Quienes hayan tenido oportunidad de viajar por ahí habrán apreciado lo bien que tratan ciertas ciudades a sus habitantes. Y no hablamos de ventajas propias del primer mundo: el metro de París tiene bancos de punta a punta de los andenes; el Central Park de Nueva York, con una continuidad de asientos a lo largo de sus senderos, o esquinas de Manhattan en las que existen bancos circulares donde al mediodía puede verse oficinistas picando algo. ¿Por qué nuestra ciudad es tan expulsiva en este sentido? Reparemos en la cantidad de asientos que se encuentran en nuestros parques (ahora remodelados, con una oferta bastante disfuncional para con la anatomía humana), en nuestros andenes. Y observemos un ejemplo de mezquindad y expulsión en la torre Los Galgos, de Callao y Juncal. En la esquina tiene un espacio semipúblico de alrededor de 600 m2, en el que existen 6 canteros pequeños, intervenidos con reja para evitar sentarse en sus bordes. Peor aún, el muro de granito que bordea este inmenso patio abierto permanentemente, y que ofrece un asiento natural sin siquiera plantas, sin obstaculizar vidrieras, también se inhabilita por tres hileras del mismo hierro forjado semicircular. El espacio sobra para que hubiera incluso bancos. Eso sí, hay tres locales comerciales invadiendo desde la línea de edificación ese espacio, seguramente pagando un buen canon. Más aún, media vereda sobre Juncal (espacio absolutamente público) está expropiada por dos locales gastronómicos. Habría que ser urbanista, sociólogo, o una combinación de ambos, para explicar el maltrato a que se somete en Buenos Aires al peregrino que busca descanso.

Héctor L. Sor

CI Nº 4.836.038