Domingo, 7 de febrero de 2016 | Hoy
VERANO12 › ARIEL DORFMAN
Lo miramos entrar, miramos sus pasos trastabillar en el umbral de la sala de clases, lo miramos parado ahí, su primer error, darnos tiempo suficiente para medirlo, pero no el tiempo suficiente para que él comprendiera quiénes éramos nosotros, cuál sería la estrategia para ganar nuestra confianza.
Tosió, como si eso pudiera disimular su respiración nerviosa, casi un suspiro, y entonces, con falsa resolución, caminó hasta el escritorio.
Nos sonrió, otro error, y enseguida:
–Tal vez deberíamos llevar a cabo las introducciones del caso –dijo. ¿Deberíamos? ¿Se estaba refiriendo a sí mismo, usando en forma pretenciosa el plural majestuoso para su propia persona? ¿O pretendía incluirnos? ¿Se trataba de una invitación a los doce que estábamos sentados simétricamente frente a él?
No dijimos nada.
No es que nos hubiéramos puesto de acuerdo ni cosa semejante. De hecho, no habíamos intercambiado entre nosotros ni una palabra desde que nos habían contado lo de García. Pero García nos había advertido cómo actuar en este tipo de situación; García había dicho que mientras más tiempo puedes guardar un secreto, más profundo se vuelve, y sus palabras tienen que haber estado pulsando en nuestras cabezas. Se había referido al silencio de los pueblos indígenas, cuando se hacían los tontos, cómo llegaron a entender que ningún invasor era capaz de dominarlos completamente, por feroz que fuera su rostro o potentes sus armas o astuta su estrategia si no conocía la lengua nativa. Recuerden eso, dijo García, métanse de contrabando en el mundo interno de los hombres y mujeres que han sido sometidos a una autoridad que no han escogido libremente, y recuerden lo que ellos han aprendido: no puedes realmente capturar a alguien hasta que no hayas oído su voz. Si no quieren que su enemigo los arrincone, ya saben lo que deben hacer.
Así que simplemente nos pusimos a esperar.
–Supongo que me toca comenzar –dijo el hombre de pronto, eso fue lo que dijo ante nuestra mudez. –Romper el hielo, digamos–, y aquí su sonrisa se volvió una mueca insana. Sus dedos ejecutaron un chasquido que presumía trasuntar confianza, pero que lo tornaba aún más patético, un chasquido casi militar mientras su mano gesticulaba hacia la ventana y la tormenta que desolaba la tarde. –Aunque– agregó, tratando de hacerse jovial y agudo–, en vista del tiempo, tal vez hablar de hielo no sea la imagen más apropiada. Y en cuanto a romper, bueno, Uds., muchachos, ya se han dedicado bastante a eso, ¿no es cierto?
Seguíamos sin decir nada.
Si él hubiera estudiado con García, hubiera sabido inmediatamente qué hacer: ubicar al más débil, aquella persona, masculina o femenina, que cedería y se derrumbaría ante la presión, preguntarle a ese joven, a esa niña, algo aparentemente inocuo –¿Y te llamas?– o –¿Y qué te parece si me cuentas cuál fue el último tema tratado en clase? –o– ¿Formas parte del grupo que debe graduarse forzosamente el mes que viene?–, cualquier pregunta, con tal de que la estudiante se sintiera acorralada, forzada a responder como único medio de evitar el estilete de los ojos del interrogador, tratando de dominarla ante nuestra mirada atenta. En efecto, si el tipo se hubiera aleccionado, aunque fuera en forma mínima y escueta, con García, tendría claro qué camino tomar, sabría cómo García nos había prevenido contra los métodos empleados por quienes mandan con el fin de dividir y reprimir, para asegurar que el temor hacia él fuera más fuerte que el amor que existía entre nosotros, más fuerte que el amor que le habíamos tenido, que le seguíamos teniendo, a García.
