Sábado, 23 de agosto de 2008 | Hoy
Por Sandra Russo
Cuando los que hoy andamos por la mediana edad éramos chicos, viajar en avión era una iniciación que a veces se postergaba más que todas las otras. Todavía no existía siquiera la palabra globalización, y lo que quedaba lejos quedaba lejos del todo. De los aviones llegaban imágenes fascinantes, como las de los pilotos y las azafatas, que parecían seres en tránsito permanente y además conseguían perfumes y cigarrillos importados. Ser azafata o piloto de avión era una de las primeras cosas que se nos ocurrían cuando nos preguntaban qué queríamos ser cuando fuésemos grandes. Las azafatas con sus uniformes y sus valijitas con ruedas nos parecían, desde la mirada de los diez o doce años, mujeres un poco mundanas y al mismo tiempo respetables, con sus polleras por la rodilla y sus pañuelos de seda atados con gracia al cuello o despuntando del bolsillo del blazer. No eran mujeres, en todo caso, cuya mayor preocupación era qué hacer de cenar. En aquel imaginario prepúber, esas mujeres siempre sonrientes dormían una noche en París y la siguiente en Nueva York, en hoteles lindos y pagados por la compañía. Hablaban inglés y estaban siempre maquilladas. Así como en la Edad Media ser monja era un buen recurso para no casarse, en nuestras preadolescencias ser azafata parecía un buen recurso para viajar.
Ilusiones módicas, primeras, de clase media. Cualquier familia del barrio podía estar orgullosa de tener una hija azafata. Los Campanelli tenían una hija azafata, creo que era Liliana Caldini. Y aunque los Campanelli eran todos medio brutos, con padres que hablaban cocoliche, poco ilustrados, todos tanos en su salsa argentina, la azafata se había refinado con su trabajo y marcaba la diferencia. Pertenecía a esa familia, de la que no renegaba, pero su dicción era distinta, sus modales eran otros. Ser azafata era un trabajo que hacía bien, y hasta esos hermanos machistas y energúmenos que tenía la señorita Campanelli estaban orgullosos de ella.
Probablemente no haya sido el azar el que trajo a mi memoria a aquellos Campanelli que habré visto alguna vez, pero que quedaron instalados en la memoria televisiva de una época. De algún modo, la clase media argentina de los ’60 era una gran familia Campanelli, un grupo muy numeroso compuesto por gente que compartía una misma plataforma de largada, y cuyos miembros eran dueños de aspirar a otra cosa o de quedarse a seguir los ritos familiares. Convivían allí personajes grotescos con eternos escarbadientes en la boca, y abogados o médicos recién recibidos para beneplácito de padres y madres que no había tenido educación. El patio de los Campanelli era así un laboratorio de estrategias individuales entrelazadas con oportunidades que llegaban desde el ámbito público. Eso no se explicitaba porque se daba por hecho: la Argentina de entonces asumía como natural el hecho de que el esfuerzo y el talento fueran premiados con ascenso social. Sólo cuando el esfuerzo y el talento individuales ya no fueron suficientes para salir de ese patio se hizo visible el agujero que quedó después de la muerte del Estado y de las políticas públicas para que los peces chicos tuvieran oportunidades.
Me vienen a la cabeza recortes de otros programas televisivos más tardíos. Se estaba por privatizar nuestra línea de bandera y familias enteras de trabajadores de Aerolíneas Argentinas lloraban en cámara. Era la punta de un iceberg cuya base nos estaba tocando a casi todos, pero manipulados, obnubilados, hechizados por el discurso que enarbolaba las privatizaciones como una “modernización” inevitable para sacarnos de encima el “elefante” del Estado, pensamos que el problema era de otros, de ellos. Bernardo Neustadt fue quizás el profeta más insistente de aquellos dislates. Decía, cuando se privatizó ENTel, que íbamos a poder elegir entre el teléfono azul o el teléfono verde, que la competencia era la base del capitalismo y que con la privatización entraríamos a la modernidad.
Después pudimos elegir poca cosa, casi nada. Los ciudadanos se convirtieron en usuarios y consumidores que rara vez lograban encontrarse con una voz humana en los servicios de atención al cliente. Aquel discurso que hacía pie en la libertad de mercado se guardó en la letra chica la abolición de la libertad para diseñar la propia vida. Sin políticas públicas que equilibraran a los sectores poderosos y a los sectores débiles, muchos Campanelli fueron desalojados, igualados para abajo con otros que ya tampoco podían aspirar a un patio propio.
A los países emergentes el capitalismo no les dio ni siquiera su lógica de progreso. Fuimos tomados por chatarra, con ideólogos que hicieron vista gorda porque ya se habían convertido en empresarios, y con una clase dirigente vergonzosa, intelectualmente pobre y moralmente plana. Aquel proceso necesitó convertir la política en cloaca. También necesitó convencernos de que la política era cloaca. Necesitó alejarnos de la política. Previó individuos incapaces de establecer estrategias colectivas. Recortó a cada uno en su isla, gestó jóvenes abúlicos, sembró desconfianza en el prójimo, puso rejas en las ventanas y en las mentes, operó en lo más profundo: allí donde nacen las ganas de cambiar.
Esta semana recuperamos algo. Una voluntad común. Una empresa que fue nuestra en tanto fue estatal, y dejó de serlo cuando fue vendida y comprada como una mercancía sin valor simbólico. Aerolíneas Argentinas, además de una línea de bandera, es un símbolo que vuelve a esta casa en la que habitamos todos.
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