Sábado, 12 de julio de 2008 | Hoy
Por Sandra Russo
Hace algún tiempo comenté una idea del escritor británico John Berger que leí en una entrevista. Decía que él descree de la palabra “amor”, porque supone un desenlace feliz. Y agregaba que él prefiere esos momentos en los que, a solas con otra persona o colectivamente, está pasando algo que todavía no puede ser conceptualizado pero se vive, se siente, se entra de lleno en ellos. Lo individual se disuelve y se abre el túnel que nos separa de los otros. Hay comunión. Son momentos de contacto pleno. Todo esto último es interpretación mía de lo que desde ese momento llamo “Momentos Berger”. Sí recuerdo perfectamente que él terminaba ese párrafo diciendo: “Probablemente sean los únicos momentos por los que vale la pena vivir”.
Colectivamente, desde hace cuatro meses vivimos sin aliento. Angustia, fricción, impotencia son algunos de los sentimientos que muchos experimentamos. Pero las cosas no son lineales ni van en una sola dirección. Y también, junto a la angustia por el mañana incierto y la impotencia por la evidente manipulación mediática de los hechos, hay un despertar a un tipo de pertenencia que hasta hace cuatro meses no se planteaba. Están asomando banderas. Motivos de peso para agruparse, para defenderse, para participar de la vida política de este país. Esto que empezó imprevistamente y que hizo estallar una época argentina para darle paso a la siguiente está cada día sacando más tripas afuera.
A la oposición política de radicales y símil radicales, se ha sumado ahora el peronismo que protagonizó los noventa, que durmió su siesta y ahora vuelve radiante, como si fueran debutantes con aires renovados. Vuelven como quien se ha quedado sentado en el cordón de su vereda, esperando el momento propicio para pasar facturas. En el bolonqui todos reman para el mismo lado, aunque es incomprensible que un peronista, aunque sea de derecha, deje pasar conceptos como los que se le escuchan a Carrió: el jueves aseguró que a la marcha de la Avenida del Libertador irá “la gente libre”, y que a la Plaza del Congreso irá “la gente obligada”. ¿Coincidirá Barrionuevo? Esta etapa nos demanda increíbles coincidencias y asociaciones. En el combo lo vi a Llambías ironizando sobre el zoológico, y la palabra “aluvión” cayó sola, por su propia inercia, con su carga de racismo típicamente argentino. A ese borde llegaron los que ya no disimulan civilización y se hunden en la barbarie de sus propios criterios para calificar a los otros.
Los ’90 fueron una década de gente por el estilo. Ahora mismo estoy escuchando en la tele a un senador radical estallar en ira con lo de Aerolíneas. Parece el abogado defensor de la empresa. Dice que así no van a venir inversiones. La palabra inversión fue tan pronunciada en el menemato, fue tan impregnada de una vaga virtud, que algo de eso ha quedado. Está hablando de un grupo que no cumplió el contrato y dice que si se le exige que lo cumpla corremos el riesgo de que otros inversores no vengan. La Argentina conservadora, a la que desde principios del siglo XX el poder político jamás le importó mientras le obedeciera, vuelve a tirar la garra.
Es todo muy confuso. Pero no tanto, vamos. Duhalde sí pensaba volver, y volvió acompañado. El peronismo ya tiene su ala derecha bien armada. Nos resta ver si esa derecha peronista es ahora democrática. No lo fue antes. Y, sin embargo, veremos, ahora esa gente no será tan terrible ni tan corrupta para las otras derechas que pueblan el Parlamento. Unas y otras se sienten representantes de los intereses de la renta. Hablan de los pequeños y medianos productores, pero ni en el Parlamento ni en los grandes medios quedó claro, a lo largo de todo este conflicto, a qué intereses específicos responden Miguens y Llambías. Se lo pasan hablando de los pequeños y medianos productores, como si ellos también fueran dirigentes de la Federación Agraria. Los movileros como los conductores de los programas periodísticos de la televisión actual los dejan. Este debe haber sido el conflicto con menos repreguntas de la historia.
El viejo peronismo que baila con la más fea no escandaliza tampoco a la clase media. El clientelismo puro y la corrupción a escalas innegables no mueven a las señoras caceroleras a indignarse. Dicen que detestan al peronismo, pero parecen más bien detestar que los de abajo suban algún peldaño. En rigor, ése es el peronismo al que temen, el que puede mover algo de lugar. Esa es la parte más ruin de la clase media a la que pertenecemos tantos: se siente más clase media si hay miseria alrededor.
Decía al principio que están apareciendo banderas. Llamo aquí banderas a las convicciones que nos han animado siempre. La equidad, la justicia social, la defensa de los intereses nacionales. Apenas se conoció la inminencia del conflicto de Aerolíneas, Canal 13 sacó a un excitado Joaquín Morales Solá que ya antes de tiempo y sin que nadie se lo pida, montaba guardia en defensa de los intereses de un grupo español privado. Recuerdo perfectamente cuando Aerolíneas fue privatizada. Recuerdo la vergüenza y la rabia que generó aquel remate que sin embargo no sacó a multitudes a la calle.
En la Carta Abierta se habla de la emancipación. Es una idea que suena romántica, naturalmente, entre billikinesca y militante. Ningún aparato de poder, como es la lengua, permitiría que la idea de emancipación llegue límpida al oído de alguien. Para escucharla, hay que afinar el oído. La emancipación, según me la imagino, es la soga desatándose. Es un esfuerzo. Pero es también el sueño de muchos que se conectan a través de ese deseo que los abre. Un deseo de dignidad ante los poderosos, de política ante la chicana, de pasión ante el interés. Algo de esto circula. Se siente.
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