En vez de ello, el intruso procedió a disculparse. Nunca, jamás, vayan a pedir perdón si no han hecho nada malo. La cuarta regla entre las reglas de oro de García. Guárdense sus lo siento y sus perdóneme sobre todo sus por favor, por favor, tenga compasión, hay que guardar esas palabras para el momento único en vuestras vidas en que de veras les van a hacer falta. Y vaya que van a necesitar súplicas como esas, dijo García, meneando su blanca cabellera, ay cómo van a rogar que palabras como aquellas estén a su alcance, bendecirse por no haberlas malgastado en algo espurio e indigno. Uds. son cachorros adolescentes, piensan que van a vivir para siempre tal como yo alguna vez lo pensé, nunca se me ocurriría ahora algo semejante, dado lo que está sucediendo allá afuera, dado lo que puede suceder pronto acá adentro, mis jóvenes amigos, pero déjenme que les asegure que algún día cada uno de Uds. va a estar parado ante –no, me corrijo (García se autocorregía con entusiasmo, constantemente)– me corrijo, dijo García, algún día van a estar arrodillados, arrodillados ante un par de ojos acusadores, pies amenazantes, pies que podrían darles una patada o pies que podrían hacer algo peor. A veces lo que más deberíamos temer son pies que van a partir, que van a partir y dejarnos para siempre solitarios. La soledad es lo que más nos debería dar terror, más que una cachetada o un puntapié o hasta el hambre. Y es ahí cuando las palabras por favor, por favor, tenga compasión, será lo único que les separe del pozo y páramo de la desesperación más oscura. De manera que no hay que despilfarrar palabras como esas en asuntos triviales. La maldición del mundo es que la gente no se disculpa lo suficiente por sus pecados o crímenes o meramente por su cobardía, pero es una maldición mayor todavía que la gente se disculpe demasiado piden perdón como una manera de no tener que penetrar en lo que han hecho, permiso para perseverar en su ceguera, absolviéndose a sí mismos sin expiar un carajo, sin haber entendido nada. Uds., mis jóvenes amigos, no van a cometer esa equivocación, nos prometió García. Sabrán cuándo hay que guardar silencio.
Pero este maestro sustituto –el único que se había atrevido a llenar el puesto después de que todos los miembros de la facultad lo habían rehusado, su modo sigiloso de protestar, forzando al Director de la Academia, ese cabrón, a tener que manejar la tarea imposible de reemplazar a García, forzándolo a entrevistar y contratar y acarrear a algún estúpido instructor desde quién sabe de qué otra institución abominable –este tipejo, este oportunista, podía bien encontrarse sentado en la silla de García como si se hubiera ganado el lugar, pero no había escuchado los consejos de García. Este hombre había comenzado por sentirse culpable antes de abrir la boca, solamente por el modo en que había vacilado en el umbral, solamente por el modo en que no había logrado ocultar aquel suspiro.
–Sé que esto debe ser duro para Uds. –dijo. –Siento tanto como Uds. lo que... pero no, no es para eso que he venido, estoy seguro de que estarán de acuerdo de que hay ciertos asuntos que más vale callar. Y de acuerdo, también, de que cuando una crisis germina tenemos que enfrentarla juntos, unidos en un espíritu de cooperación, al mal tiempo buena cara y, claro, hacer de tripas corazón.
Se detuvo para calibrar el efecto de sus lugares comunes, si ayudaban a que le tuviéramos más apego. Cuando continuamos sumergidos en nuestro silencio, se apuró a llenar el vacío. Nunca cometan ese error, García había reprendido a uno de nosotros después de quince minutos eternos de silencio al comienzo de su clase inicial, tantos meses atrás. Había entrado a la sala, esta misma sala de clases, soltando un manojo de libros y apuntes sobre el escritorio y enseguida, apretando los dedos dócilmente unos contra otros, había entreabierto los labios para dejar escapar tan solo un minúsculo aliento, apenas respirando, llegando a hablar únicamente cuando uno de nosotros le dirigió una pregunta, tal vez hasta haya sido yo el que no había podido soportar ese intervalo inacabable, pese a las advertencias que nos habían dado otros jóvenes que García había seleccionado para asistir a sus clases legendarias, ya sea porque tuvieron suerte, sea porque sus problemas le atraían. Y García muy suavemente, en forma casi inaudible, la regañó a ella o a él o a mí o quién fuera: ¿Así que no pudiste tolerar quince minutos de silencio, eh? ¿No podías esperar, dejar que el tiempo se hiciera lento? No, tenías que apurar los minutos, engullirlos como si fueran caramelos. Unos mezquinos quince minutos. No los pudiste aguantar. Díganme, entonces, mis lindos, ¿cómo van a aguantar la eternidad? ¿Cómo van a enfrentar a la muerte? Esa es la única pregunta que importa, dijo García, la única que nos define, de manera que es mejor prepararse. Y quince minutos no es un mal modo de llevar a cabo aquellos preparativos.
