Domingo, 12 de abril de 2009 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
De un muerto se puede decir cualquier cosa. No podrá refutarla. De un muerto se puede hacer cualquier uso. No podrá negarse. De un muerto, cualquiera puede reclamarse heredero. No estará para desautorizarlo. De un muerto se podrá decir que fue malo, que fue bueno, que fue tiránico, que fue arbitrario, que no robó pero dejó robar. No estará para defenderse. Si de los hechos lo que importa son las interpretaciones (según estableció genialmente Nietzsche y siguió Foucault y nosotros, aquí, ya lo sabíamos), de los hechos de la vida de un muerto todos podrán dar infinitas interpretaciones, menos el muerto. El muerto, en suma, está desarmado, está solo, no tiene voz, su opinión no importa porque, sencillamente, no puede emitirla. No puede negar las infamias, ni los inventos, ni los usos desvergonzados que se hacen de él. Si se levantara de la tumba volvería a morirse o mataría a todos los vivos o los vivos (con algún pudor, con algo de honor vigente aunque deshilachado) huirían de él o le pedirían disculpas o morirían de indignidad. Con lo que se transformarían en muertos y pasarían a ser desvergonzadamente utilizados, manipulados como todos los que suelen incurrir en ese hábito tan inconveniente para quienes ceden a él: morirse. De modo que lo mejor es no morirse. Pero, de morirse, conviene morirse en el momento adecuado. Pareciera ser ésta una modalidad radical. Illia se muere en plena campaña del ’83. ¿Qué mejor fortuna para la campaña radical que actualizar la figura del viejito bueno, honorable, que no robó, que no reprimió, que subió con el 22 por ciento de los votos en elecciones fraudulentas, amañadas por oscuros militares antidemocráticos, pero que –suponemos, porque era, sí, una buena persona y un político con pudor democrático que no habría querido seguir la farsa exclusionista del rencoroso Estado Gorila del ’55; suponemos, repito– habría dado elecciones libres, con el peronismo incluido, al final de su mandato? Así, el fantasma de Illia revoloteando por sobre ese peronismo de horrible y cercano pasado (Ezeiza, la Triple A, López Rega, Isabel), con un líder firmante del decreto de “aniquilación de la guerrilla”, con un hombre sin coraje ni convicciones como para decir –como Alfonsín dijo– “no dicten la ley de autoamnistía porque la vamos a derogar”, ese Illia, digo, besa la frente del enérgico, inspirado Alfonsín del ’83 y sólo resta contar los votos para llegar a la felicidad. Dijimos que morirse en el momento adecuado pareciera ser una modalidad radical. Illia se muere para darle el tono ético a los radicales del ’83: “Nosotros no somos ese bandalaje de Ezeiza. Somos un partido de gente bien, herederos de viejitos buenos, que estamos con la vida y no con la rabia”. Ahora –¡a poco tiempo de los comicios!– se muere Alfonsín. ¡Qué bocado para los oportunistas de toda estirpe y condición! Es un regalo del Cielo. La última bendición que ese hombre que vivió para el partido podría darle. Tanto vivió Alfonsín para el partido que durante las jornadas en que la policía de De la Rúa, estado de sitio mediante, perseguía fieramente a los manifestantes de la Plaza de Mayo, molía a palazos a hombres y mujeres, hacía fuego a matar –y, en efecto, mató: hubo cadáveres en esa Plaza–, Alfonsín, desde un ventanal de la Rosada, se agarraba con desesperación la cabeza y exclamaba: “¡Dios mío, esto es el fin del partido!”. Ahora, a ese partido que amó durante toda su vida, le ha hecho el último favor: morirse en época electoral. Y no sólo eso: ¡se murió mientras Cristina estaba de viaje y el inefable Cleto Cobos era Presidente en ejercicio de la República! Cobos –hombre de enormes, ilimitadas ambiciones– habrá proferido: “¡Gracias, Don Raúl! ¡Me la dejó picando!”