Viernes, 14 de agosto de 2009 | Hoy
Por Juan Forn
Un viejo adagio del mundo del cine dice que de una novela mediocre puede salir una gran película, pero de una gran novela sólo puede salir una película mediocre. Luchino Visconti dio por tierra con ese adagio en 1964, cuando llevó al cine El gatopardo, la gran novela de Lampedusa, y mordió el polvo en 1967, cuando hizo lo propio con El extranjero de Camus. La tercera siempre es la vencida y, en 1970, Visconti anunció a la prensa que su siguiente película se basaría en un libro de Thomas Mann. Pero se ve que había escarmentado: no eligió Los Buddenbrook, ni La montaña mágica, ni la saga bíblica José y sus hermanos, ni el Doktor Faustus (los cuatro libros que más admiraba del escritor alemán), sino una novelita de cien páginas que el propio Mann, en su momento, había calificado de “ambigua pero decorosa”. Para sacar de esa novela una película, Visconti procedió a despojarla del “decoro” con que su autor la había enmascarado y a inyectarle toda la tóxica sensualidad que Mann había logrado a duras penas sofocar. ¿Es Muerte en Venecia una gran película? Difícil encontrar alguien que piense lo contrario, pero sus millones de seguidores en el mundo no logran ponerse de acuerdo si eso se debe a que está basada en una gran novela o en una novelita mediocre: incluso hay quienes sostienen que la película es tan extraordinaria que llevó el libro a su altura.
Una de las razones que hacen de Muerte en Venecia una película tan extraordinaria es, por supuesto, Dirk Bogarde. Pero hasta el día de su muerte, Bogarde aseguró que se sobrevaloraba aquel trabajo suyo; que la parte más difícil de su papel la hacía el espectador por él: cada vez que la cámara de Visconti enfocaba al joven Tadzio. El papel de Tadzio no tenía ni un solo parlamento y sus apariciones no llegaban a sumar ni diez minutos en toda la película, pero para Visconti era a tal punto el centro incandescente de Muerte en Venecia (recordemos la cita que abre el film: “Aquel que ha contemplado la belleza está condenado a seducirla o morir”) que se pasó seis meses recorriendo el este de Europa, desde Hungría hasta Finlandia, buscando al adolescente indicado (en la novela de Mann era uno de los vástagos de una condesa polaca, y lo que Visconti buscaba era “un Helmut Berger de doce años”), hasta que en un hotel de Estocolmo encontró al quinceañero Björn Andresen.
Al pobre Björn Andresen la película le cagó la vida más que Ultimo tango en París a Maria Schneider. Hace unos años, cuando ya tenía cincuentilargos, asomó del anonimato para hacerle juicio a Germaine Greer, la otrora furibunda feminista que se pasó tanto de rosca que, en su último libro, titulado The Boy, sostenía que las criaturas que más universalmente despiertan el deseo sexual en la especie humana son los varones púberes y que reconocerlo de una vez y entregarse a ello terminaría por fin con la guerra entre los sexos (la prensa británica se hizo un festín: “La primera feminista que sale del closet para confesar que en realidad es un viejo pederasta”). La Greer había pedido para la tapa de su libro una foto de Andresen tomada por David Bayley durante el rodaje de Muerte en Venecia. La editorial había negociado el permiso para usar la imagen con el propietario legal de los derechos, que era el fotógrafo, de manera que el reclamo judicial de Andresen no prosperó. Pero sus tímidas quejas en el tribunal (que aquella película le había arruinado literalmente la vida y que le resultaba aberrante que se usara su imagen para celebrar las relaciones amorosas entre adultos y adolescentes) fueron amplificadas en letras catástrofe por los tabloides ingleses y la editorial terminó retirando discretamente de circulación el libro de la Greer.
Cuando estalló el escándalo aparecieron en la web trozos de un documental italiano de 1970 llamado Alla ricerca di Tadzio, en el que un camarógrafo de la RAI sigue a Visconti a lo largo de aquel peregrinaje por Europa del Este. El documental ofrece grandes momentos, como cuando Visconti se queja de que en todo el territorio polaco no haya podido encontrar un solo niño de rasgos aristocráticos (“¡Son todos proletarios!”, murmura en un momento el exquisito conde comunista). Hasta que, en un hotel de Estocolmo, Björn Andresen hace su entrada en la habitación donde tiene lugar el casting. Visconti comenta por lo bajo: “Nació para ser mirado” y le pide que se saque la camisa. El adolescente cree haber entendido mal y mira a su alrededor con cierta alarma pero finalmente consiente y, a pesar de la mala calidad de la filmación, es palpable el efecto que produce. La voz en off anuncia pomposamente que Visconti ha encontrado su santo grial en Björn Andresen. ¿Pero para qué seguir llamándolo Björn? A partir de ese momento será simplemente Tadzio para el mundo (“E Tadzio e basta!”), profetiza la voz en off.
Lo notable del asunto es que, cuatro años después del estreno de Muerte en Venecia, cuando se publicaron post-mortem los Diarios de Thomas Mann, se supo que la historia narrada en la novela era autobiográfica. Mann incluso daba el nombre de Tadzio en la vida real, cosa que permitió, a unos periodistas primero y al escritor Gilbert Adair después, rastrear su paradero y descubrir que el núbil aristócrata polaco por el que Thomas Mann perdió la cabeza en 1911 (y por esa razón, en su novela, se castigó con la muerte) se llamaba Wladslaw Moes y sobrevivió a la Primera Guerra, a la Segunda e incluso a la Polonia stalinista de posguerra, hasta morir apaciblemente en su pueblo natal en 1986. Cuando el zángano de Adair publicó el año pasado un librito de noventa páginas llamado El verdadero Tadzio. Historia del icono rubio de “Muerte en Venecia”, el pobre Björn Andresen creyó que una vez más volvían a meterse con su vida. Si bien esta vez la cosa no era con él sino con el Tadzio de la vida real, las revelaciones del libro han de haberle resultado igual de dolorosas.
Difícil saber cuánto hay de cierto en las palabras de Adair: en sus páginas afirma que logró dar con la única de las hermanas de Wladslaw que seguía viva, pero la dama murió después de entrevistarse con él. Según ella, no era Tadzio sino Adzio el apodo de Wladslaw, el niño no tenía ni quince ni catorce años sino apenas diez cuando fue con su familia a Venecia y carecía por completo de la belleza renacentista del joven Andresen (Adair sólo ofrece una foto borrosa, en donde se ve a un niño de cara regordeta, orejas como pantallas y el pelo rubio cortado al rape). Si lo que dice Adair es cierto, cuando Visconti recorrió Polonia buscando su Tadzio, podría haberse encontrado con el verdadero e incluso tenerlo a su lado al filmar la película. Cosa que seguramente hubiera cambiado bastante el enfoque de Muerte en Venecia. Y la vida del pobre Björn Andresen también.
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