Martes, 8 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO La historia es así: el hombre va el pasado sábado a la noche a una reunión. Entra, saluda a los anfitriones, va a por su copa, y ahí nomás alguien se le acerca y le dice “¿Nervioso?”. El hombre piensa que le preguntan por la reciente entrada de su hijo al colegio y responde “Un poco”. No pasan cinco minutos y otro de los invitados se le acerca, guiña un ojo, sonríe torcido y susurra “¿Nerviosito, no?”. El hombre se inquieta por la insistencia –después de todo, sí, vivimos en un constante estado de nerviosismo, porque es nuestro sistema nervioso el que genera la electricidad que nos mantiene en movimiento– y se le ocurre que tal vez se lo dicen por la próxima salida de un libro suyo. “La verdad que no”, sonríe y decide ir en busca de ese canapé que lo saluda desde lejos. Acaba de llevárselo a la boca cuando un tercer convidado le da un codazo y le agrega un “Qué nervios, eh”. El hombre quiere decir algo, pero tiene la boca llena y (mientras piensa que todo tendrá que ver con el miedo local a contraer la gripe A, o la crisis socio-económica, o el calentamiento global, o el misterio universal de la herencia de Michael Jackson) le da tiempo al interrogador número tres de ejecutar unos pasitos ya ebrios mientras tararea “La Banda” de Chico Buarque. Y ahí el hombre se explica tanta preocupación por sus nervios: en un rato va a comenzar el partido Argentina/Brasil. Es entonces cuando el hombre se acuerda de que es argentino.
DOS Y un par de horas más tarde son muchos los que se dan cuenta de que Dios no es argentino y que la alegría es solo brasileña. Y que este nuevo modelo de Maradona –fiambrín y salchichón y embutido en su uniforme de profesor de gimnasia con dialéctica castrense y apocalíptica ahora– ha cometido el mismo grave error que Daniel Dravot, ese hombre que sería rey de Rudyard Kipling: ese pícaro que habiéndolo conseguido casi todo sucumbe al deseo de poseer justo aquello que le hará perder todo aquello que logró con talento y astucia. Nervioso, Maradona quiso dirigir la Selección Argentina para así cerrar el círculo de su leyenda por todo lo alto. Pero parece que no va a poder ser y, a la mañana siguiente, el hombre (que no vio el partido) verá la repetición de los goles, se enterará de que parte de la estrategia/viveza criolla (sombras de aquella final de la Davis en Mar del Plata) pasó por cortar el césped del campo al rape y mojarlo, porque “los brasileros no están acostumbrados a jugar en esas condiciones”) y contemplará a Maradona en la conferencia de prensa después del 3-1. No se lo notaba nervioso (“los nervios son la última reserva de la integridad futbolística”, escribió Juan Villoro), pero sí envuelto en esa depresión que sigue al agotamiento integral de los nervios. Allí, Maradona lanzó una frase que –en su patetismo sintáctico– al hombre le resultó muy intrigante. “Iremos a Paraguay con el espíritu que podamos”, dijo Maradona. ¿A qué se refería? ¿Al espíritu que se pueda invocar de aquí al miércoles? ¿Al primer espíritu que pase por ahí? ¿Y qué es eso de las misas y de andar besando crucecitas y de los videos psicopáticos? ¿Acaso Maradona rogaba al Espíritu Santo una ayudita para sus amigos? En cualquier caso, el hombre mira a Maradona y piensa que, sí, de algún modo la trama de su gloria se va cerrando y acabará con “El Diego” convirtiéndose, kafkianamente, en una pelota a la que, parece, van a sacar a patadas cualquier día de éstos.
TRES El hombre dejó la fiesta justo en el momento en que alguien proponía (con exagerado acento argento) arrimar unas sillas junto al fuego frío de un televisor y sentarse a ver el partido. Locales y anfitriones lo contemplaron con una mezcla de pasmo y piedad y siguieron masticando sushi y conversando sobre la rentrée editorial. De regreso a casa, el hombre se detuvo a comprar las primeras y frescas ediciones domingueras de La Vanguardia y El País. El titular del primero de los diarios era “La recuperación europea deja en evidencia a España” y traía un durísimo y muy nervioso editorial donde se enumeraban datos agoreros en cuanto a la posibilidad más o menos cercana de que España se arrimara a la incipiente recuperación del continente. Allí se leía: “España va mal, y la paradoja puede ser hiriente: nos alejamos de Europa mientras el gobierno de Zapatero se apresta a convertir la presidencia de turno de la Unión Europea en la principal apuesta política de una legislatura que amenaza naufragio”. El suplemento de economía del segundo periódico mostraba en su portada la caricatura de un Zapatero medio sonriente y aferrado a un timón indomable en un mar rodeado por aletas de tiburones. “A la deriva” era el titular. Pero no todas eran malas noticias. Previo pago de un euro extra, El País ofrecía el primero de los jarritos para el café con las portadas estampadas de los discos de los Beatles, esa banda que cantaba aquello de “Money can’t buy me love”.
CUATRO El primero de los jarritos que el hombre coleccionará a partir de ahora era el correspondiente a Abbey Road, último disco de unos muy nerviosos Beatles que –luego del desastroso proyecto Let It Be en el que quisieron reinventarse como indies en los tejados de su estudio de cabecera– decidieron volver a su sofisticación, cruzar la calle de su leyenda y separarse a lo grande dentro de la sala de grabación. El jarrito era lindo y el hombre regresó a su casa escuchando Chaos and Creation in the Backyard de Paul McCartney, un muy buen álbum del 2005 del que ya pocos se acuerdan. En cambio, todos tienen presente que esta es la semana en la que salen a la venta las remasterizaciones del catálogo beatle y allí vamos –allí irá el hombre– otra vez. Y no creo que a McCartney la cosa lo ponga muy nervioso (suficiente tuvo con su divorcio), pero debe ser inquietante vivir y vivir de y sobrevivir todo este tiempo marcado por algo que se acabó a tus veintiocho años y que duró apenas una década. Pero quién te quita lo cantado, piensa el hombre. Una cosa está clara: la mística y la épica de los Beatles no requiere de los sacros oficios de ningún espíritu y a McCartney ni se le pasa por la cabeza fundar, maradonianamente, a The New Beatles con tres músicos jóvenes (Ringo “El Hombre Más Afortunado de la Historia” Starr ni le atendería el teléfono) para así intentar reverdecer los laureles de su memoria. McCartney, seguro, se acuerda de todo; mientras que Zapatero –según La Vanguardia– “continúa con su irremediable pasión por la política de imagen: un spot detrás de otro”. Los Beatles también hacían eso: la constante mutación y el anuncio permanente de nuevos planes. La diferencia está en que jamás se enorgullecieron de hacer trampa a sus rivales y meterles singles con la mano, vendían mucho, sonaban tan bien y ahora, encima, van a sonar mucho mejor.
El hombre entra a su casa y pone “A Day in the Life” y va a ser una de las últimas veces que va a oírla así. O tal vez no. Tal vez le guste más la versión vieja e inmortal. De camino a la cocina –va a estrenar su jarrito Abbey Road– el hombre se cruza conmigo y no me saluda. Yo tampoco lo saludo. Entonces escucho el ruido de algo que se rompe y me asomo y ahí está el hombre mirando los pedazos del jarro beatle en el suelo.
“¿Nervioso?”, le pregunto. Y sigo leyendo un cuento de Henry James titulado “The Private Life”.
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