VIDEOS › “CONFIDENCIAS MUY INTIMAS”
El oído afinado de Monsieur Leconte
El director de El marido de la peluqueravuelve con una extraña historia de amor.
Por Horacio Bernades
A comienzos de los ’90 y gracias al batacazo que representó El marido de la peluquera, el nombre de Patrice Leconte se instaló instantáneamente (en Francia, aquí y en el resto del mundo) como uno de los pocos cineastas “de arte” capaces de pegarla en forma con el gran público. Siguió haciéndolo (aunque un poco menos) con Tango, la maté porque era mía. Pero de allí en más, al tiempo que las fórmulas se le agotaban, el público le fue dando la espalda. El año pasado, sin embargo, Monsieur Leconte logró recuperar parte de la atención perdida (y sepultada, tras un absurdo intento de revivir con pulmotor al tándem Delon/Belmondo, en un subproducto cuyo título por alguna razón se escapa) gracias a una película que recuerda a varias de sus anteriores. Se trata de Confidences trop intimes, rara historia de amor que el sello AVH edita en estos días, con el título literal de Confidencias muy íntimas. Eso no quiere decir que Leconte haya abandonado para siempre los malos hábitos: su próximo proyecto es una nueva comedia con los hermanos Charles, esos cómicos tan poco cómicos, a quienes él mismo había ayudado a lanzar a fines de los 70.
Protagonizada por la rubia Sandrine Bonnaire (conocida aquí sobre todo por Sin techo ni ley, pero en Francia poco menos que una institución cinematográfica) y Fabrice Luchini (a quien los más cinéfilos recordarán por más de una película de Eric Rohmer), la premisa inicial de Confidencias muy íntimas es una de esas que se toman o se dejan. Al concurrir a su primera entrevista con un psicólogo, una chica con serios problemas conyugales (Bonnaire) confunde la puerta y entra en el consultorio de al lado, en el que tiene su despacho un asesor fiscal. Este, que para más datos es dueño de una chaise longue que bien puede pasar por diván (Luchini), la atiende sin saber a qué vino, y la chica, Anna, le larga todo el rollo. Por una mezcla de timidez con curiosidad malsana, el doctor Faber (llamado así tal vez porque su impasibilidad burocrática remeda a una suerte de lápiz humano) no atina a frenarla. Cuando finalmente se anime a confesarle a Anna que lo suyo no es el Edipo sino las tasas, la chica decidirá seguir con él como psicólogo, porque por lo visto, tiene muy buen oído.
Es como si a este Jekyll & Hyde que es Leconte se le hubieran traspapelado (tal vez lo hizo ex profeso) sus dos personalidades cinematográficas. La de cineasta “serio”, especializado en relaciones amorosas solitarias y asimétricas, y la de realizador de comedias sin mayores pretensiones. Porque por más que la primera parte de Confidencias muy íntimas suene a una con Cameron Díaz y Ben Stiller, el tono de la película es siempre tristón, melancólico, grave incluso. Anna está casada con un verdadero animal, que además de golpearla de tarde en tarde y sufrir de impotencia desde hace años, lo que más quiere en la vida es ver a su esposa haciendo el amor con otro. ¡Ah, la France! Claro que ella tampoco se chupa el dedo: tiempo atrás intentó atropellar a su lindo marido, dejándolo vivo pero cojo. ¿Cojo torcido? No: cojo pero no cojo.
A su turno, Mr. Faber es de esos tipos que viven en la misma oficina donde trabaja (que, por otra parte, le legó su padre abogado) y que los domingos ordena sus papeles, además de hacerse solo la comida y dejarse ver, cada tanto, por una ex que no se decide entre volver con él o seguir con otro. ¿Algún parecido con El marido de la peluquera? El esquema “tipo melanco & solitario + chica-objeto de ratoneo” alimenta no sólo ésa sino otras películas de Leconte, como El perfume de Ivonne y La chica del puente. Pero a la que más recuerda Confidencias muy íntimas, no sólo por su tono bajo sino también por algunas situaciones concretas, es a La noche es mi enemiga. En esa suerte de film noir amoroso (basado en una novela de Georges Simenon) el pequeño, calvo y tristísimo Michel Blanc se entretenía espiando a su vecinita de enfrente. Que no era otra que... Sandrine Bonnaire.
Más allá de que aquí hay, en un momento, una situación muy perversa –en la que el doctor Faber tiene que espiar a su “paciente”, de ventana a ventana–, esta idea de la mujer como objeto amoroso lejano/cercano, siempre en fuga y a la larga inatrapable, es uno de los núcleos más persistentes de la obra de Leconte. Dotada de un rostro eternamente magnético, Bonnaire se muestra capaz de pasar de una huesuda morbidez a una suerte de plenitud personal, mientras frente a ella el grisáceo, timorato Luchini aparece como elección ideal para este Faber que parecería imaginado, sí, por Georges Simenon.