Jueves, 3 de enero de 2008 | Hoy
Por Osvaldo Soriano
Más difícil es hallar algún indicio que recuerde el paso por el teatro Casino, en 1915, de un flaco desgarbado que actuaba como payaso en la troupe de Flynn. Era Stan Laurel y las revistas de la época, aunque comentaron la actuación del grupo, no dedicaron ni una línea al desconocido cómico.
Stan había llegado a Estados Unidos el 2 de octubre de 1912 como integrante de la troupe inglesa de Fred Karno, que iniciaba su segunda gira por ese país.
Con Stan viajó Charles Chaplin, el astro del conjunto. Ambos pensaban quedarse en Norteamérica para buscar trabajo en el cine. Hasta entonces, Laurel era el suplente de Chaplin.
Charlie consiguió su primer trabajo en seis meses. Laurel tardó cinco años en ingresar en el cine. En el ínterin se ganó la vida en circos y cabarets. Sus primeras películas no tuvieron éxito comercial, pero se lo respetaba como un comediante inteligente, sagaz.
Stan Laurel desplegaba todas las mañanas los diarios para saborear la fama de aquel hombrecillo talentoso que había llegado con él en un barco de ganado. Chaplin era reconocido ya como uno de los más geniales comediantes que habían llegado al cine.
Stan intentó saludarlo varias veces, pero Charlie no lo atendió nunca. “Estaba muy ocupado”, suponía Laurel.
Los últimos días de 1926, Stan se emocionó al saber que iba a dirigir una película. Ese gordo a quien tenía que señalar los pasos de su primera comedia tenía pasta. Era algo despreocupado, torpe y displicente, pero servía. Cuando Stan vio que volcaba el aceite, creyó morir. De pronto, todo iba a parar al demonio. Entonces corrió a ayudarlo.
De aquella idea de Roach surgió Slipping Wives, un éxito con pocos precedentes. El público se dislocó de risa ante la asombrosa plasticidad de esos hombres que destruían todo a su paso. El cataclismo se convertía de pronto en poesía, como si las leyes del mundo se alteraran de pronto y la destrucción del orden fuera, por fin, bienvenida.
Alerta, la Metro Goldwin Mayer contrató al equipo capitaneado por Roach y la serie de filmes de Laurel y Hardy creció hasta ganar todos los mercados. Parecían tan sólo dos buenos payasos hasta que en 1929 filmaron Big Business, tal vez la película más cómica de la historia del cine (en la Argentina se la conoce como Ojo por ojo).
En adelante, Laurel y Hardy trabajaron en los estudios buscando la perfección. Cada una de sus películas tenía el simple objetivo de hacer reír con un método inédito en Estados Unidos: la destrucción de la propiedad y la burla a la autoridad, los valores más preciados por los norteamericanos de entonces.
Stan era el cerebro de la pareja. Ollie –ya sus amigos preferían llamarlo Babe– se despreocupó de la técnica y del trabajo silencioso. Prefirió jugar al golf y perseguir mujeres, mientras su compañero pasaba horas frente a las moviolas perfeccionando cada detalle.
Nadie, hasta entonces, había dedicado tanto tiempo a la construcción de un gag. Laurel quería que cada situación pudiera desprenderse del contexto del guión como una obra en sí misma. Así, sus películas parecían endemoniadas cajas chinas en las que cada vista era independiente del resto, pero a la vez le daba sentido. Stan Laurel inventó el gag. Le concedió un crescendo, un clímax y una deliciosa caída. Cada gag del Gordo y el Flaco semeja un espléndido orgasmo con toda su furia, su desesperación y su necesario alivio. Como incansables amantes, el Gordo y el Flaco provocaban una y otra vez ese clímax.
Hardy dijo una vez que ellos no necesitaban planes previos; bastaban las instrucciones de Stan para iniciar una toma exitosa. Ocurría que esas instrucciones eran el producto de un paciente estudio. “A veces bastaba un perro para iniciar una toma –contó Ollie–, y llevarla adelante. Stan hacía algo y yo lo seguía y daba pie para que él hiciera otra cosa y yo otra y después Stan hacía el montaje y todo era perfecto.”
Cada vez que terminaban una escena, a su alrededor flotaba el desastre. Casas y autos eran destruidos, los policías violados, los matrimonios traicionados. ¿Y el american way of life? Tal vez Stan no haya querido provocar esos cataclismos en la sociedad, pero todas las películas que creó los contenían como si la anarquía fuera su manera de expresar una sociedad despiadada.
Cuando la demanda del mercado y sus contratos con la Metro los obligaron a filmar largometrajes, comenzó la decadencia de Laurel y Hardy. Pero no sólo la obligación de dosificar los gags en una hora y media de celuloide los llevó al fracaso. El paso de comedia amable, picaresca, no era el fuerte de Stan. El creciente éxito de los hermanos Marx terminó por apabullarlos. Al comenzar la guerra, Laurel y Hardy estaban terminados.
