo adicional me alcanzaba para pagar el abono al Mozarteum, comprar algún libro e ir al cine dos veces por mes. Daba clases en el horario nocturno y mis alumnos tenían la misma edad que yo, si no eran, en muchos casos, mayores.

Enseñar me entusiasmaba. Más aún, me proporcionaba una satisfacción secreta, hasta entonces desconocida para mí; yo era –soy– algo tímido, pero había descubierto que subido a la tarima, con la tiza en la mano, me transformaba en otra persona. Adquiría una elocuencia imprevista y podía explicar las fórmulas más arduas con un fervor ligero y sonriente, que se contagiaba a mis alumnos. Con asombro y algo de orgullo advertía que era capaz de maravillarlos con las paradojas de Cantor y Russell, o mantenerlos en vilo en medio de una demostración, en el instante de incertidumbre que media entre la hipótesis y la tesis, y hasta hacerlos reír a veces, con uno de esos chistes abstrusos que sólo entienden los matemáticos. Me sentía, por primera vez, cautivador.

Había sin embargo entre mis alumnos una chica que no se dejaba seducir. Esta chica, que tenía un apellido impronunciable, no faltaba nunca y se sentaba invariablemente en la última fila, en uno de los rincones. Era muy hermosa, aunque daba la impresión de no consentir su belleza: raramente se pintaba e iba siempre vestida con una sencillez que parecía deliberada, como si quisiera evitar que la mirasen.

Tomaba sus notas con aplicación, pero pronto sospeché que no entendía demasiado. Era evidente, sobre todo, que no le interesaba una palabra de cuando se decía en el curso. Se limitaba a copiar lo que estaba escrito en el pizarrón y cada vez que yo intentaba un comentario fuera de programa, alguna observación que se me ocurría interesante, sentía desde aquel rincón un silencio resignado, desatento, que a veces lograba descorazonarme. Apenas sonreía con mis bromas y consultaba su reloj con frecuencia, como si permanecer en clase fuese para ella una obligación penosa, que de todos modos no podía eludir.

Sin embargo, lejos de irritarme, esta chica me conmovía. Había algo patético, desigual, en esa resistencia callada, y cada vez que yo daba una nueva definición, cada vez que repetía una explicación y los demás asentían con la cabeza, tenía la sensación de que la íbamos dejando más y más sola.

Tomaba el mismo colectivo que yo para regresar de la Facultad. Viajábamos sin hablarnos, prudentemente distanciados; yo descendía primero, en Rodríguez Peña y Rivadavia, y recuerdo que nunca podía resolver el problema, seguramente trivial, de si debía saludarla al bajar o no.

Cuando llegó el primer parcial pude darme cuenta de que era muy orgullosa. El examen era algo difícil y los demás alumnos me llamaban continuamente para tratar de sonsacarme algún indicio, una pista que los ayudara a resolver uno u otro ejercicio. Ella no. Los nervios la iban consumiendo a medida que pasaba el tiempo, pero durante las cuatro horas no levantó la vista de sus hojas. Finalmente, cuando entregó su examen, vi que sólo había empezado el primer ejercicio.

El tiempo fue pasando pronto para mí. Estaba adelantando bastante con la tesis y entre los papeles revueltos, inmerso en los borradores, empezaba a invadirme esa euforia solitaria, incomunicable, de los matemáticos: aquello que escribía, que era casi incomprensible, era a la vez absolutamente cierto. Fue en aquel cuatrimestre también que ahorrando el cine de dos meses logré comprar una biblioteca de caña, en la que convivieron estrechamente Gramsci con los Piskunov, el Rey Pastor con Gombrowicz y el Principia Mathematica con las ofertas polvorientas de la calle Corrientes. No recuerdo ningún otro suceso particular. Era feliz: la felicidad no precisa demasiados motivos.

