VERANO12

GUIA DEL USUARIO PARA EL NUEVO MILENIO

 Por J. G. Ballard

Las heroicas hazañas de Coca-Cola durante la Segunda Guerra Mundial tuvieron su recompensa, y su alcance mundial igualó al poder norteamericano. Los militares norteamericanos siempre tenían a mano la tranquilizadora botellita, y Mary Churchill, la hija de Winston, llegó incluso a bautizar un destructor con una botella de Coca-Cola. La bebida se vendía en casi todas partes, y la publicidad implacable era parte de la conciencia cotidiana y un emblema de la confianza de los norteamericanos.

Era de prever que los primeros en protestar contra lo que veían como un secreto plan cultural fueron los comunistas franceses, quienes en 1949 se refirieron a la “Coca-Colonización” de Europa e intentaron organizar una prohibición. Hasta el siempre tan sobrio Le Monde denunció “los peligros que Coca-Cola representa para la salud y la civilización francesas”, y comparó la publicidad de la compañía con la propaganda nazi: ambas “embriagaban” a las masas. Por desgracia para quienes protestaban, a demasiada gente le gustaba realmente la cosa, algo que los intelectuales de izquierda nunca pudieron entender. El cineasta Jean-Luc Godard aceptó implícitamente el poder de Coca-Cola y del sueño norteamericano cuando se refirió a los jóvenes de los años sesenta como “los hijos de Marx y Coca-Cola”.

La Coca-Cola había derrotado fácilmente al marxismo, pero una amenaza más siniestra aún aparecía en el horizonte: la Pepsi. Esta bebida a base de pepsina, creada en 1898 por Caleb Bradham, un farmacéutico de Carolina del Norte, nunca llegó a igualar las ventas de Coca-Cola, pero su presencia en el mercado aumentó continuamente a lo largo de las décadas. Obsesionada con el desafío de Pepsi, Coca-Cola se encontró inmersa en un conflicto global que aún continúa en nuestros días. Coca-Cola podía tener su fórmula secreta, pero Pepsi tenía a Joan Crawford, viuda del presidente y temible testaferro. Los ejecutivos de Coca-Cola fueron los únicos norteamericanos que consideraron que habían perdido la guerra del Golfo... contra Pepsi. Cuando Norman Schwarzkopf firmó el alto el fuego se veía claramente junto a él una botella de Pepsi Diet. En la central de Atlanta nunca se llamaba a Pepsi por el nombre sino que se refería a ella como “la competencia”, y si se sorprendía a alguien bebiendo Pepsi significaba su inmediato despido. Esa mentalidad de búnker fue la causa de la mayor metedura de pata en la historia de Coca-Cola: Coca Nueva, un intento por deshacerse para siempre de Pepsi, con una nueva fórmula por la que los consumidores habían mostrado su preferencia en las pruebas de degustación.

Pero los mitos nunca mueren. Un vasto clamor público exigió la restauración de la Coca-Cola clásica. En un apéndice, Pendergrast enumera los ingredientes de la fórmula ultrasecreta “7X”, que nunca fue tan secreta como pretendían los publicistas. Para nuestra desilusión, la fórmula consiste en aceites de limón, naranja, nuez moscada, canela y cilantro. Yo me esperaba incienso, oro y mirra, como mínimo.

Pero eso constituye la fórmula de una bebida, no de un sueño, y el sueño de Coca-Cola se ha fundido para siempre con nuestra noción de un cierto tipo de alegría norteamericana que, aunque no es del gusto de todos, resulta difícil de resistir. Las encuestas, al parecer, muestran que “Coca” es la segunda palabra más reconocida en el mundo. La primera es “OK”. La genialidad de Coca-Cola es haber logrado que ambas signifiquen lo mismo.

Daily Telegraph

1993

¿El ratón que aburre?

Walt Disney: el príncipe oscuro de Hollywood

Marc Eliot

“¡Caramba, esto perfeccionará a Beethoven!”, exclamó Walt Disney al ver por primera vez la secuencia de la Sinfonía Pastoral en Fantasía. Por extraño que ahora parezca, esta fe conmovedora en el poder de su cine de animación estaba más que justificada durante el largo reinado de Disney como monarca de los dibujos animados. Además de Coca-Cola, otro mito moderno, Walt Disney debe de ser la marca más famosa del siglo veinte, identificada con los recuerdos más felices de un sinnúmero de infancias.

Así y todo, ¿está perdiendo la magia de Disney el control sobre la imaginación de los jóvenes? Euro Disney, el turbulento parque temático cercano a París, fue descripto por un disgustado crítico francés como una Chernobyl cultural, aunque tal vez una Stalingrado cultural sería más fiel a la verdad: el campo de batalla en que el implacable avance de la cultura popular norteamericana fue detenido por fin y ha debido retroceder. Supongo que el Ratón Mickey y el Pato Donald ya no satisfacen a los niños de hoy, cuyas retinas titilan con los fantasmas electrónicos de los videojuegos. Ahora rige el Super Nintendo, y el imperio de Disney mercantiliza la nostalgia.