Stan se recluyó. Hardy marchó al frente. Como un Mambrú insólito, se unió a las tropas que asaltaron el peñón de Gibraltar. Empezó como oficial, terminó como oficinista.
Cuando Ollie retornó a Estados Unidos, se reunió con Stan y firmaron un contrato para rodar algunas películas. Fueron, sin excepción, absolutos fracasos. Toda la grandeza de la pareja había quedado atrás. El desconcierto ante una realidad que los alejaba de su propia historia desencadenó la tragedia. Ningún productor quería ya a esos viejos comediantes vacíos.
La decadencia del Gordo y el Flaco se acentuaba a medida que los historiadores iniciaban el descubrimiento de su genio pasado. Laurel y Hardy eran tan sólo espectros de una época esplendorosa. Sin un dólar en sus bolsillos (nunca reservaron derechos sobre sus filmes), comenzaron a vagar otra vez por los teatros del interior. Quienes los vieron en los escenarios recuerdan sus gags como burdas parodias, como parábolas perfectas de un círculo que se cierra. Hacia 1949 hicieron su primera gira por Europa y trabajaron en París, donde el público los adoraba. Por fin, filmaron Atoll K, una experiencia horrible. “Cada vez que caían al suelo parecía que no podrían levantarse jamás. Se imitaban a sí mismos, pero con un infinito cansancio”, escribió un crítico francés.
A su regreso a Estados Unidos, la pareja no tenía otra posibilidad que la vuelta al vodevil.
El hijo de Hal Roach –también productor–, en un intento por recuperar la grandeza de la pareja creada por su padre, les ofreció filmar una serie para la televisión. Parecía, por fin, que la vida les daba otra chance. Entonces Stan, que era diabético, sufrió un ataque y estuvo al borde de la muerte. El plan se frustró y tuvieron que vivir, junto a sus mujeres, en pensiones de segundo orden.
Desesperado, Ollie recordó que John Wayne había sido uno de sus amigos. “El nos ayudará”, le dijo a Stan. “Nadie te ayudará ahora”, le contestó el Flaco.
Ollie concertó una cita con la secretaria de Wayne, uno de los más influyentes hombres de Hollywood, y una tarde se fue a verlo a su residencia. Ese día recibió la que tal vez sería su última humillación: el cowboy le dio un papel en una película del Oeste como actor de reparto.
Ese acto de villanía, ese gesto de despreciable beneficencia ensayado por Wayne, hizo exclamar a Buster Keaton (quien también estaba casi en la miseria): “Ellos cometieron el error de hacer reír a un país violento y sin alma, que íntimamente los amaba pero terminó despreciándolos”. John Wayne fue tan sólo el ejecutor de esa reacción.
En 1953, Laurel y Hardy emprendieron viaje a Gran Bretaña, en un intento por olvidar sus penurias. Darían algunas funciones en teatros rurales y el Flaco volvería a ver a su padre, un viejo comediante del teatro de Lancashire. Un periodista inglés, que entrevistó a Laurel, escribió que aquellos hombres eran los espectros de una historia que podía volver a verse cada día en un cine cualquiera del mundo.
Se sabe que Stan vio a su padre. Los viejos actores cenaron juntos y no hablaron. Un apretón de manos fue la despedida: Stan partía otra vez hacia Estados Unidos, pero ya no buscaba nada.
Un año más tarde, Ollie tuvo un par de ataques al corazón y quedó semiparalítico. Su mujer lo internó en un hospital de Burbank y allí se quedó en un sillón de ruedas, empujando su cuerpo que había perdido sesenta kilos, hasta su muerte, el 7 de agosto de 1957.
Stan, que sufría otro ataque, no pudo ir al entierro. “Tuve suerte –diría más tarde–, porque Ollie murió en la miseria más absoluta. Yo aún puedo pagar mi habitación.” En esa pieza de una pensión cercana a Los Angeles pasó sus últimos años, recibiendo apenas la visita de sus tres alumnos, Dick van Dyke, Jerry Lewis y a veces, Danny Kaye. “Dick es el más talentoso –escribió–, me gustaría que si alguien se interesa alguna vez por filmar mi vida, sea él quien lo haga.”
El 23 de febrero de 1965, cuando Stan murió, Van Dyke leyó la oración fúnebre en el cementerio de Forest Lawn. “Stan nunca fue aplaudido por su arte porque él se cuidó muy bien de esconderlo. El sólo quería que la gente riera”, dijo el actor.
Más de trescientas películas han quedado archivadas en las cinematecas de todo el mundo. La Metro produjo siete antologías de sus obras. Blake Edwards, Pierre Etaix, Jean-Luc Godard, han intentado a partir de la técnica del gag de Laurel y Hardy abrir nuevos caminos para la comicidad. No lo han conseguido. Tal vez la decadencia de Stan y Ollie, su tragedia, hayan señalado el fin de una época en el cine norteamericano: la de los antihéroes absurdos.
Este retrato está incluido en Artistas, locos y criminales
de Osvaldo Soriano.
Se reproduce por gentileza de la
Editorial Seix Barral (Biblioteca Soriano).
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