VERANO12 › POR HEBE UHART

Mi gato

Cuando toma yogurt se lame con él todo el cuerpo y parece decirme: “Por fin me refresco”. Cuando le doy pescado, me agradece pasándome su cola por mis piernas y cuando la carne no le gusta, la rechaza con una patadita que quiere decir “Está incomible”. Tampoco toma agua vieja o con olor a hormiga accidentada dentro del líquido: él mismo le pone el sello de invalidación al agua tirándole un trocito de alimento para gato a ese plato. Lame de una galletita el queso crema y yo sé si quiere mucho o poco. Si quiere mucho, lame la galletita cuidadosamente hasta el final, en pequeñas parcelas exhaustivas. Dirá: “Aprovechemos ésta, que quién sabe si hay más”. Algunas veces se acerca a la comida, o a visitar a la señora de al lado, no de manera mecánica o habitual, sino como si se acordara de que se olvidó algo. Eso se nota porque cambia el ritmo de la marcha: va corriendo y con decisión hacia sus objetivos. Si lo miro fijo, desvía la mirada en el mejor estilo humano de hacerse el oso, también se hace el oso porque se asusta cuando me bordeo los ojos con las manos ahuecadas. De la pelota también se asusta porque los piques tienen un destino incierto; debe pensar que la pelota está loca. Le gusta jugar con aritos de plástico; se los tiro y los busca, cuando los agarra los afirma con la pata como diciendo: “Acá está”. Prefiere unos aros a otros y es sensible al interés que ponga yo en ese juego: cuando el juego ha sido bueno y satisfactorio, me devuelve el aro cerca de los pies, reforzando el aquí con la pata. De esos aros el que más le gusta es una especie de triángulo y yo tengo una teoría: percibe mejor lo angular; de chico exploraba mucho las junturas de las paredes, en la zona del ángulo.

Si lo beso y lo acaricio cuando no tiene ganas, se sacude como los chicos que se limpian los besos, pero cuando le doy un beso muy sentido, no tiene más remedio que aceptarlo y no se resiste. Tiene absoluto control sobre el efecto de sus uñas y dosifica sus arañazos: si está un poco molesto, las saca apenas, si la molestia va in crescendo, no las saca todavía de plano: lanza una advertencia: produce con ellas una sensación un poco molesta, parecida a la del pinchazo de la inyección que ponen para la anestesia general: un calor entre picante y pinchante, como el pincho de una tela caliente y rugosa. Es peligroso acercarle la cabeza y dejar que roce el pelo porque tiende a investigar la consistencia del cuero cabelludo, debe creer que ahí hay un nido de tarántulas.

Cuando está muy generoso y a gusto –para él es lo mismo– me permite jugar con la punta de la cola: me da golpecitos a intervalos regulares sobre la palma de la mano. Salvo que odia el viento, detesta la lluvia y se aterroriza ante el granizo, en relación a lo que se puede o no hacer, no hay reglas fijas: se le puede tocar la cola y los bigotes en ciertas circunstancias. No se lo puede acariciar mientras graniza, porque como es un animal, su terror es sagrado. Tal vez toda la inteligencia humana no haya sido más que vencer el terror, todas las fórmulas de cortesía, qué tal, cómo le va, sólo sean fórmulas para aventar el terror que nos produce otro ser humano. Pero a diferencia de nosotros, que cuando aprendemos algo nuevo nos sentimos llenos de estímulos y vitalidad, si él aprende un juego nuevo más difícil, no lo repite: una vez aprendió un fuego difícil y huyó aterrorizado. Huele y se regodea con el cuero y la lana de la camiseta que, como diría Platón, participan de la animalidad, y rechaza los simulacros de gato y perro de porcelana. Cuando se rasca las uñas en la madera y en la paja no es sólo por necesidad, es también un ritual. Lo hace siempre que tardo mucho en volver y ahí querría decir “gracias a Dios”. También se rasca las uñas cuando paso de una actitud sedentaria a otra más movida: ahí indica el pasaje de un tiempo a otro. Cortarle las uñas significa impedirle imaginar los tiempos. Sabe entonces lo que es “aquí”. Cuando afirma con la pata los objetos y sabe también “nosotros”. Cuando se va la visita también se rasca las uñas en alguna parte como diciendo “por fin solos”, o “por fin un poco de tranquilidad”.

Yo invito a unos amigos que tienen nenas. Las nenas juegan en el cerramiento de atrás. Mientras nosotros hablamos del Mercosur, de que se compraron una computadora o de que es inadmisible que alguien haga esto o aquello, el gato se va a ver lo que hacen las nenas: ellas cambian todo el lugar en dos minutos: llenan la mesa de fichitas que caen, cambian de lugar las macetas para el juego de visitas y siempre establecen un nuevo orden con los objetos. Yo voy al cerramiento llena de satisfacción para investigar el nuevo orden y el gato está exclusivamente cerca de ellas, lleno de fascinación y terror, no pudiendo creer toda la osadía que ve, como les pasa a los espectadores de la tragedia griega, ante la transgresión del héroe.

