Sábado, 6 de febrero de 2016 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
Se ha dicho que la sola asunción de un gobierno de derecha sin preludios golpistas constituye un avance en Argentina. Y la verdad es que no es cierto. Están los antecedentes de Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Mauricio Macri no llegó con esa novedad y, en cambio, sus primeros dos meses de gobierno dejan un sabor a empobrecimiento democrático y a justificación paternalista de formas despóticas. El mismo discurso violento tiene una carga diferente cuando se realiza desde la oposición que cuando proviene del oficialismo y sobre todo del Estado. Aunque el Estado en Argentina es débil frente a las grandes corporaciones, es poderoso frente al ciudadano de a pie. Si el ciudadano le grita al Estado, es David contra Goliat. Si el Estado, en este caso regido además por las corporaciones, le grita lo mismo al ciudadano de a pie, es un atropello y un abuso institucional.
El macrismo, muy apoyado en las corporaciones mediáticas, usó un discurso muy violento desde la oposición, más allá del disfraz de los globitos y los pasitos de baile. El discurso verdadero estaba en los insultos, las amenazas, las agresiones a periodistas y los carteles con horcas que se vieron y escucharon en los cacerolazos, en las campañas mediáticas y en las intervenciones en las redes sociales. El discurso violento, naturalizado por esas corporaciones, justifica después consecuencias autoritarias cuando se llega al gobierno. El síntoma más característico de este tipo de gobiernos es la persecución ideológica, a veces como demostración de poder, a veces para satisfacer el odio que generaron en parte de la sociedad que lo respaldó. Que la derecha argentina tenga esa concepción del poder, baja la calidad democrática de la sociedad en general. Es un problema argentino, no sólo de la derecha. Pero la degradación es mayor si se busca extender esa concepción a toda la sociedad. Es el mismo efecto, el mismo arrebato que en un linchamiento, donde el grupo linchador es arrastrado por los lugares más repugnantes de la condición humana.
Los despidos de trabajadores del Estado están montados como un gran linchamiento público. Además de sacarles el trabajo, se alienta a ensañarse con los despedidos, a despreciar sus funciones, a humillarlos frente a sus familias y amigos y se naturaliza el espionaje en sus tuits y en sus páginas personales de Facebook para demonizarlos y lincharlos como una lacra antisocial. No existen antecedentes en treinta años de democracia. Ni siquiera Raúl Alfonsín, que recibió un Estado lleno de simpatizantes de la dictadura, usó este argumento ideológico para realizar despidos masivos.
Los ajustes de Menem tuvieron argumentos económicos. Aquí no. Es un linchamiento público de supuestos kirchneristas y camporistas. Está montado con esa escenografía. En todos los linchamientos se han visto energúmenos que alientan a la turba para darle y darse valor y autojustificación. Existen equivalentes. Periodistas oficialistas se burlan de los despedidos y hasta se produce una escena dramática entre un grupo de despedidos, algunos que se abrazan y lloran en la puerta del Ministerio de Cultura, y “vecinos” que les arrojan huevos y cubitos de hielo. En las redes, estos vecinos de Recoleta, padre e hijo, ex vicepresidente de una cadena de supermercados mayoristas el padre, abogado el hijo, activos participantes de los actos de Macri, han sido identificados y sus fotografías, muy claras, se han viralizado en las redes, es fácil reconocerlos. En esa escenografía, estos personajes son definidos como “vecinos”. Esa denominación busca que los huevazos se asuman como veredicto de la opinión pública. Y en el momento que eso ocurra habrá una sociedad al borde del fascismo. En el marco de ese drama para cientos de personas que pierden su trabajo y para una sociedad que asiste a un hecho que la deshumaniza por el sólo hecho de permanecer callada mientras sucede, trasciende que el ministro de Cultura despedidor, Pablo Avelluto, contrató a su novia Carolina Azzi. Despedir a 500 personas y contratar a su novia no es lo más ético para el máximo gestor de cultura.