Este sustituto no hubiera pasado ese primer test de García y probablemente tampoco el segundo o el tercero. Y sin embargo presumía que lo íbamos a encaminar, orientarlo para que llevara a término lo que García había comenzado.
–Estoy aquí para ayudarles –dijo el hombre ahora, sonriendo en forma benigna, pero nosotros sabíamos lo que se escondía detrás de sonrisas como aquella, nos habían entrenado para que no nos sedujera nadie con su encanto.Cuando te halagan o te piropean o proclaman la mentira de que eres lo mejor, superior al resto de los seres mortales de la tierra, tengan cuidado. Siempre respondan a tales alabanzas cortésmente, hay que ser compasivos hacia los que todavía no han visto la luz, pero no permitan que esas sonrisas fáciles o su adulación fraudulenta, los adormezcan, los vuelvan complacientes. No tiene que importarles un carajo lo que los demás piensan acerca de Uds., había dicho García. Nunca tengan miedo de ser diferentes o rebeldes, que los tilden de alborotadores y rompeculos. ¿Han oído ya eso? No alboroten, no me rompan el culo. Como si alborotar no fuera normal y natural y noble cuando las cosas no andan bien. O si te llaman feo, así no más, feo –como yo, García dijo. Nacer feo y crecer feo me dio fuerza, quizá hasta sabiduría, aunque ahora último me estoy preguntando si soy tan sabio después de todo. Y entonces García añadió, sin que tuviera aparentemente nada que ver con lo que acababa de decir: Recuerden que aquel que ama más en una relación siempre termina jodido.
García miró por la ventana –era un otoño tempranero y los árboles explotaban con hojas encendidas y luminosas como si el invierno no fuera nunca a venir, como si los perros nunca le iban a ladrar a los tanques que rugían por las calles –y un latigazo de dolor o pena le ensombreció la cara, y se volvió hacia nosotros como solicitando algún comentario, nos había dicho que no dejáramos de comentar algo si veíamos la necesidad, y no se sintió defraudado cuando alguien preguntó, esta vez estoy seguro de que no fui yo: –¿Significa eso que nunca debemos amar intensamente, darnos enteramente a otro ser humano?
Otro ser humano, respondió García, ahora muy compuesto, una causa, una revolución, alguien o algo que nos sobrepasa y desborda y es mejor que nosotros, oh, nunca quise sugerir que no debemos entregarnos a fuerzas más bellas que nuestro pequeño ser. Solo que debemos estar conscientes, no engañarnos respecto a los sacrificios y pérdidas que tal entrega puede significar, tenemos que estar dispuestos a pagar el precio. Piensen, piensen antes de dar un salto mortal –y enseguida den ese salto, sigan lo que exige el corazón. Un pensamiento sin emoción es vacío; una emoción sin acción es puro fraude. Pero no dejen que otros sepan todo lo que piensan, nunca se entreguen del todo, por mucha pasión que sientan, por mucha ansiedad de amar. Siempre conserven algo mínimo que solo les pertenezca, algo entera y completamente vuestro.
–Y no les puedo prestar auxilio –prosiguió ahora, impertérrito, el sustituto –al menos de que me ofrezcan alguna información, más de lo que he hallado en los apuntes de clase a los que las autoridades pertinentes me han dado acceso. Aunque más urgente –dijo, midiendo sus sílabas y tratando de medir cómo las recibíamos –son las pruebas, estas –¿cómo llamarlas, llamarlos?– ensayos, bocetos, respuestas razonadas, no alcanzo a comprender lo que intentan..., este tópico adjudicado por mi colega, por... Y acá parecía a punto de tartamudear el nombre de García, pero no lo hizo. Había osado insinuar que era un colega suyo aunque jamás había cruzado por su existencia, solo idiotas podían creer que fueran compinches. ¿Qué pretendería enseguida? ¿Que eran discípulos del mismo maestro, que habían estudiado juntos tal como nosotros lo hacíamos ahora? Era claro que jamás había visto siquiera a García, tal como nunca antes había divisado a ningún miembro de nuestro grupo, de nosotros solamente sabía lo que se trasuntaba de lo que habíamos escrito hace un mes, los pliegos que ahora extrajo de un reluciente maletín negro y que agitó ante el curso.
