Sábado, 23 de agosto de 2008 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
Por J. M. Pasquini Durán
Durante el último lustro, una de las críticas más frecuentes a la gestión gubernamental se refería a la presunta esterilización del Congreso como el espacio más apto para tomar decisiones sobre políticas públicas y para el diálogo activo entre oficialismo y oposición. A partir del debate sobre las retenciones a las exportaciones agropecuarias, las dos Cámaras recuperaron las condiciones que se reclamaban. Como en ese tema la iniciativa del Poder Ejecutivo no prosperó, algunas voces de falsos profetas anunciaron que los congresistas volverían a la condición de “escribanía” de la voluntad presidencial. Tales pronósticos duraron poco, porque la Casa Rosada siguió derivando temas prioritarios para la consideración legislativa. Es el caso de la reestatización de Aerolíneas Argentinas, que Diputados aprobó esta semana por una abundante mayoría, oportunidad que mostró al bloque oficialista con la flexibilidad suficiente para aceptar correcciones importantes al proyecto original en lugar de encerrarse en la primera versión. La actitud demuestra que los negociadores del Gobierno aprendieron que las mayorías plenas se alcanzan negociando con los potenciales aliados y hasta con los adversarios, en lugar de tratar de imponer el propio deseo aun al precio del fracaso, confirmando de paso que de las frustraciones a veces se aprende más que de los éxitos.
Hay que anotar que algunos críticos del Gobierno también advirtieron que no da lo mismo cualquier lugar para disentir, porque en el caso de las retenciones algunos de ellos, pese a pertenecer al campo de centroizquierda, terminaron votando igual que el vice Julio Cobos a favor de los intereses más elitistas del campo. Aun así, algunas minorías todavía conciben las ineludibles y fértiles negociaciones como una suerte de torneo olímpico en el que, para llevarse la dorada, deben derrotar la opinión de la mayoría, de manera que a veces se muestran interesados en modificar el proyecto del Ejecutivo más por el medallero que por el beneficio general. Puede ser que falte costumbre del ejercicio democrático, además de ciertas confusiones alrededor de palabras y conceptos de notoriedad mediática. Sucede con las permanentes apelaciones al consenso, entendido como una cualidad virtuosa de cualquier política pública, como si los resultados por mayoría de votos fueran casi un mecanismo autoritario. El consenso, así concebido, vendría a ser un instante mágico en el que se disipan los valores y principios que definen las ideologías, las diferentes visiones del mundo, para alcanzar un pensamiento único y uniforme. Interpretado de este modo, el llamado consenso es un disparate imposible de articular. No lo tiene ni Jesucristo.
Hay circunstancias especiales, claro está, donde el consenso no sólo es posible sino indispensable. Defender al país de la agresión externa, concurrir en solidaridad ante un desastre natural y otras situaciones semejantes requieren y posibilitan el consentimiento generalizado. Existen las denominadas “políticas de Estado”, como las que enumera el artículo 14 bis de la Constitución, que necesitan ser consentidas por la mayor parte del arco político a fin de garantizar la continuidad en el tiempo, más allá de los cambios derivados de los vaivenes electorales, pero la opinión única es un rasgo autoritario que la democracia no consiente. Las demandas de consenso, replicadas hasta el infinito por los altavoces mediáticos, suelen originarse del centro a la derecha en el arcoiris político-ideológico, es decir desde determinadas minorías que usan el recurso para desvalorizar las opiniones diferentes, sobre todo las que provienen de las mayorías que las derechas pretenden descalificar nombrándolas como “populistas”. La mayoría de los que piden consenso dejan de reclamarlo cuando se trata de la violación cometida por el terrorismo de Estado contra los derechos humanos. Para este particular, el consenso es sinónimo de olvido, de dar vuelta la página, de comparar la exigencia de verdad y justicia con ansias de revancha. Menéndez, el chacal del III Cuerpo durante la dictadura, lo reafirmó hace poco ante el tribunal que lo condenó a perpetua: “Este es el único país que juzga a sus soldados victoriosos”.
