Miércoles, 2 de junio de 2010 | Hoy
Por Jack Fuchs *
Mayo de 1945: la Alemania nazi derrotada, su ideología vencida, el fin de la Segunda Guerra Mundial. Fueron seis años de guerra, sesenta millones de muertos. Han pasado 65 años. Mucho se ha escrito sobre la tragedia, el conflicto bélico, las víctimas, la destrucción.
Desde esa fecha hasta la actualidad, los conflictos y las guerras en nuestro mundo no cesaron y las víctimas se siguieron multiplicando. ¿Quiénes son las víctimas? Algunos investigadores incluyen en la categoría de “muertes en guerras y conflictos” sólo a los muertos en “campos de batalla”. Algunos excluyen muertes causadas por bombas y muchos no consideran a aquellos seres humanos muertos por hambrunas o enfermedades, resultado de enfrentamientos y otros conflictos armados.
Las discusiones son interminables y complejas. Pero lo que no deja de inquietarme es el empecinamiento que tenemos por deshumanizar a estas víctimas. Se habla casi siempre de guerras entre ideologías o en contra de ellas. Se justifican y explican por motivaciones geopolíticas y económicas. Siempre excusas para alejar el fantasma que nos aterra como seres humanos: nuestra propia agresividad, injustificable, siempre.
No puedo dejar de remitirme a mi propia experiencia. De niño, oía hablar de la Guerra Civil Española, de la lucha armada entre nacionalistas y republicanos. De la crueldad de los enfrentamientos, de los muertos que éstos provocaban. Pero esos muertos sólo eran franquistas o republicanos. Se trataba de ideologías enfrentadas, no de compatriotas que se aniquilaban, de seres humanos enfrentados de la manera más terrible. No eran españoles contra españoles, campesinos luchando contra campesinos, hombres de ciencia contra hombres de ciencia, vecinos contra vecinos. Sólo ideologías. Este argumento fue utilizado y sigue siéndolo a la hora de explicar lo inexplicable. Yo mismo tardé muchos años en poder deshacerme de todas las excusas y justificaciones y enfrentar el dolor y aceptar que se trató de hombres contra hombres. O más bien en singular: del hombre contra el hombre.
Muchas veces pienso que la necesidad de deshumanizar viene de la imposibilidad de aceptar que el ser humano es el peor enemigo de sí mismo. Esta mirada, la que nos lleva a cuestionarnos el origen de las guerras, o más bien las explicaciones que damos para poder digerir estas tragedias que nosotros mismos generamos, me deja en un lugar distinto frente a la tragedia de la cual fui testigo y víctima.
A comienzos del nazismo, las víctimas eran aquellos alemanes que se oponían al régimen. Los primeros campos de concentración fueron para terminar con comunistas, socialdemócratas –éstos constituían una fuerza política muy importante en la Alemania de preguerra– y con aquellos integrantes del propio partido nazi que ejercían alguna oposición interna. Las víctimas del nazismo no fueron sólo judías. A ellas se sumaron los gitanos, los testigos de Jehová, pueblos eslavos, aquellos llamados pueblos asiáticos de la Unión Soviética considerados pertenecientes a razas inferiores y las elites política, intelectual y cultural de Polonia y de la Unión Soviética, incluyendo a numerosos miembros de la Iglesia Católica.
El nivel de autodestrucción del pueblo alemán no tuvo límites. En 1942 un joven alemán de 17 años, Helmuth Hübener, fue guillotinado por los nazis en la prisión de Berlín. Arrestado por la Gestapo por distribuir panfletos contra el régimen, fue sentenciado a muerte. La corte que lo juzgó tomó esa decisión basada en que el joven “mostraba una inteligencia superior a la promedio para un joven de su edad”. Por esta razón, debía ser castigado como un adulto. El juez que lo envió a la guillotina no fue juzgado, ya que murió unos días antes del final de la guerra, en un bombardeo. Actualmente un Centro Juvenil en la ciudad de Berlín lleva el nombre del joven alemán. Una historia que estremece.
Una vez más, a pesar de los años que pasan, siguen siendo muchos los misterios que guardan las conductas humanas.
* Pedagogo y escritor. Sobreviviente de Auschwitz.
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