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El sinuoso señor Ripley regresa con todo en “El amigo americano”
Una nueva adaptación del famoso personaje creado por Patricia Highsmith que marca, además, otra reaparición: la de Liliana Cavani.
Por Horacio Bernades
Supo tener los rasgos de Delon, Dennis Hopper y Matt Damon, y a la lista se suma ahora John Malkovich, cuyas credenciales de gesticulada perversidad han sido largamente legitimadas en el cine, desde el Valmont de Relaciones peligrosas hasta el manipulador F.W. Murnau de La sombra del vampiro, sin olvidar al Jekyll & Hyde de Mary Reilly o el psicópata de En la línea de fuego. Tom Ripley, máxima creación literaria de Patricia Highsmith, está de vuelta, después de haber aparecido en A pleno sol, El amigo americano y El talentoso Mr. Ripley. De hecho, es con el título de El amigo americano que AVH edita ahora en VHS y DVD Ripley’s Game, nueva versión cinematográfica de la novela homónima. Con lo cual, de aquí a un tiempo, cuando alguien consulte el catálogo de algún videoclub, no sabrá si lo que está alquilando es la película de Wim Wenders o esta nueva traslación cinematográfica, con la que la italiana Liliana Cavani hace su rentrée tras un silencio de varios años, durante los cuales pareció vivir de la fama de sus películas de los ’70, Portero de noche y Más allá del bien y del mal.
Más allá del bien y del mal, o más exactamente montado sobre ambas cabalgaduras, es como Highsmith (1921/1995) imaginó a su personaje más famoso, protagonista de la serie de novelas que llevan su nombre. Hijo de buena familia, refinado connaisseur y dilettante estadounidense exiliado en Europa, Tom Ripley cultiva por igual la exquisita sensibilidad artística y la estafa, el crimen y la falsificación. Así lo despliega, en plenitud, la escena inicial de este nuevo El amigo americano. “Se trata de un Rembrandt”, corrige Ripley, disimulando apenas su asco, a un poco cultivado hampón, que había osado confundir un dibujo del maestro flamenco con el de un par florentino. Claro que el Rembrandt no es auténtico sino uno convenientemente fraguado y cotizado en más de un millón de dólares, con el que Ripley y su socio circunstancial esperan trampear a un poderoso comprador. Como éste tampoco resulta trigo limpio, Ripley terminará abollando con una talla carísima la cabeza de un guardaespaldas, rematándolo de varios balazos. Con la misma sangre fría con la que segundos antes había presentado sus falsos tesoros, se quedará con ellos y con el attaché que rebasa de billetes, despidiendo con un bye bye al embaucado.
Más fiel a la letra de la novela original de lo que fue Wenders hace ya cerca de treinta años, Ripley’s Game encuentra al protagonista, años más tarde, comprando un clavecín del siglo XVII para obsequiarle a su esposa. “Invertiste bien la plata”, le dice el hampón aquel de la escena introductoria, verde de envidia en el recibidor de la espectacular villa campestre que su anfitrión posee en el Veneto italiano. Quien haya leído la novela o visto la película de Wenders conocerá ya el nudo de la historia: para conmutar la deuda que tiene con su ex socio, que es un mafioso de temer (el británico Ray Winstone luce casi como un “gordo” de la CGT), Ripley debe asesinar a un “pesado” (aquí, un traficante de blancas ruso). Para zafar del encargo, vengar una afrenta personal y ejercer de paso el viejo arte de corromper al inocente, al maquinador de Ripley se le ocurre la brillante idea de endosarle el trabajito a un vecino.
Marquero de profesión y enfermo de leucemia (detalle autobiográfico de Highsmith, que murió de esa misma enfermedad), Jona-than Trevanny tiene una razón para aceptar el encargo, aunque sea un hombre de familia que en su vida tocó un arma. Le pesa la mala situación económica en la que tiene a los suyos, y con los 100 mil dólares del pago espera dejarles una buena herencia. La cosa se complicará, claro, porque la complicación moral, la ambigüedad y el intercambio de identidades son las especialidades de Highsmith (quien tenga alguna duda, vea Pacto siniestro, de Hitchcock, basada en su novela Strangers on a Train). De tal modo que lo que empezó como gesto perverso por parte de Ripley terminará convirtiéndose en una amistad labrada en el crimen. Sin llegar al nihilismo existencial de la versión-Wenders y con un Jonathan mucho menos convincente que el de Bruno Ganz, Cavani acierta tanto en lo que constituye el nudo moral de la historia como en las escenas en las que éste adopta la viscosa forma del crimen. Sobre todo aquella escena del tren que también era clave en la película de Wenders, donde Jonathan y Ripley celebrarán un pacto de sangre, de esos de los que no se vuelve más.