Hay que aprender a distinguir las ofertas argumentales porque tienen una capacidad de mutación constante. Caído el retintín del inmovilismo legislativo, ahora las voces opositoras recalcitrantes han pasado a demandar “políticas integrales” como única vía válida (e imposible) de atender las necesidades del país. Rechazan el tratamiento de Aerolíneas si no se discute antes una política global de transportes y la vinculación de las rutas aerocomerciales con las obras públicas de infraestructuras, etc., etc. O sea, un debate que llevaría años y mientras tanto los vuelos estarían congelados o en situación provisoria. Esa solicitud de consideraciones globales, vinculadas al consenso como virtud, son las mismas que propone la Mesa de Enlace campestre cada vez que el Gobierno intenta atender la situación de un sector determinado (lácteos, frutas, carnes y demás variedades). Todos son “parches”, improvisaciones, cuando no voluntarismos basados en la ignorancia de la especialidad. ¿Hay que resolver sobre una política agropecuaria de mediano y largo alcance? Nadie lo duda, pero la definición sería la consecuencia lógica de la previa definición del perfil de desarrollo que se busca para el futuro nacional. ¿Existen condiciones para un acuerdo de esa naturaleza? Basta con observar las dificultades que encuentra el Gobierno para sentar a los distintos sectores alrededor de una mesa para buscar acuerdos nacionales con motivo del Bicentenario.
El vuelo crítico es tan corto que poco falta para que se acuse por la inflación al secretario de Comercio, el tan vilipendiado Guillermo Moreno. Exageraciones parecidas son las que se manejan a diario, por los canales mediáticos, acerca de las tasas de inflación y de interés, las probabilidades de los índices de crecimiento, la relación de la moneda con el dólar y, en general, de toda la agenda económica, incluida la continuidad del actual ministro de la cartera. Con verdadera impunidad se enuncian diagnósticos y pronósticos, dando por válidos porcentajes que nadie sabe cómo son obtenidos, dado que la credibilidad del Indec ha dejado de existir, con un certificado de defunción que firman, entre otros, los empleados del instituto afiliados a ATE/CTA. El asunto ha llegado a ser tan enjundioso que una cámara de la Justicia federal, motivada por un recurso de amparo presentada por una ONG, pidió al Ministerio de Economía que informe sobre los métodos empleados para elaborar los índices de inflación en el organismo oficial. Esta es otra batalla de comunicación que el Gobierno perdió en la conciencia del ciudadano medio, a causa de un criterio varias veces equivocado sobre la relación entre autoridad y abundancia informativa. Está claro que el Poder Ejecutivo tiene potestad y legitimidad de origen para decidir por su cuenta la nómina de funcionarios y los métodos que utilizan. En este problema, según las suposiciones de buena intención, el índice inflacionario está ligado de manera directa al cálculo de la deuda y un punto más o menos produce variaciones de peso importante.
Ya sea éste o cualquier otro el motivo para defender con uñas y dientes los informes del Indec, y sin agraviar las potestades y legitimidades presidenciales cuando la credibilidad de la sociedad se pierde, así fuera por una campaña de intereses bastardos, el Gobierno tiene la obligación de transparentar la situación hasta que todas las dudas honestas queden disipadas. Lo mismo sucede con los subalternos: aparte de la obediencia, la lealtad, la militancia y los resultados que pueda evaluar en la intimidad del Gobierno, cuenta también la imagen pública que transmite cada uno. ¿Son rehenes de los medios? En un cierto sentido lo son, pero del mismo modo los administradores del Estado pueden usar esos mismos soportes informativos para construir y mantener una identidad propia ante la sociedad. Es decir, no son víctimas inermes de maquiavélicas conspiraciones y si las conjuras consiguen instalar críticas avaladas por altos porcentajes de la opinión pública, la conducción política está obligada a reconocer esa realidad y desplazar al funcionario que contamina al resto del medio ambiente gubernamental antes que el daño sea permanente. La sanción quizá sea injusta en el ámbito de las relaciones personales, pero cuando una pelea se pierde alguien debe pagar el costo y no puede ser el Poder Ejecutivo. Los fusibles no están para colgarse de la red sino para preservarla.
Las clases medias urbanas suelen expresar opiniones volátiles y esa característica suele confundir a más de un político improvisado, inexperto o con el ego excitable. El vice Cleto Cobos y Minga De Angeli son dos nombres que levantaron vuelo durante los disturbios del agro. Habrá que ver cómo terminan, pero no serían los primeros en pensar que la notoriedad circunstancial es el punto de partida de un liderazgo cierto y se lanzan a volar, hasta que descubren que no son cóndor. Tienen destino de gorrión.
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