Miércoles, 22 de octubre de 2008 | Hoy
Por Juan Forn
Ahí están los dos, sentados en la terraza del Badrutt Palace de Saint Moritz, bebiendo “coloraditos” (gin, campari, una gota de bi-tter y una cáscara de naranja) y aprovechando el breve sol del mediodía, ella envuelta en su tapado de piel, él en su sobretodo de astrakán (recuerdo de su breve período como embajador de la Francia de Vichy en la Rumania pronazi). Es enero de 1946 y ninguno de los dos puede volver a Francia por su comportamiento durante la guerra. El es el escritor Paul Morand. Ella es Coco Chanel. Ambos han cumplido los sesenta años. El carece de domicilio fijo y no tiene dinero ni para pagar ese trago en la terraza del Badrutt. Tampoco pagará ella, como solía suceder en los buenos tiempos: la casa Chanel lleva seis años cerrada y su dueña se ha declarado en quiebra (es su amante diecisiete años menor el que paga las cuentas ahora, incluidas las tres dosis diarias de morfina que exige Coco).
Tanto Morand como Chanel piensan que lo peor ha pasado: saben que, después de los fusilamientos de Laval (el temible prefecto de París durante la ocupación) y de Brasillach (el joven estrella de las letras fascistas que denunciaba en el Je suis partout a los sospechosos de colaborar con la Resistencia), De Gaulle ha decidido que no haya más condenas a muerte para los colaboracionistas. Chanel y Morand creen que el tiempo está de su lado: tarde o temprano podrán volver a Francia ambos (como Louis-Ferdinand Céline, que habrá de ser indultado en 1951 luego de seis años de exilio en Dinamarca). ¿Se arrepienten los dos de su conducta durante la guerra? ¿Sienten algún remordimiento, en esa Europa en la que aún no se ha disipado del todo el humo de los crematorios nazis? Más bien lo contrario: Chanel sigue viviendo con el barón Hans Günther von Dincklage, un oficial del servicio secreto alemán que pasó toda la guerra a cuerpo de rey junto a Chanel en una suite del Ritz de París y logró después que los aliados les permitieran huir a ambos a Suiza porque era hijo de una dama de la nobleza británica (Von Din-cklage no fue el único oficial nazi en tener amores con Chanel: también Theodor Momm, un coronel de las SS que supervisaba la producción de las fábricas textiles francesas que trabajaban para los alemanes, e incluso el jerarca de la Gestapo Walter Schellemberg, quien aseguró, cuando fue capturado, que en 1943 había intentado junto a Chanel poner en contacto al sector más moderado de la cúpula nazi con Winston Churchill, para negociar un tratado de paz entre Berlín y los aliados, con el absurdo nombre de Operación Sombrero).
Morand es más pusilánime: adjudica a un gran malentendido la publicación, antes de la guerra, de su libro France la Doulce (una sátira feroz sobre “la invasión judía en el cine francés”), también aquel viaje junto a Drieu la Rochelle y Brasillach a Weimar en 1941 para “estrechar lazos entre los escritores europeos de bien”, e incluso el legajo hallado en el cuartel general nazi en París que lo caracterizaba como un colaborador fiel, de “impecables antecedentes arios”. Pero Chanel se cansa rápido de sus lloriqueos: “Serás un mal muerto, seguirás haciéndote reproches bajo tierra. Aprende de mí”, le dice. Morand toma sus palabras al pie de la letra. Durante la semana siguiente (cortesía del barón Von Dincklage, que ve una oportunidad providencial para tomarse un respiro) los dos amigos conversarán día y noche en el Badrutt Palace sobre los buenos viejos tiempos: cuando Picasso y Stravinsky y Diaghilev y Braque y Satie y Cocteau y el joven Lacan e incluso el mismísimo Winston Churchill acudían todas las noches al departamento de Chanel en la rue Cambon.
Ocho años después, ambos recibirán el indulto que les permite regresar a París. Chanel abrirá de nuevo su negocio y, aunque los parisinos les den la espalda a sus nuevas colecciones de alta costura, los norteamericanos serán sus nuevos fans (Marilyn declarará: “Para irme a la cama sólo me pongo Chanel Nº 5”; Jackie Kennedy vestirá un tailleur Chanel el día en que maten a su marido en Dallas; Katharine Hepburn arrasará en Broadway encarnando a Coco). Morand, por su parte, con su pusilanimidad característica, logrará en 1969 ingresar en la Academia Francesa, luego de dos intentos frustrados (uno por los demás académicos, otro vetado por el mismísimo De Gaulle). Desde su ingreso en la Academia visitará cada vez menos a su amiga, que se ha instalado desde su retorno a París en la misma suite del Ritz que ocupó durante la guerra con Von Dincklage. Chanel morirá el 10 de enero de 1971. Según su mucama, exigió que le inyectaran una megadosis de morfina y murmuró: “Así es como se muere”. Era un domingo: sólo un domingo podía matarla, opinaron unánimemente sus íntimos en el velorio. Morand morirá en 1976, sólo un mes después de publicar en forma de libro las notas que había tomado durante aquellas semanas en Saint Moritz en 1946. Las tituló El allure de Chanel. En francés, allure significa aire, aliento, y también distinción, elegancia. En su último reportaje antes de morir, Chanel había declarado: “Me horroriza ir a acostarme. Hace diez años que no me besan en la boca”. Habrá sido por su allure.
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