Sabe que espero visita porque acomodo las sillas, pongo el mantel y las copas, doy vueltas, miro la hora, y cuando la mesa está puesta se sienta arriba del mantel a esperar. A él no le importa si suena el teléfono, pero si oye el portero eléctrico, se baja del mantel hasta la puerta para ver quién viene y saca la cabeza como una vecina chusma. Sabe también cuándo termina la visita antes que yo: cuando se produce un silencio en la conversación, en ese estarse despidiendo, en ese me quedo un ratito más o me voy, él ya está despierto y sentado cerca de la puerta como despidiendo.

Cuando vienen unas amigas para tomar sol, mientras hablamos de la gente conocida: que si él, que si ella, que si es maduro, que está verde, que si no era, que se habrán separado, él da vueltas al sol junto a nosotras: toma sol y da vueltas para arriba y para abajo, como un pollo que se está rotizando.

Mira a algunas personas con cara de pronóstico reservado: seguía muchísimo con la mirada a una chica de la limpieza que era casi profesora de Historia y ex monja. A ella se le caían todas las cosas a cada rato, se apartaba y cantaba bajito pero con una voz muy rara, estaba como ajena y aparte. El gato la seguía de habitación en habitación observando todo lo que hacía, con las patas y la cabeza bien afirmadas al suelo y con el culo levantado. Quizá esperara algún hecho fascinante y novedoso de ella o no la dejaba tranquilo el modo de ella de moverse por la casa. De repente, después del canto de la chica –inquietante, en verdad– sentí un grito desgarrador y creí que ella estaba por morirse o algo así –a esa chica le podía pasar cualquier cosa y gritó porque sin que ella se diera cuenta, el gato se le había subido al hombro, como si fuera una lechuza. Porque él tiene relaciones distintas con las personas: cuando viene Clara para hacer planillas, las despliega a todas en el suelo para ver simultáneamente distintos datos. El no se asusta por dos cosas: Clara ostenta un dominio eficiente del espacio y coloca las planillas en un movimiento rasante sobre el suelo, no hace un revoleo al azar. El se pone a prudente distancia para observar sus seguros movimientos y parece otro gato, un señorito tímido y educado; eso sí, sin que ella se dé cuenta, le huele con prudencia los zapatos. Cuando el gato era chico, vino un ex novio con el que estábamos hablando amigablemente sobre la situación política, se le acercó rápida y decididamente, como enfrentándolo y advirtiéndole, sin agresión, aunque se puso de frente a él, cara a cara. En esa advertencia le quería decir: “El novio de ella ahora soy yo”. Mi ex novio se rió del gesto y yo también: nadie hizo ningún comentario porque se entendió todo.

El hombre debe ser para él un animal más grande que lo alimenta, lo acompaña y lo abandona. Por eso se pasa la vida estudiando mis hábitos: sabe por la bolsa si voy lejos, si voy cerca y yo sé por él cuando estoy desasosegada e insegura: doy vueltas por la casa, no encuentro lo que busco, no sé si salir o quedarme. Cuando doy muchas vueltas y él me ha seguido, finalmente me da una patadita que quiere decir: terminá con tanta vuelta que me ponés nervioso. Y a la noche, cuando me siento con un vaso de algo frente al televisor, él puede salir tranquilo al balcón, desde donde vuelve de tanto en tanto para controlar si todavía estoy ahí. Si en el interín entra una persona que escapó a su control –cosa rara– mira con cara de decir “¿cómo sucede esto nuevo sin mi presencia?”.

Se pregunta por los arcanos, mejor dicho los investiga, adentro del armario, la valija de los plomeros, la rejilla por donde corre el agua y mi valija de viaje. Mi valija de viaje es arcano y fatum. ¿Qué hay más allá, qué hay más arriba, qué hay más abajo? Destapa la rejilla de la canaleta y mete la pata adentro. El ascensor es el arcano mayor y es el infierno. El movimiento y el golpe de las puertas producido por un gran viento previo a las lluvias es para él el anuncio del fin del mundo. El fin del mundo es el granizo y él no espera la salvación inventando un mundo nuevo, pobre, la espera escondido debajo de la cama.

Tiene un maullido distinto para cada cosa, pero uno totalmente diferente para el extrañamiento metafísico: es largo, quebrado y mientras mira a su alrededor con cara de desconocimiento y asombro, como si fuera la primera vez que observa todo: es una cara y una actitud que me recuerda a los ejercicios de extrañamiento que recomendaba Stanislavski a los actores para que vieran a su alrededor con una mirada nueva.

Cuando el tiempo está bueno, la comida rica y yo estoy tranquila, contadas veces me hace una caricia muy especial y rara: pasa muy suavemente su lengua por la palma de mi mano, una caricia que nada tiene que ver con los lengüetazos apurados habituales. Yo interpreto que esa caricia quiere decir “gracias por existir” (abarca su existencia y la mía) y es similar al agradecimiento que hacen los conductores de programas televisivos a sus entrevistados famosos pero también quiere decir “esta casa es un cosmos”. La intuición de la unidad del cosmos que Schopenhauer atribuye al santo y al genio, quienes han vencido las estratagemas de la razón, él la tiene sin ninguna necesidad de ascetismo ni de vencerse a sí mismo. La única diferencia está en que si se le presentara un pajarito, abandonaría su intuición cósmica y ese estado de beatitud para hacerlo pelota desplumándolo en dos minutos.

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