–Las pruebas –repitió– he ahí el problema que nos incumbe, a Uds. y a mí, a todos, en fin. Solo unas pocas se han corregido a medias e incluso esas no han sido..., bueno, nadie se dio el trabajo de ponerles nota. De modo que no tenemos claro, el Director y la administración, quiero decir - ellos precisan que yo ponga orden en este embrollo. Que se vuelvan a corregir estas pruebas, para que cada esfuerzo se juzgue con un criterio único. ¿Me entienden? Porque Uds. necesitan graduarse, encontrar un trabajo, reembolsar a sus padres y guardianes por el costo en que ellos han incurrido, la zozobra... De los doce enrolados en esta clase compensatoria, siete cursan su último año y no pueden darse el lujo de perder el semestre.Si bien los otros cinco tampoco merecen ser sometidos a este tipo de irresolución–, sí, en efecto, la palabra apropiada es irresolución, ya que dimos con ella. Así que comencemos por darle prioridad a los siete que tienen mayor urgencia. ¿Qué les parece ese plan?
No respondimos, ni los siete que iban a graduarse ni los cinco que iban a quedarse en este instituto sofocante durante otro año siniestro. No le respondimos. Que él se devanara los sesos. Para eso le pagaban, para eso habían utilizado el miserable sueldo de García.
El sustituto no parecía entender nuestro mensaje. –No sería aconsejable, espero que estén de acuerdo, y si no lo están, si insisten en... Bueno, la mala conducta acarrea consecuencias. A estas alturas, Uds. deben haber aprendido eso, que los errores pueden perdonarse, claro que sí, siempre que se exhiban señales claras de arrepentimiento. En caso contrario, no habrá piedad–. Se detuvo. Tal vez el Director le había expuesto que la intimidación no había tenido resultado con esta banda particular de adolescentes, que solamente García había logrado algún tipo de éxito con nosotros y que García nunca amenazaba, nunca creyó que el miedo servía para un carajo. Fuera por la razón que fuera, el tono del sustituto se suavizó. –Pero, vamos, lo que intento es ser justo con Uds., porque no es lógico que un manojo de pruebas se hayan corregido por un instructor según una norma y las otras por alguien enteramente diferente, empleando cánones enteramente diversos. Simplemente así no funciona el sistema, nadie podría proclamar quién obtuvo el primer lugar en el puntaje y quién –bueno, alguien tiene que perder, así es la vida, una lucha por sobrevivir, y es imprescindible una cierta jerarquía.
Estaba criticando a García, naturalmente, condenándolo por su desprecio tajante de las pautas, su desaprobación de toda forma de recompensa. Les voy a dar a todos, a cada uno de Uds., la mejor nota, había dicho García la primera vez que nos devolvió un ensayo, nuestra breve respuesta a la pregunta ¿Es posible acoger la mala fortuna como una bendición o siempre debemos aborrecerla? Ese es el método, mis jóvenestodos reciben el mismo tipo de compensación, o me vendo los ojos y tiro dardos a los nombres en una pared y dejo que los dardos, conllevando notas distintas, determinen a los ganadores. No voy a colaborar, dijo García, con esa gente que quiere que Uds. se devoren entre sí, pelearse ahora para que más tarde, allá afuera, se sigan peleando. Simplemente no estoy dispuesto a hacerlo. Así que voy a dejar que Uds. decidan. ¿Qué va a ser, dardos en un universo absurdo y cruel y arbitrario o todos para uno y todos para todos?
Todos para todos, como ahora, calladamente esperando la próxima movida.
–De modo que –dijo el sustituto de repente. Estaba claro que no se sentía culpable de haber usurpado el lugar de García, que debíamos agradecerle el haberse hecho cargo del bulto. Estaba claro que no sentía merecer en absoluto esta mala fortuna, la tribulación de doce estudiantes recalcitrantes que se sentaban frente a él como si estuviéramos hechos de piedra, como si él fuera una piedra. –De modo que –repitió– este tema, ¿Por qué la indiferencia puede ser peor que el asesinato? Confieso que no es fácil corregir sus respuestas puesto que no estoy de acuerdo, no puedo estar de acuerdo, con la premisa. Ni tampoco me ha ayudado el hecho de que su plan de estudios no señala bibliografía alguna, ninguna mención de lo que espera de los educandos y, lo que es más desconcertante, solamente las mismas palabras garabateadas al final de cada ensayo leído: ¿Hubiera sido mejor no haber nacido? Ninguna otra pista, nada más que esas palabras finales como comentario.
