Miércoles, 3 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Eva Giberti
Como sabemos, los jóvenes actuales son un desastre: drogadictos (no todos, pero la mayoría), violentos (tomando las escuelas y faltando el respeto), indiferentes ante los problemas serios de la vida (sólo se ocupan del rock y ahora de esa cosa que llaman rap), cometiendo delitos (todos los días hay ejemplo de delincuencia juvenil), y podríamos enumerar varias otras características semejantes. Acerca de esta grave situación sólo podemos esperar que suceda lo inevitable, que crezcan y sean adultos y adultas como nosotros. Pero ¿qué clase de adultos resultarán con esos antecedentes? No hay garantías para el futuro del país...
Estas agorerías, que personalmente escucho desde la década del ’60, nos han demostrado que, efectivamente, se convierten en adultos (sabrán comprender que evite cualquier comentario al respecto, como si alcanzar la adultez garantizara algo más que la modificación de la edad. Recordemos que Adán nunca fue joven, Eva tampoco, ambos surgieron como adultos –siempre hay expertos que explican por qué el mito bíblico los privó de esta etapa–, el hecho es que los jóvenes también allí fueron excluidos).
Estas descripciones de las conductas juveniles constituyen un clásico internacional que hoy en día alterna con los análisis referidos al tema, con los estudios de género y con las estadísticas que informan, por solo citar un ejemplo, la victimización de jóvenes y adolescentes alcanzados por el disparo de armas que institucionalmente debían protegerlos.
Cuando los jóvenes, que incluyen varones, mujeres y transgéneros, eligen asumir un rumbo que no coincide con esas agorerías y descripciones fanáticas, se convierten, para los emisores de estas críticas calumniosas, en insolentes, violentos y en sujetos “manipulados por algunos adultos que se aprovechan de su inexperiencia y los usan”. Les resulta imposible imaginar que los jóvenes piensan, también tienen creencias –que no necesariamente revisan, tal como proceden algunos adultos– y se proponen ideales cercanos a la realidad en la cual viven y contribuyen a construir. Todo entreverado con sus sentimientos y las emociones, es decir, en el lugar y la posición del sujeto.
La sorpresa que para muchas personas suscitó la avanzada de los jóvenes en su adhesión a Kirchner y a Cristina resulta del escaso diálogo con ellos y con ellas, exceptuando a los militantes de los partidos políticos que hablan con sus compañeros y con quienes los convocan. El tema no reside exclusivamente en el diálogo que puede enlazar a dos sordos, sino en la atención con que se escucha, justamente, a “los inexpertos”. En tanto y en cuanto esa atención implica decirles, en el ámbito de la política, de la familia, de la escuela: “Te reconozco como alguien que puede pensar y producir situaciones valiosas”. O sea, esa atención significa compromiso.
En esta oportunidad quienes incorporaron un compromiso público no previsto fueron los jóvenes. El modo, la forma con que habrán de sostenerlo y potenciarlo, o no, es otro capítulo. (Cualquier joven que leyera este final de párrafo podría mandarme de paseo en tanto y en cuanto acabo de insertar una duda referida a mantener ese compromiso.)
Los sociólogos disponen de herramientas para este análisis; pero desde la perspectiva de quien se limita a observar nos encontramos con la utilización del espacio público de las ciudades como algo propio, como territorio para cuyo acceso no hay que pedir permiso cuando el pensamiento y la emoción conjuntas indican que se trata de lo debido. Para lo cual no fue necesario militar en partido alguno: “se mandaron” quienes no respondían a consignas partidarias. ¿Cómo lo sé? Hablé con varios. Se los veía, desparramados o acompañando a sus familias, sin caminar debajo de pancartas orientadas por algún partido, y reiteradamente recreaban con sus dedos la V de la victoria, quizás algunos sin saber que ese signo les costó la desaparición y la vida a miles de otros jóvenes.
Todavía están cercanas las advertencias de aquellas otras familias que les decían a sus hijos “no te metas en política porque puede irte mal, puede pasarte cualquier cosa”. En esta oportunidad muchos concurrían solos y también con sus familias. Todos los asistentes estaban seguros de que no habría represión. Circunstancia que no es un dato menor.
