Domingo, 12 de abril de 2009 | Hoy
Por José Natanson
Las estadísticas coinciden en que desde fines de los ’80 hasta ahora se ha registrado un aumento de los delitos, menos espectacular que el que podría inferirse de una rápida mirada a los noticieros televisivos, pero no por eso menos relevante. Y además está la sensación de inseguridad, ese parámetro subjetivo y variable pero que define políticas, fuerza la salida de funcionarios, hunde candidatos y algún día seguramente será capaz de voltear gobiernos, como sucedía en Colombia y está comenzando a ocurrir en Brasil. Por eso, no parece muy inteligente ni resulta políticamente útil quejarse por la distancia entre la sensación de inseguridad y los datos duros, por el hecho de que la percepción social no se corresponda exactamente con las estadísticas; en términos políticos, la sensación es la realidad.
En la provincia de Buenos Aires, que es donde el problema se manifiesta de manera más dramática, la percepción de indefensión se ha mantenido con ministros de Seguridad progresistas y punitivistas, militares y civiles, débiles y fuertes, lo cual sugiere que se trata de algo más que un déficit de gestión. Es un fenómeno estructural, comprobable en otras latitudes, seguramente vinculado a la desestructuración social de los ’90, el desmantelamiento del modelo de bienestar y la individualización y despersonalización de las relaciones sociales.
Como escribió el sociólogo brasileño Marco Aurelio Nogueira (“Más allá de lo institucional. Crisis, partidos y sociedad en el Brasil de hoy”), la realidad ha cambiado. “El mundo se tornó complejo, se encogió al estar más conectado, ganó diversidad y dejó de ser un todo ordenado por reglas y centros claramente reconocidos. La frenética movilidad de los capitales, así como la segmentación y la expansión de la oferta de productos se corresponden, dentro de cada país, con una mayor diferenciación y fragmentación social. Los Estados quedaron atrapados por la economía internacionalizada, que no pueden controlar, y por las demandas y presiones internas en sus territorios, que no pueden atender. Los gobiernos gobiernan poco, y a veces ni siquiera gobiernan.” Esta es la base, agrega Nogueira, de una “sociedad de riesgo”, en la que todo –el empleo, el vínculo matrimonial, la propia vida– se encuentra en estado de amenaza permanente.
En suma, no están claras las conexiones entre neoliberalismo, globalización e inseguridad ciudadana; probablemente sean intrincadas y complejas, pero en todo caso son como las brujas: que las hay, las hay.
En este contexto, resulta notable la posición de los candidatos y los partidos ubicados del centro a la izquierda del espectro político, que durante años prefirieron esquivar el tema de la inseguridad hasta que literalmente les estalló en las manos. Y si esto fue así es en buena medida como resultado del diagnóstico simplista de considerar a la inseguridad como un subproducto automático de la pobreza, de lo que se deriva la inmovilizadora tesis de que hasta que no se acabe la segunda no tiene sentido ocuparse de la primera. A ello se agrega el natural rechazo de las corrientes progresistas a utilizar la represión legítima, por la alergia que genera el contacto con un policía o un gendarme a cualquiera que haya sufrido la acción de la dictadura. El rechazo es comprensible, pero a esta altura merece ser revisado.
En todo caso, la dificultad para elaborar una respuesta alejada del populismo penal y al mismo tiempo consistente para enfrentar el problema parece una reedición de la táctica del avestruz de los ‘80. En aquel momento, cuando la crisis de inflación y deuda externa acabó con el modelo de sustitución de importaciones y arrasó con la popularidad de los primeros presidentes postautoritarios (los Alfonsín, los Alan García, los Sarney), la izquierda no logró construir una respuesta económica sólida al colapso económico, que finalmente llegó por derecha, vía ajuste neoliberal y Consenso de Washington.
Hoy, frente a las evidentes dificultades de la izquierda para acercarse al problema, elaborar, propuestas y defenderlas electoralmente, las fuerzas más conservadoras han construido un programa, ciertamente equivocado pero programa al fin: Daniel Scioli propone bajar la edad de imputabilidad, Francisco de Narváez reclama la construcción de doce cárceles en la provincia en los próximos dos años y Mauricio Macri apuesta a una policía con autonomía.
La política de seguridad de la provincia de Buenos Aires ha sido una de las más erráticas y peligrosas de todas las implementadas desde el retorno de la democracia. Es imposible mensurar su costo en vidas y haciendas, pero probablemente ha sido altísimo. Desde los ’90 hasta ahora se sucedieron nada menos que 20 ministros de Seguridad, desde ex miembros del Poder Judicial (Alberto Piotti, Carlos Stornelli), políticos (Carlos Brown, Luis Lugones, Carlos Soria), ex comisarios (Oreste Verón) y ex espías (Juan José Alvarez). Detrás de estos cambios se escondía en general un pacto más o menos implícito entre el poder político y las fuerzas de seguridad: la policía obtenía autonomía para sus actividades recaudatorias y, a cambio, le garantizaba a las autoridades cierta regulación del delito, acciones espectaculares y fácilmente mediatizables y, en algunos casos, una parte de esa recaudación.
Hubo, sin embargo, dos excepciones a este contrato, momentos en los cuales el poder político decidió adoptar una verdadera política de seguridad, asumir el control real de la policía y, lo más difícil de todo, sostener su decisión a pesar de los reclamos mediáticos y las operaciones. La primera comenzó el 13 de abril de 1998, cuando Eduardo Duhalde, forzado por las evidencias de la participación de la Bonaerense en el atentado a la AMIA y el secuestro de Cabezas, designó a León Arslanian al frente del ministerio. Hasta el momento, la policía había logrado evitar los escasos esfuerzos orientados a quitarle el autoritarismo y el verticalismo militarista heredados de la dictadura (algo que, dificultosamente y tras cuatro rebeliones carapintadas, sí habían comenzado a hacer los militares bajo el liderazgo de Martín Balza). Con Arslanian, por primera vez un político penetraba en el interior profundo de las estructuras de seguridad de la provincia, como paso necesario para encarar una reforma democratizadora.