Le podríamos haber explicado que García había expresado esas mismas palabras la última vez que lo habíamos visto, hace un mes atrás, cuando nos había sorprendido con esa tarea, y nosotros le habíamos pedido que nos clarificara el tema que proponía que respondiéramos durante las próximas dos horas de clase, si pudiera ofrecer a sus estudiantes algún indicio de por qué la indiferencia podía ser peor que el asesinato. ¿Se han preguntado alguna vez, Hubiera sido mejor no haber nacido? Eso había dicho García. En el caso de que algo salga mal, había dicho, porque, créanme, algo siempre va a salir mal en la vida, de eso no les quepa duda, es entonces que van a tener que preguntarse, ¿hubiera sido mejor no haber nacido? ¿Hay alguna situación que puedan imaginar –merecida o inmerecida, no importa, el infortunio no es la dueña de nuestro destino– pueden imaginarse Uds. una situación en la que tendrían que pensar eso, rezar de que nunca hubiesen visto la luz del día, que no hubiesen tenido madre? ¿Traicionados tan a mansalva que dirían eso?
Uno de nosotros había levantado la mano, alentado como siempre por García a cuestionarlo, no someterse a su edad o su posición o su conocimiento o su notoriedad –no me cuenten todo lo que están pensando, pero tampoco se reserven una opinión si no comprenden algo, yo sería un puto fracaso si Uds. no se han independizado de mi influencia al finalizar este curso, si no son capaces de navegar las turbulencias que se vienen sin mi presencia –y había indicado que le hicieran la pregunta respectiva y ... ¿Cómo se relaciona lo que acaba de decir con la indiferencia y la responsabilidad y el asesinato?
Y nos sonrió –ay, cómo se iluminaba la sala cuando sonreía–, sonrió y nos recordó que no había mencionado la responsabilidad como parte de la tarea pero que la palabra le parecía particularmente apropiada en vista de lo que podía salir mal en la vida, lo que era seguro que iba a salir mal en la vida. En cuanto a preguntarse si no hubiera sido mejor no haber nacido, bueno, una vez que hayan logrado una respuesta a esa pregunta, por precaria y preliminar que fuese, una vez que se han hundido en ese sótano, en esa oscuridad, donde la pregunta se vuelve imperativa y no puede ser postergada, una vez que alguien se para ante ti con total indiferencia, mirándote sufrir con total indiferencia, entonces, jóvenes míos, si sobreviven, ahí estarán preparados, de veras preparados, para celebrar la vida como una perpetua resurrección.
Y fue así que supimos, que ahora lo volvemos a saber mientras observamos al sustituto tratar de arrancar de nosotros una reacción, así es cómo podemos confirmar que algo malo le ha pasado a García. Lo habíamos sospechado a penas el Director, ese cabrón, había ingresado a nuestra sala de clases hace tres semanas y nos avisó que García no iba a poder asistir ese día por circunstancias que era mejor no mencionar, y que las autoridades buscaban activamente una solución. No hicimos ni una pregunta. Dejamos las cosas sin mencionar, no debido a lo que el Director había dicho sino porque García nos había aconsejado no decir nada que nos pusiera en peligro si ocurría una emergencia, y una semana más tarde todavía no había retornado y los doce esperamos en el aula tan fría sin movernos un centímetro y sin mirarnos ni de soslayo y sin respirar una palabra que revelara lo que de veras sentíamos, que nos preguntábamos si uno de nosotros no era acaso responsable por su ausencia, si acaso uno de nosotros, él o ella o yo, habíamos revelado algo al mundo hostil, allá afuera, que había puesto en peligro a García, las dos horas enteras en el silencio más rotundo, y al final de ese período habíamos convenido meramente por el modo en que nos paramos que la semana que venía volveríamos a estar acá, y eso es lo que hicimos, nos juntamos una semana más tarde, con la esperanza sin esperanza de que García entraría por la puerta, pero el que entró como un reptil fue el Director, con la promesa de que en la próxima sesión tendríamos un maestro sustituto. Y fue entonces que tuvimos la certeza de que a García le había sucedido alguna desgracia, en algún sitio, sobre alguna calle, mientras un pájaro en un árbol cercano contemplaba cómo la nieve cubría su cuerpo, o tal vez en un cuarto quién sabe dónde alguien, alguien nacido de una madre humana alguna vez, se aproximaba a García, mirándolo como si fuera un pedazo de carne. Supimos que si García no había venido, si nos había dejado solos era porque tenía que estar muerto, que únicamente la muerte podría haberle impedido de estar presente para discutir si era posible imaginarse una situación en que se nos traicionara tan a mansalva que era mejor no haber nacido.
Nos quedamos así, absolutamente silenciosos, simplemente esperando.
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