Se genera de este modo una simbólica que incluye el derecho a mostrarse y gritar públicamente cuando la ocasión lo demanda. Para crear, de este modo, una relación social nueva mediante la presencia compartida con otros que pueden ser desconocidos, también ciudadanos; lo cual me permite asociar la utilización del espacio público ya mencionado con una índole de agrupamiento inesperado, valioso y conducente a alternar con otros sujetos que gritan y cantan lo mismo, desde lugares distintos. No es un fenómeno nuevo, lo novedoso es la causa que los relacionó.
Una subjetividad juvenil que se recreaba en contacto y relación social, específicamente política, con otros y con otras, que incluía un cuerpo a cuerpo acompañado por papeles pintados, remeras y pulóveres arremangados, flores y luego paraguas al viento.
Es otra dimensión que los jóvenes incorporaron en esta oportunidad. El modelo pudo arrastrarse desde los conciertos de rock. Pero aquí había una capilla ardiente.
Por otra parte, estos “sorprendentes” jóvenes transcurrieron horas y horas en las calles. Cotizaron el tiempo como necesario para dedicárselo a quienes homenajeaban y a quien prometían defender (¿quién les advirtió que esa promesa podría anticiparse, por las dudas? ¿Se “copiaron” de algunos adultos? ¿Lo pensaron por sí mismos?).
El homenaje apuntaba al tiempo pasado, pero a la vez inscribía una promesa y un compromiso futuro. Compleja maduración del tiempo cronológico y aparición del kairos de los antiguos griegos cuando se referían al tiempo ajeno a la cronología, el que se define según el momento adecuado, el momento oportuno “para sujetar a la oportunidad por los cabellos”, como diría Nietzsche; el tiempo que marca el “momento presente determinado por una calidad y un estado de conciencia que le imprimen un contenido y no otro”. Así lo describen los estudiosos de aquellas antiguas épocas. Pienso que este kairos tuvo su propia calidad –compartida por la presencia de los adultos– no sólo debido a los motivos que la desataron (homenaje a quien murió y promesa a quien persiste por derecho), también por las edades de los jóvenes y adolescentes que sorprendieron (por no decir que desconcertaron) a la otra ciudadanía, la que no contaba con la presencia decidida de ellos y de ellas. Tal vez hubo quien temió “lo que podrían hacer estos chicos”. La experiencia enseña que no somos las personas más indicadas para proyectar en “los chicos” aquello que “podría suceder, por los desbordes, ¿vio?”.
Quienes, en oposición a los agoreros maledicentes de los jóvenes prefieren idealizarlos y afirmar que siempre son maravillosos, tal vez podrían esgrimir lo que acabo de redactar como argumentos para sostener esa exageración.
Sería tan lineal e inconducente como las críticas fanáticas (las cuales son más peligrosas dada su abundancia e inserción en el imaginario social).
Me parece que se trata de mirar, escuchar y pensar lo aparentemente nuevo advirtiendo que estos jóvenes no brotaron milagrosamente de misteriosas regiones ajenas a la cotidianidad, no provienen de “la nada”. Ingresaron gritando y llorando porque no están en otro planeta. Viven aquí, junto con nosotros. Nos escuchan, nos miran, nos evalúan, nos critican y nos dan la razón según coincidamos o nos opongamos a sus planteos. En esta ocasión la coincidencia en la calle, en el llanto y en la decisión de estar ahí fue significativa.
Tan significativa como la existencia de quienes están esperando para acallarlos, y no lo disimulan.
Me pregunto si, como resonancia de sus gritos y consignas podríamos escuchar algo que estos jóvenes solidarios e impetuosos, lúcidamente emocionados, nos dedicaron (sin imaginárselo previamente) a quienes durante décadas estuvimos antes que ellos y que ellas en nuestro país. Me pregunto si esta presencia que asombró a tantos será descifrada como alerta político o se remansará en los comentarios descriptivos entre admirados y preocupados: “¡Cuánta juventud!” O sea, “¡cuántos de otros que no controlamos!”. Más nos valdría darnos cuenta de que aquel control ya no lo acatan. Que esta presencia reclama acompañarlos sin titubeos cuando sea preciso reconocer a quienes no los quieren gritando por la calle.
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