A pesar de lo entrañables que son las criaturas del panteón de Disney, su creador fue un personaje más oscuro y ambiguo, como revela Marc Eliot en su despiadada biografía. Lejos de ser el tío más favorito del mundo, Disney fue un antisemita a ultranza y un enemigo acérrimo de los comunistas, y durante veinticinco años actuó como espía en Hollywood para el FBI de J. Edgar Hoover. Eliot describe la infancia brutal de Disney, su obsesión por lavarse las manos, su enorme afición a la bebida y la incertidumbre acerca de su propio origen. El tema del abandono, presente en tantas películas de Disney, pudo deberse a la sensación de su propia infancia perdida.

Eliot rastrea los antepasados de Disney hasta Jean-Christophe d’Isigny, quien recibió el nombre de la aldea en Normandía y se quedó en Inglaterra tras la conquista normanda y dio forma inglesa al nombre. Sus descendientes emigraron a Estados Unidos en el siglo XIX, y el padre de Walt fue un carpintero y campesino sin éxito, un hombre violento y alcohólico que pegaba y aterrorizaba a su hijo. Afortunadamente, el niño dio muestras de un talento precoz para el dibujo, y a su debido momento se hizo un artista comercial de éxito con las películas de animación Little Red Riding-Hood y Puss in Boots. Un socio llamado Ub Iwerks creó el famoso ratón, pero fue el genio empresarial de Disney el que transformó unos cuantos bosquejos en una estrella tan grande como ninguna otra en Hollywood.

Al tiempo que les pagaba unos sueldos de hambre a los animadores, Disney supervisaba la producción de los primeros largometrajes de animación, Blancanieves y Pinocho. En la década de los treinta ya era mundialmente famoso, conocía al Papa, a Mussolini y a H. G. Wells. Aceptó una medalla especial de la Liga de las Naciones usando la voz del Ratón Mickey.

A pesar de su inmenso éxito, Disney se sentía atormentado por un sentimiento de fracaso personal, pues sospechaba que era hijo ilegítimo y que su verdadera madre era una inmigrante empobrecida de Mojácar, en el sur de España, a quien su padre había conocido en California mientras buscaba trabajo. Gracias a su amistad con Hoover, los equipos del FBI fueron con frecuencia a Mojácar en un esfuerzo por localizar el origen de Disney. Pero cuando murió, en la cúspide de su fama, aún estaba inseguro sobre sus verdaderos padres: el creador de los sueños más grandes del mundo de la infancia nunca conoció realmente la suya.

Daily Telegraph

1994

Lenguajes de la sinrazón

Mein Kampf

Adolf Hitler

El psicópata nunca pasa de moda. Los contemporáneos de Hitler –Baldwin, Chamberlain, Herbert Hoover– parecen figuras patéticamente anticuadas, con sus abrigos largos y sus cuellos de pajarita, más próximos al mundo de Edison, Carnegie y el coche de caballos que a las modernas sociedades que ellos presidían, las primeras totalmente desarrolladas, áreas de conciencia nacional que formaban los periódicos producidos en masa y los bienes de consumo, la publicidad y las telecomunicaciones. En comparación, Hitler está completamente al día, y se sentiría tan a gusto en los años sesenta (y probablemente aún más en los setenta) como en los años veinte. Todo el aparato del superestado nazi, con los uniformes de pesadilla y la propaganda, parece extrañamente emocionante gracias a ese elemento de locura manifiesta al que todos somos sensibles, como la bomba H o Vietnam (quizás un motivo por el que los programas espaciales rusos y norteamericanos no han conseguido cautivar nuestra imaginación es que les falta esa cualidad de psicopatología explícita).

Ciertamente, la sociedad nazi parece una curiosa profecía de la nuestra: el mismo incremento de la violencia y las sensaciones, el mismo lenguaje de la sinrazón y la misma tendencia a novelar la experiencia. En sus diarios, Goebbels afirma que él y los líderes nazis se limitaron a hacer en el terreno de la realidad lo que Dostoievski había hecho en la ficción. Es interesante ver que tanto Goebbels como Mussolini escribieron novelas, en los días en que aún no controlaban su verdadero tema, y uno se pregunta si hoy hubieran hecho el esfuerzo, rodeados como estarían por la ficción a la espera de ser manipulada.

