Miércoles, 24 de septiembre de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO El padre y el hijo salen a dar una vuelta. El padre da pequeños pasos para ir a la par del hijo que avanza dando inmensas zancadas. La velocidad –como el tiempo– es relativa y, de pronto, el olor de lo muerto que no es igual, no tiene nada que ver, con el olor de la muerte. La muerte no huele. Pero lo muerto apesta. Y ahí está ese gato muerto tirado a un costado de la calle. El hijo se detiene y lo mira fijo y después, mirando al padre, pregunta utilizando uno de sus verbos favoritos y multifuncionales: “¿Cayó?”, dice el hijo. “Sí, se calló”, responde el padre.
Y éste es el momento exacto y preciso en que un hijo descubre la muerte y un padre se la inventa.
Al mismo tiempo.
DOS El alguna vez joven escritor vuela de B a J como parte del jurado de un concurso literario. El avión tiene misma marca, modelo y aerolínea que aquel otro avión que se cayó y se calló hace una semanas en M. El alguna vez joven escritor se lleva para leer (para releer, otra de las señales inequívocas de que él ahora habita otra época, otro tiempo) un libro de relatos de David Foster Wallace. Un escritor norteamericano que ya no es joven pero tampoco ha dejado de serlo porque, ahora, ha dejado de ser, la edad ya no es un factor a considerar, y punto. El título del libro es Oblivion (2004, ¿joven? ¿viejo?). Busca en el índice el título del cuento que quiere releer, ve que está en la página 141, y comienza a releer algo que se llama “Good Old Neon”. Y, sí, es un cuento muy bueno en el que al final –reflexionando acerca del suicidio de un amigo– un escritor llamado David Foster Wallace se suicida o no...
TRES ...y no ha aparecido la noticia de si David Foster Wallace dejó una carta ¿larga?, ¿llena de notas al pie y digresiones?– teorizando antes de hacer inmediatamente práctica su impostergable e ineludible necesidad de caerse con una soga al cuello y de callarse para siempre–. No importa. No hace falta. En “Good Old Neon” está todo. “Good Old Neon” como su día impecable para el pez plátano. Y el avión se mueve mucho. Y Madonna –agotada pero sin llenar el estadio– canta en Sevilla, ahí abajo. Life is a mistery, everyone must stand alone...
CUATRO Y me ha sorprendido la cantidad de emails que he recibido en los últimos días comentando el suicidio de David Foster Wallace. Incluso aquellos que consideraban a David Foster Wallace un escritor sobrevalorado o un farsante, parecen shockeados. Todo parece indicar que David Foster Wallace es hoy para los escritores (y muchos lectores) lo que hace unos años –con ese mismo look slackergrunge– fue Kurt Cobain para los rockers (y muchísimos oyentes). Así, el símbolo perfecto y perturbador de aquel que decide que no va más y hasta aquí llegué en una sociedad muy medicada. La prueba de que los antidepresivos no funcionan tan bien. El canario en la mina de carbón al que aludía el superviviente (y suicida frustrado) Kurt Vonnegut. Aquel que da la alarma muriendo primero y, con su muerte, advirtiendo que se aproximan tiempos oscuros e irrespirables aquí abajo, en las profundidades de esta tierra. El suicida como adelantado de su propia vida que decide quedarse para siempre en la retaguardia de la historia. O tal vez todo sea mucho más sencillo y hasta un poco vulgar e inconfesable: tal vez lo que perturba del suicidio de alguien a quien uno respeta o quiere o admira es que sirve, siempre, precisa o veladamente, como el reflejo más o menos posible del propio suicidio. El suicidio de esa persona a la que uno respeta algo, a la que quiere bastante y muy de tanto en tanto admira. Esa persona que lleva nuestro nombre y nuestro cuerpo y nos lleva.
CINCO El alguna vez joven escritor aterriza en J, delibera, vota (gana un joven escritor que alguna vez será un alguna vez joven escritor) regresa a B., vuelve a poner el ejemplar de Oblivion en su sitio junto a todos los otros libros de David Foster Wallace y entra a internet como quien se moja los pies en la orilla. El espacio cyberal desborda de necrológicas de David Foster Wallace y, por suerte, no ha visto ninguna con el título de “Crónica de una muerte anunciada”. Muchas se refieren a “Good Old Neon” –“El neón de siempre” en Extinción, edición española de Oblivion como la Piedra Rosetta que, ahora, sirve para decodificar a quien pronto será huesos o ni siquiera eso. Algunos de los obituarios son muy buenos, como el de David Gates (excelente narrador y periodista), quien teoriza acerca de las particulares y decisivas diferencias entre escritores geniales (Shakespeare) y genios escritores (Wallace, quien le pidió prestado a Shakespeare y a su Hamlet la línea esa donde se le habla a la calavera de un bufón y se dice aquello de “Alas, poor Yorick! I knew him, Horatio: a fellow of infinite jest...” Y, sí, tal vez lo que hizo que David Foster Wallace se cayera para ya no levantarse se callara para ya no volver a hablar fue el tener muy claras todas esas ideas geniales. Hay claridades que encandilan y ciegan y uno acaba haciendo cualquier cosa a cambio de un poco de oscuridad. Lo importante, sí, es nunca callarse antes de caerse. Porque si hay algo peor que el silencio después de la caída, ese algo es el silencio antes de caerse. David Foster Wallace, por suerte para nosotros, hizo mucho ruido antes de.
SEIS En algún momento –mientras se empieza a escribir esto y se despega y se vuela y se termina de escribirlo luego del aterrizaje– llega la noticia de la muerte de Rick Wright, tecladista de Pink Floyd. Para mí, lo mejor que nunca hizo Wright esta en Whish You Were Here, en la última parte de “Shine On You Crazy Diamond”. Después de la parte donde se escucha eso de “Nobody knows where you are / How near or how far”. Es de las cosas más emocionantes y emocionadas que jamás he oído. Todas las alucinaciones de Syd Barret, todos los solos de guitarra de David Gilmour, todos los alaridos primales de Roger Waters palidecen ante su doméstica majestuosidad. Es como música para un funeral secreto en el que todos conocían o creían conocer al vivo hasta que decidió hacer eso y convertirse en muerto. Y entonces todos –dolidos o no– se cayeron primero y se callaron después sin estar muy seguros de si lo hacían por la sorpresa o porque nada les sorprendía. Y ahí están, mudos y en el suelo, comprendiendo que nadie sabe ahora dónde está el muerto, cuán cerca o cuán lejos. Sospechando que –a partir de ahora– el muerto, como un pequeño y ausente dios, estará siempre en todas partes.
SIETE En alguna parte, cerca, puedo verlos desde la ventana de mi estudio con vista al interior de todas las cosas, un padre y un hijo conversan junto a un gato muerto. Comienza el otoño y anochece más rápido, como si el encargado de apagar las luces y bajar las persianas del día decidiera cerrar antes de hora. No escucho lo que dicen el padre y el hijo. Pero, por suerte, todavía no ha llegado la hora de caerse ni de callarse. Y puedo y me gusta imaginarme su conversación en el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo de un gato muerto de cuyo cuerpo y cráneo –“Alas, poor Tom!” diría Jerry– no demorarán en dar cuenta demasiados ratones. Aquí vienen y allá van el padre y el hijo. Y ya cayó la noche para que hasta yo me calle y deje de escribir y siga releyendo (leer es mantener vivo, resucitar, inmortalizar, despertar en calma a quien descansa en paz) mientras ahí afuera se detiene y se rompe el acelerador de partículas y se enciende, otra vez, el bueno y viejo neón, el neón de siempre.
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