. Y si no me creen: miren las fotos de Cleto durante la marcha austera del cortejo fúnebre. El no va austero. Está contento, sonríe ganador, saluda hacia los balcones con su mano derecha levantada, o la izquierda. Créanme: Dios está con Cobos. ¡Presidente de la República durante las honras fúnebres a Alfonsín! Dios o el Diablo o el sentido más profundo de la Historia están con Cobos. Sólo hay algo que no está con Cobos. Cobos. Cleto Cobos es el peor escollo que tiene este político hasta hoy afortunado en su carrera inocultable hacia el lugar que ambiciona: la presidencia en 2011. Si no fuera Cobos, con la suerte que tiene y con las limitaciones racionales que exhibe el electorado citadino desde hace ya unos años, era cantado: Presidente en 2011. Pero no: Cleto Cobos tiene limitaciones casi insalvables. No son las partidarias que tenía Alfonsín. (Nota: Uno no puede estar escribiendo todo durante todo el tiempo. Hace casi un mes, antes que se desatara este vendaval santificador, en el N° 71 de los textos sobre filosofía del peronismo que publico en éste, mi diario, como bien dice Osvaldo Bayer, porque lo sentimos y lo sabemos nuestro, hice un amplio, un positivo retrato de Alfonsín. Beto Brandoni y Héctor Olivera, dos alfonsinistas pasionales, podrían dar testimonio de todo le que le dije al Beto en un momento de amargura que tuvo por lo que él sentía como una falta de reconocimiento para con Alfonsín. De modo que no voy a cantar loas aquí, ya que sería, además, un abuso al que todos fuimos sometidos.) Quien, Alfonsín, era capaz de pasarse horas averiguando cómo andaba el partido en Curuzú Cuatiá o en Rafaela o en Venado Tuerto, mientras, él me lo contó, un tipo tan valioso –un prócer ya olvidado de la política argentina– como Carlos Auyero esperaba cruzar unas palabras con él. Alfonsín amaba a su partido. Cleto Cobos no. Cleto no ama nada. Salvo a Cleto y su estrella. Pero tiene, dijimos, limitaciones serias. Cleto Cobos no tiene, por ejemplo, la cara de Hegel. La inteligencia no brilla en ella. Pero es gracioso. A mí, lo confieso, me interesa el hombre. Se habrá acaso observado que no hablo de la llamada “oposición”. Es tanto lo poco que me agrada que hasta me disgusta teclear sus nombres. O que aparezcan en un texto mío. Elijo algunos rodeos si no tengo más remedio que señalarlos: “Esa señora que tiene a Dios de gurú y consulta con él todas sus decisiones”. O “ese alegre muchacho de los ’90 devenido gran estadista en el siglo XXI”. O “esas agro-caceroleras que hablan de la condición prostibularia de la Presidenta porque aseguran haberla visto en los burdeles en que trabajan”. Pero con Cleto no. Cleto me cae simpático. Es tan patético, es tan transparente, tiene una ambición tan desmedida que no puede ocultarla, se le ve todo el tiempo. Por ejemplo: la noche del voto “no positivo” vuelve a Mendoza en auto, no en avión. Porque –luego de haber hecho una magistral actuación acerca de la reflexividad profunda, del sincero desgarramiento que le reclamó su decisión histórica– se fue a recorrer las provincias y a recibir, con los brazos en alto, a lo campeón, las ovaciones de medio país. O durante el sepelio de Alfonsín. Lo que había que hacer era claro. Ese día había que usar al ilustre muerto para la solemnidad de la despedida final. Si despedir a ese tío medio tonto que sólo sabía contar chistes verdes en los almuerzos del domingo requiere –el día de su entierro– cierta dosis de seriedad, de cara pesarosa, de cara que diga: “Qué momento tan triste. Era un tarado pero lo vamos a extrañar. ¿Quién nos va a entretener con esos chistes pelotudos ahora? Hasta los ravioles van a tener otro gusto”, ¿qué cara requerirá despedir al “padre de la democracia” argentina? Había una sola cara para ese día: “Con él muere la democracia. O lo poco que de ella queda luego de estos años de crispación autoritaria”. Ese era el uso señalado por las usinas ideológicas que prepararon el Operativo Alfonsín para la coyuntura: entierro. Cleto no. Cleto es fresco, la vida le gusta, todo le sale bien. Alfonsín se murió para él. Para que él capitalizara todo, estuviera al frente porque así lo dice la ley: Presidente que viaja, se jode. Asume el vice. Y aquí está él, asumiéndolo todo. Y sonríe, y mira hacia lo alto, hacia la gente en los balcones y... ¡saluda con su mano en alto! “¡Bajá la mano, Cleto! –le dice alguien a su lado–. Esto es un entierro. No ganaste la maratón de los barrios. ¡Un poco de cara de orto, por Dios, Cleto!” Inútil: Cleto saluda feliz. No va al cementerio. Todo paso que Cleto da lo lleva directo al 2011.