La “novela” de Hitler, Mein Kampf, fue escrita en 1924, casi una década antes de que él llegara al poder, pero es un bosquejo extraordinariamente preciso de sus intenciones, no tanto con respecto a objetivos políticos y sociales definidos, sino a la exacta psicología que pretendía imponer al pueblo alemán y a sus vasallos europeos. Esto solo basta para que sea uno de los libros más importantes del siglo XX, y digno de ser reimpreso, a pesar del macabro placer que sus desvaríos antisemitas proporcionarán a la generación actual de racistas.

¿En qué medida sobrevive el individuo Hitler en las páginas de este libro? En los noticieros, Hitler tiende a aparecer en dos papeles: el del orador demagógico que despotrica en un estado aparentemente cercano a la histeria neurótica, y el del Kapellmeister benévolo y ligeramente excéntrico que pasa revista sentimentalmente a sus guardaespaldas de la SS, o le sonríe a un coro elegido de niños alemanes y rubios. Estas dos facetas están presentes en Mein Kampf: el estilo retórico y fanfarrón, que destila odio y violencia, salpicado con pasajes de hondo sentimentalismo cuando el autor alaba la mística belleza del paisaje alemán y de sus gentes nobles y sencillas.

Además de las partes autobiográficas –el descubrimiento de su “germanismo” por parte de un niño austríaco–, Mein Kampf contiene tres elementos principales: los fundamentos, las paredes y el pórtico de una estructura paranoica excepcionalmente sólida. Primero está la visión de Hitler acerca de la historia y la raza, un sistema cuasi biológico que sustenta todo su pensamiento político y explica prácticamente todas las acciones que llevó a cabo. Luego viene su visión de la práctica estricta de la política y la toma del poder, métodos de organización política y propaganda. Y, por último, está su visión del futuro político de las Alemanias unidas, su política exterior expansionista y la actitud general ante el mundo circundante.

El tono general de Mein Kampf queda a la vista en el título original que Hitler le dio al testamento: Cuatro años y medio de pelear contra las mentiras, la estupidez y la cobardía: un ajuste de cuentas con los destructores del movimiento nazi. Fue el editor, Max Amann, quien sugirió el título más corto y mucho menos revelador de Mi lucha, y sin duda se habrá sentido aliviado cuando Hitler se mostró de acuerdo. El original de Hitler lo habría delatado mucho más y les habría recordado a los lectores las verdaderas fuentes de las ideas antisemitas y racistas de Hitler.

Al leer las paranoicas diatribas de Hitler contra los judíos, uno se asombra constantemente de la base biológica y no política de todo su pensamiento y su personalidad. La repulsión que sentía por los judíos era física, al igual que su reacción contra todo pueblo –como el de los eslavos o los negros– cuyo aspecto, postura, morfología y pigmentación encendieran la alarma de la inseguridad en su mente. Lo interesante es el lenguaje que escoge para describir esas obsesiones, que parecen ser principalmente fecales a juzgar por su continua preocupación por la “limpieza”. En lugar de emplear argumentos económicos, sociales o políticos contra los judíos, Hitler se concentró casi exclusivamente en esa altisonante retórica biológica. Como no intentó racionalizar sus prejuicios, se adentró en un terreno mucho más inquietante e inseguro, algo que sus seguidores nunca se atreverían a hacer abiertamente. En la irrefutable lógica de la psicopatología, los judíos se convirtieron en los chivos expiatorios de todos los terrores del destete y el control de esfínteres. La repetición constante de las palabras “porquería”, “repugnancia”, “absceso”, “hostil” y “escalofrío” refuerza una y otra vez esos sentimientos largamente reprimidos de la culpa y el deseo.

En el prefacio, el traductor de Meinf Kampf lo describe como escrito en el estilo de un alemán del sur, moderno y autodidacta, con un don para la oratoria. En este sentido, Hitler fue uno de los herederos legítimos del siglo veinte: la personificación del hombre semiculto. Mientras camina por las calles de Viena poco antes de la Primera Guerra Mundial, con la cabeza llena de vagos anhelos de artista y tonterías sacadas de revistas populares, ¿a quién se parece más? Sobre todo, a Leopold Bloom, su supuesto archienemigo, que aproximadamente en la misma época camina por la Dublín de Joyce con la cabeza llena de las mismas tonterías y los mismos anhelos. Ambos son hijos de la biblioteca de consulta y el manual de autosuperación, de los medios de comunicación que crean un nuevo vocabulario de violencia y sensaciones. Hitler era un psicópata semiculto que heredó los espléndidos sistemas de comunicación del siglo veinte. Cuarenta años después de su primera toma abortada del poder, otro inadaptado descontento siguió su ejemplo, Lee Harvey Oswald, en cuyo Diario Histórico vemos la misma lucha de un semiculto para evitar que lo abrume el exceso de información.

New Worlds

1969

Este retrato está incluido en Guía del usuario para

el nuevo milenio de J. G. Ballard.

(Editorial Minotauro).

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