Como sucede con el PRO, todo el discurso de los despidos transcurre por dos vías simultáneas. Una violenta y más difundida: “son todos ñoquis”, “con la plata de todos les pagan la militancia en La Cámpora”. Y la de los globitos amarillos a cargo del ministro de “Modernización” Andrés Ibarra: “Nosotros no tenemos la culpa de que los contratos tengan fallas”. La de Ibarra es real, pero es una excusa. Otro ejemplo lo aportó el ministro de Salud, Jorge Lemus, que paralizó todos los programas de prevención y ahora afronta la mayor epidemia de dengue, pero tuvo tiempo para la caza de brujas como primera medida. No hizo nada para prevenir un brote epidémico que ya tiene más de 1200 infectados en todo el país, pero tuvo tiempo para retirar el nombre de la Madre de Plaza de Mayo, Laura Bonaparte, del ex Cenareso. La excusa fue de globitos amarillos: se había aprobado en Diputados, pero faltaba el trámite en el Senado.
El dengue le cayó de sopetón porque no lo previó. Un ministro de Salud no puede no prever una amenaza que es conocida por cualquier sanitarista y que se contuvo durante seis años a duras penas en la frontera con estrictas medidas sanitarias. En Bolivia, Brasil y Paraguay, el dengue es endémico, no es nuevo, es imposible ignorarlo. Y hubo inundaciones en el litoral y el norte en pleno verano, cuando el mosquito se reproduce. Había que estar ciego para no ver. El hombre que asumió como ministro de Salud no pensó en el dengue. La primera acción pública en Salud fue quitarle a un hospital el nombre de una Madre de Plaza de Mayo. El Ministerio de Salud está paralizado porque Lemus está investigando la ideología de los empleados en medio de una epidemia de dengue y ni siquiera los directores designados tienen firma, por lo que no pueden ordenar el trabajo. La investigación incluye interrogatorios personales y el espionaje de Facebook y tuits de los empleados, como sucede en toda la administración pública.
En estos dos meses, lo único que se ha sabido de Cultura y Salud es este festival bizarro de despidos y cacería de brujas. El sólo hecho de ser kirchnerista o de La Cámpora amerita el despido. No se exhibió un solo caso de personas que cobraron sin asistir al trabajo, más conocidos como ñoquis. Es probable que los haya –y en ese caso estaría justificado el despido–, pero, llamativamente, no se los muestra. Solamente se dice que son kirchneristas o de La Cámpora. Dicen que se los echa porque son ñoquis pero no se muestra ningún ñoqui, sino que se enfatiza, como justificación, en la ideología de los despedidos porque ese es el mensaje que se quiere naturalizar. Se busca que la sociedad vea correcto que el nuevo gobierno despida trabajadores del Estado por motivos ideológicos.
Las situaciones extremas sacan a la luz muchas facetas de la condición humana, como la del padre y el hijo de los huevazos o los periodistas que justifican y alientan. Los dirigentes sindicales que traicionan su propia esencia para estigmatizar a los trabajadores despedidos constituyen la representación más triste de la alienación que produce la turba inducida por un poder no democrático. “Son todos ñoquis” fue la frase delatora que en ese contexto refiere a un Judas bíblico. Por ella, el sindicalista de judiciales Julio Piumato pasará a la historia del sindicalismo argentino. Enfrentado políticamente al kirchnerismo, Piumato podría haber priorizado su rol de dirigente sindical pero fue arrastrado por el sentido común de la turba.
El paro que convocó ATE para el 24 es como el acto solitario de la persona que trata de hacer razonar en medio de un linchamiento. Y seguramente será acusada de defender ñoquis. Desde el punto de vista gremial estará defendiendo el trabajo de sus compañeros. Pero en un clima político enrarecido por la forma en que esos despidos tienden a convertirse en un ensayo para que la sociedad naturalice la persecución ideológica, el gremio de los estatales que se movilizó ayer y hará un paro nacional el 24 estará defendiendo algo que va más allá de los propios despedidos, que es la integridad democrática de la sociedad en su conjunto.
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