El uso que se ha hecho de Alfonsín es obsceno. Todos mienten. Los que lo querían de verdad no armaron ningún operativo, lo lloraron y punto. Yo lo quise mucho a Alfonsín. Me alegró su triunfo en 1983. Lo prefería antes que a Luder. Antes que al peronismo, que debía esperar, que no estaba listo. Puede decir Luis Gregorich si no lo llamé la mañana siguiente al 30 de octubre de 1983 para felicitarlo. Puede decirlo Andrés Cascioli, que me invitó a volver a Humor porque yo me había ido y, en efecto, volví para seguir durante seis años. Pero es una ofensa que nos vengan con eso del padre de la democracia. ¿Qué somos, tarados? Señores, antes que Alfonsín estuvo Yrigoyen y la democracia se la ganó con revoluciones que le doblaron la mano al régimen conservador. Y el primer peronismo (pese a su autoritarismo o, en alguna medida, gracias a él) significó una inclusión de los pobres en la esfera de la civilidad, una democracia social que llevó a la clase trabajadora a aumentar en un 33 por ciento su participación en el ingreso nacional. (¡Si eso no es democracia! A los pobres no se los alimenta con las palabras “república” o “instituciones”. Se los alimenta con alimentos, con trabajo, casas de material, educación.) Y la democracia (¡y qué democracia, qué primavera!) yo la conocí con Cámpora, con el discurso de Righi a la policía, el de Vázquez en la OEA, la libertad para leer, para ver todas las películas del mundo, para discutir. Para el protagonismo popular. Para llevar Shakespeare a las villas con Gené, Pepe Soriano, Laplace, Briski. Hasta que vino Perón y se pudrió todo. Y la democracia empieza a regresar cuando las bestias de la dictadura se suicidan en medio de su locura de sangre. Cuando Galtieri dice: “¡Que vengan, les vamos a presentar batalla!”. Y con la multipartidaria. Y con las Madres. Y con la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (donde, claro que sí, estuvo Alfonsín). Y con la huelga obrera del 30 de marzo de 1982. Y luego –ya con el gobierno reconquistado– viene el gran momento alfonsinista del 84/85. El Juicio a las Juntas. Lo insultó la Sociedad Rural. Lo acosó (como luego ni por asomo acosó a Menem) el sindicalismo peronista. Y lo tiraron los empresarios con el golpe de mercado y la hiperinflación. Seguiremos hablando de él. Sólo esto: si el mercado es libre, ¿cómo es posible que le haya hecho un golpe a Alfonsín? ¿Acaso alguien lo maneja entonces? ¿Por qué creerán que somos tan tontos? ¿Será por eso que son tan desvergonzados? Los empresarios –el capitalismo concentrado agro-financiero– lo tiró a Alfonsín porque éste no aceptó hacer lo que Menem hizo alegremente durante la negra década del ’90. De todos sus méritos, éste es el que menos se le ha reconocido durante estos días. Porque a Alfonsín lo tiraron los mismos que hoy lo usan para agredir a un gobierno que, en muchas cosas, lo continúa. Alfonsín no fue privatista, buscó siempre no debilitar al Estado, enfrentó a la sed de ganancias de la Sociedad Rural, a la Iglesia y a los magnates de la patria financiera, juzgó a los grandes genocidas y apostó siempre a los derechos humanos. ¿Quién se le parece más, Cristina Fernández o la oposición mediática y cacerolera?
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