El impulso, desdichadamente, se apagó pronto. Las necesidades electorales –o, mejor dicho, las dificultades de Duhalde para compaginar su política de seguridad con los imperativos electorales– de-sactivó estos primeros esfuerzos. El candidato a gobernador del PJ, Carlos Ruckauf, lideró una campaña ultramontana que incluyó acusaciones de “abortista” a Graciela Fernández Meijide, críticas a la “socialdemocracia” y la promesa de “meter bala a los delincuentes”, promesa que cumplió al pie de la letra designando al frente del ministerio a ¡Aldo Rico!
Cuatro años después, luego de probar suerte con Luis Genoud (que tuvo que irse luego de la represión en el puente Pueyrredón), Juan Pablo Cafiero (que designó como viceministro a Marcelo Saín, uno de los escasísimos referentes progresistas capaz de conjugar el conocimiento académico con la capacidad de gestión, pero cuya figura era demasiado para los policías) y Raúl Rivara (expulsado luego del secuestro y asesinato de Axel Blumberg), Arslanian volvió al cargo, esta vez como ministro de Felipe Solá. En abril de 2004, respaldado por Kirchner y Duhalde, Arslanian inició su segunda gestión, durante la cual realizó purgas masivas, desarmó la cúpula policial, inició un proceso de descentralización y municipalización de la fuerza, fusionó los dos escalafones en uno solo, habilitó el ingreso de civiles en altos puestos, modificó los planes de estudio y hasta comenzó a crear una segunda policía que con el tiempo debía absorber a la vieja.
Pero una vez más la campaña electoral neutralizó los planes. La suerte de Arslanian quedó sellada desde el momento que Kirchner decidió que Daniel Scioli se convertiría en su candidato a gobernador. Scioli, que nunca prometió otra cosa, designó como ministro a un típico exponente del complejo policial-judicial, Carlos Stornelli, quien impulsó algunas ideas muy lógicas, como el 911, y ha asumido algunas posiciones muy razonables, como el rechazo decidido al muro de Posse. Sin embargo, el plan policial de Stornelli implica en esencia una contrarreforma recentralizadora que parte de la tesis de que la policía se encontraba de brazos caídos y que, por lo tanto, es necesario devolverle autonomía y capacidad de fuego, modificando muchas de las medidas adoptadas por la gestión anterior.
Y ahora, en plena campaña para las elecciones de junio, sucede algo curioso. Si finalmente se lanza como candidato, Kirchner deberá compatibilizar su apoyo a Arslanian y la necesaria defensa de la gestión de las fuerzas de seguridad nacionales durante su presidencia (gestión que descartó las presiones para reprimir la protesta social y no se subió al caballo de las propuestas manoduristas), con su respaldo a (y el respaldo de) Daniel Scioli. Esta tensión se haría aún más clara si se concretan las versiones que indican que el gobernador secundaría al ex presidente en la lista de candidatos a diputados nacionales, una movida aún no confirmada pero que merece un párrafo.
La idea de las “candidaturas testimoniales” es aún más reprochable que otras jugadas similares llevadas a cabo por prácticamente todos los partidos, como la renuncia a un cargo ejecutivo en mitad de mandato para aspirar a un banca legislativa (como podría hacer Gabriela Michetti), la renuncia a un banca para disputar la misma banca (como hará Felipe Solá y podría hacer Elisa Carrió), la doble candidatura (como hizo Ricardo López Murphy), el cambio de distrito (como hicieron Cristina Kirchner, Carrió o Rafael Bielsa, entre tantos otros). Se trata en todos los casos de jugadas desprolijas desde el punto de vista institucional pero perfectamente legales. Por otro lado, la posibilidad de que las “candidaturas testimoniales” sean avaladas electoralmente y por lo tanto refrendadas por el voto popular no atenúa su gravedad, aunque sí abre un debate interesante sobre su legitimidad. Y en todo caso confirma las condiciones de hiperpersonalización, debilidad partidaria e imperio de la imagen en las que se juega la política argentina.
Pero estos atajos tácticos no son las únicas decisiones insólitas que nos trae la campaña. Volviendo al tema de la inseguridad, resulta asombrosa la posición actual de Solá. Durante su mandato, Solá defendió a Arslanian incluso en los momentos más complicados, en pleno estrellato de Juan Carlos Blumberg, mientras los diputados y senadores nacionales distorsionaban apresuradamente el Código Penal y el ex ingeniero hacía de la crítica al ministro (al que llamaba “ministro de inseguridad”) el eje de su finalmente trunca carrera política. Hoy, convertido en candidato, Solá prefiere olvidarse del tema, obviamente forzado por su alianza con Francisco de Narváez, cuyas ideas acerca de la inseguridad son las esperables en un hombre de su formación y fortuna, y entre las cuales se destaca la creación de un blog que por algún motivo se denomina “Mapa de la inseguridad”, en el que la gente colecciona sus denuncias. Pero es una lástima, pues los casi cuatro años de la segunda gestión de Arslanian constituyeron el intento más serio y sostenido del que se tenga memoria para enfrentar francamente el problema de la inseguridad en la Argentina, algo de lo que Solá sí tiene motivos para sentirse orgulloso.
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