Miércoles, 24 de septiembre de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Rocco Carbone *
En la narrativa indigenista, propia de los países andinos, existe una estrecha correlación entre ficción literaria y reflexión crítica sobre la realidad social. Es así que el discurso literario establece tupidas relaciones con el debate sociopolítico sobre el indígena. Esta complementariedad, en la literatura boliviana se exhibe en la obra de Alcides Arguedas, a quien encontramos en los orígenes de la novela andina contemporánea. En Pueblo enfermo (ensayo de 1909) y en su novela mayor, Raza de bronce (1919), retrata el mundo indígena en términos de marginalidad económica, social, política, cultural, pero también de violencia y exterminio físico. En ellos, Alcides retoma una tesis de alta circulación en el debate sociocultural de su país: la inferioridad racial del indio. Y la actitud racista, en el ámbito de Raza de bronce, es el distintivo de los personajes pertenecientes a la esfera de los dominadores. Pueblo enfermo, como título, resulta sintomático, ya que apela a una representación biologista que redunda en presentar al indígena casi como un animal. Raza..., por su parte, es un esfuerzo riguroso de eliminar todo residuo idílico de la visión de los indígenas, relacionada con la dimensión colectiva, los vínculos comunitarios, con las masas en movimiento, dominadas por pasiones y angustias compartidas. El ensayo y la novela broncínea están transitados por una visión pesimista de la componente indígena, mayoritaria e históricamente desplazada en la Polonia sudamericana, como es notorio, sobre todo por estos días crispados. Bolivia, según el ensayo, es un país infectado. Por la presencia del indio de la sierra, que se caracteriza por una involución genética. Los indígenas son un pueblo enfermizo por su apatía e indiferencia. Su insensibilidad, hasta en las manifestaciones más sencillas de la vida cotidiana, es una constante. Sujeto colectivo que, en el foco de Arguedas, sufre una condena nada sumaria. De manera realista, nos muestra lo que el indígena pasivamente tolera. Ante todo: la opresión. Y los sujetos que integran el sistema de opresión que se ejerce sobre el mundo andino son los representantes de la estructura feudal que domina el campo boliviano, pero también las autoridades políticas y administrativas, el clero corrupto. Despotismo que funciona sobre varios planos: económico, social, sexual. Esa subordinación en las relaciones sociales de los indígenas respecto de los terratenientes “blancos”, en Raza..., se reafirma por medio del vínculo que ellos mantienen con la naturaleza –áspera, hostil–, que determina en los hombres una actitud subalterna, resignada y fatalista.
Arguedas denuncia todo esto de la manera más descarnada. Denuncia, decidida y apasionada, que no otorga ninguna confianza a un posible rol activo de las víctimas. Su modelo es negativo: se funda en la representación de un colectivo inerte e incapaz de rescate. Y la visión complementaria es profundamente pesimista por la ausencia de toda perspectiva de cambio. El mundo indígena –tal como las revoluciones de Aureliano Buendía– está condenado a una serie de rebeliones que, ineludiblemente, fracasan. Y que tienen como correlato una represión sin salvación. Ni redención.
Raza..., entonces. Pantoja Pablo, cavernícola dueño de la tierra de la comunidad de Kohahuyo (Titicaca), sombrero alto y levita, menosprecia a su indio: menos que una cosa, era. El indígena, para él: miserable, humilde, solapado, pequeño: “su estado natural”. El, Pantoja, nunca había visto descollar a un indio, distinguirse, imponerse, “hacerse obedecer por los blancos”. Y si lograba “refinarse” se volvía aparapita (cargador) o mañazo (carnicero). Cholo, a lo sumo, pero nunca “decente”. Porque decente es quien oficia de abogado, juez, diputado. Quien escribe en periódicos o “intriga en política”. Pero el indio “jamás pasa por semejante metamorfosis, sobre todo el indio de la puna”. Y esto hubieran querido, con sus revueltas abyectas, los cambas (que hoy se me antoja sinónimo de sectores reaccionarios y agresivos) de Santa Cruz, Beni o Pando para el indio uru de Oruro. “¿Un sunicho munícipe, diputado, ministro? Jamás nadie se lo imaginaba siquiera. Primero habría de verse invertir todas las leyes de la mecánica celeste.” Contundente: en el subcontinente crispado de estos días se han invertido los postulados de la narrativa indigenista clásica. Y, hasta dios, “por sobre las demandas de los poderes locales e internacionales” (Página/12, 15.9.08), se fue patas arriba. Con las leyes de la mecánica celeste puestas.
* Investigador y docente del Instituto del Desarrollo Humano, Universidad Nacional de General Sarmiento.
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