El curso proseguía sin sobresaltos. Cuando hablé de los teoremas de incompletitud pude ver cómo iba asomando el desconcierto en todas las caras y luego el asombro, temeroso, casi reverencial. Miré de soslayo a mi alumna: ni siquiera aquello, ni siquiera Gödel, había logrado sacarla de su mutismo. Me sorprendía un poco que siguiera asistiendo a clase; ahora estaba convencido de que debía sufrir durante esas dos horas. Llegó el segundo parcial y aunque fue más fácil que el anterior, ella no entregó su examen. Desde la tarima la vi borronear papeles, morder nerviosamente la punta del lápiz, debatirse inútilmente; ni una sola vez pidió auxilio. Cuando expiraba el plazo y el aula estaba casi vacía, guardó lentamente las cosas en su mochila y se fue. Yo recogí los últimos exámenes y salí un instante después. La encontré en la parada del colectivo.

Hacía frío, era de noche, y éramos las únicas dos personas esperando el 37, de modo que debía hablarle. Pero ya no estábamos en clase y yo me sentía de nuevo tímido, torpe. Ella tiritaba y era una chica hermosa y triste.

–No entregaste –le dije con una severidad fingida, apuntándola con el índice.

Sonrió levemente, sin decir nada, y se subió el cuello del abrigo. En ese momento apareció el colectivo, que venía casi vacío. Ella subió primero y mientras yo pagaba mi boleto pude ver que dudaba entre las dos filas de asientos. Finalmente eligió uno doble. Me fui a sentar a su lado. Hubo un silencio indeciso, que amenazaba prolongarse.

–Esta vez –dije– no fue tan difícil el examen.

–Sí –respondió ella con amargura–. Eso comentaban los demás.

–Y a vos –le pregunté con suavidad–. ¿Qué es lo que te pasa?

Clavó los ojos en los dibujitos de su mochila.

–No me gusta –dijo en voz baja.

–No te gusta... ¿qué? ¿La Lógica, la carrera, la Facultad?

Yo sonreía para animarla. Ella alzó lentamente los ojos; había en su cara una expresión grave.

–No me gusta nada –dijo.

Había hablado con un tono absolutamente firme. Me quedé desconcertado, mirándola con incredulidad.

–Pero nada... no puede ser, algo tiene que haber –me encontré diciendo–. ¿No pensaste por ejemplo en cambiar de carrera? Una carrera humanística tal vez, Letras, Psicología, algo así.

–No; no me gusta nada –volvió a decir con el mismo tono.

Me esforcé en pensar, pero era curioso: no había demasiado para sugerirle.

–¿Y alguna actividad artística? –intenté–. Pintura, o teatro.

Negó maquinalmente con la cabeza, como si hubiera hecho muchas veces esa misma lista.

–O un deporte si no; ¿no te gustan los deportes?

–No, no me gusta nada –repitió por tercera vez.

–Bueno –le dije, sin poder evitarlo–, entonces sólo te va quedando el matrimonio.

Vi pasar por sus ojos una sombra dolorida, como si hubiese recibido un golpe desde un lugar inesperado. Apartó la cara y miró por la ventanilla.

Tuve entonces una especie de vértigo: el colectivo bordeaba los lagos, no habíamos llegado todavía a Plaza Italia, y sin embargo yo había alzado ya delante de esa chica los pocos andamiajes con que se puede apuntalar una vida y ella, con esas cuatro palabras, con esa pequeña frase tercamente repetida, los había derribado uno tras otro. Se me revelaba bruscamente la secreta fragilidad de todas las cosas, como si conformaran una escenografía que yo había mirado siempre a la distancia y de pronto alguien me mostrara de cerca el cartón pintado, las torpes siluetas sin espesor.

Vi que el colectivo doblaba en la avenida y me levanté. Sólo sabía que quería bajarme. A mí me gustaban los libros y la música; me gustaba el cine, la matemática.

–Me tengo que bajar aquí –le dije.

Ella me miró con un poco de sorpresa y otra vez creí ver la sombra de un dolor: tal vez supiera que esa no era mi parada. Pero yo ya estaba de pie.

–El recuperatorio no va a ser difícil –le dije–. Estudiás bien el teorema de Rice y te presentás al primer turno, ¿sí?

Asintió con un gesto y pude ver, antes de bajar, que volvía a mirar de esa forma ausente por la ventanilla.

Fue en esos días que me ofrecieron un cargo de profesor en La Plata, con casi el doble de sueldo. Acepté de inmediato, por supuesto. De esa chica no supe más nada.

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Imagen: Sandra Cartasso
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