Sábado, 22 de enero de 2011 | Hoy
Por Sandra Russo
En una entrevista radial que le hice hace unos meses a Joao Pedro Stédile, el líder de los Sin Tierra brasileños, él adhería con vehemencia al “relato nuevo”. Por un lado, desde hace una década, las reivindicaciones de los pueblos originarios han ido confluyendo en la región con la defensa de la soberanía medioambiental, y por el otro, esa soberanía sobre los recursos naturales es uno de los más grandes desafíos al capitalismo globalizado. Pensadores del Foro Social Mundial como Leonardo Boff o Boaventura de Sousa Santos han coincidido en que la pelea será posible si la estrategia es regional. La ecuación es sencilla: las corporaciones multinacionales que operan sobre esos recursos, desgastándolos, avasallándolos, no pueden ser reguladas por cada Estado individualmente, sino con parámetros comunes de defensa regional. Tal es su fuerza y tal debe ser la que se les oponga, no para que “desinviertan”, que es el cuco que sobreviene cada vez que un Estado se planta frente a la “iniciativa privada”, sino para que las inversiones que lleguen y los puestos de trabajo que creen encajen en el verosímil del desarrollo sustentable.
Sustraerles a las corporaciones su carácter de impunidad transnacional es casi una obligación de cualquier gobierno decente. La región guarda en sí, además, recursos vitales como el agua, el petróleo, la Amazonia, el pulmón del planeta y, obviamente, también la tierra, el territorio.
Los Sin Tierra brasileños son la organización social más grande de América latina y una de las más antiguas. Hace 26 años que pelean ese Gran Tema Latinoamericano: la tierra. Lo que estaba en el origen. La palabra no sólo remite a los pueblos nativos, sino también a la acumulación originaria de la que hablaba Marx. La tierra fue la materia de la acumulación originaria del capitalismo latinoamericano. Nuestras elites hicieron su acumulación originaria de hectáreas sobre el aplastamiento de esos pueblos.
Stédile –un economista marxista pero de raíz cristiana– indicaba además que la defensa medioambiental había cambiado en los últimos años la lucha de los Sin Tierra, tradicionalmente conocidos por sus tomas y ocupaciones. Han peleado más de dos décadas por una reforma agraria que, tal como la pensaban, ya no sirve. Los agronegocios y los monocultivos los llevan del territorio a la política: “¿Para qué queremos pelear por tierras que estarán muertas? Nuestra lucha hoy es por la tierra pero también contra los agrotóxicos y el modo de producción a gran escala”, decía Stédile.
En los ’90, el capitalismo terrateniente, responsable de la cualidad “bananera”, que tan bien combina mariachis con sangre, comenzó a ser un capitalismo arrendatario que se entrega y marca tendencia económica para abrirle paso a las corporaciones trasnacionales. Eso dejó atrás la vieja y amable idea de la “ecología”, para dar paso a otro ítem, de un entramado de intereses muy profundo y difícil de desarmar. Hay vastos sectores en todos los países del Cono Sur que han construido sus sistemas de supervivencia económica en dependencia con esas corporaciones.
Si algo caracteriza esta era de decadencia neoliberal es su doble faz, inhumana en sus dos caras: la tendencia a escindirse de la economía real y fugarse hacia la especulación financiera sin patria ni bandera y, por otro lado, la obstinación, el fanatismo por una producción a gran escala que está destruyendo rápidamente el planeta. Los ’90 permitieron que todo aquello que en materia de protección ambiental no puede hacerse ni en Estados Unidos ni en Europa, viniera a hacerse a América latina. La corporación de capitales norteamericanos y españoles que en 2009 fue sospechada de haber generado los primeros brotes de gripe A, surgidos en el borde de una gigantesca laguna en la que yacen miles de cadáveres de cerdos, había dejado de operar en Estados Unidos después de tener que pagar multas millonarias. México la recibió con los brazos abiertos: llegaba para “crear fuentes de trabajo”. Entre otras cosas, para eso existe el ALCA, un proyecto de puro vasallaje.
Desde hace cinco siglos los pueblos originarios reclaman sus derechos sobre los recursos naturales. Que les fueron y les son salvajemente arrebatados es algo fuera de duda. Lo que ha cambiado es el papel de los pueblos originarios, y ese nuevo rol los coloca en otro lugar del paradigma: son los antagonistas, ahora, no de los colonizadores españoles, sino los de las corporaciones que vienen operando en la región sin los controles estatales que sí rigen en sus países madre. Algo de esto ha tomado esta semana El Elegido, la serie que produce y protagoniza Pablo Echarri.
En la Argentina, las noticias crecientes sobre persecución a poblaciones originarias en diferentes puntos del país suenan terribles pero acompasadas con la integración económica y cultural a América latina. Ahora tenemos estos problemas porque ahora somos latinoamericanos. En menos de un año, se produjeron cuatro asesinatos de dirigentes indígenas en el norte argentino. Quizá el más presente sea el del cacique diaguita Chocobar, cuyo asesinato puede verse incluso en YouTube, y cuyo asesino fue identificado: está vinculado con el terrorismo de Estado, pero la Justicia no hizo nada.
En ese marco se inscribe también la lucha de los qom de La Primavera, en Formosa. La incómoda presencia en Buenos Aires del líder comunitario Félix Díaz logró llamar un poco la atención sobre un asesinato que es la punta del iceberg de otros, pasados, presentes y futuros. Esa represión no fue tajantemente condenada como otras. Cabe quedarse pensando si los qom o los mapuches o los kollas son bien entendidos como argentinos. Ni más ni menos, otra clase de argentinos. Probablemente no, aunque el último censo nos dará noticias de ellos. Hay que rascar en el fondo de la olla del viejo paradigma para advertir que si no se les abren a esos pueblos las puertas de esta nacionalidad, lo nuevo tendrá rémoras de lo viejo.
Ahora resulta que a Mario Llambías se le da por hacer evocaciones desopilantes del Che Guevara, mientras sostiene que “los pueblos originarios ahora vienen y quieren un pedazo de tierra”.
Lo primero que salta a la vista es una victoria cultural. Llambías no está habilitado hoy para hablar de “los indios”. Algo se le superpone en su propio lenguaje, y no le es propio. Ha sido forjado desde hace años por decenas de pueblos latinoamericanos, hartos de que “indio” no signifique nada ni ellos puedan verse reflejados en esa palabra que connota entre otras cosas vago y malentretenido. Claro que esos pueblos no “quieren un pedazo de tierra”, sino sus tierras, las que si ya no les pertenecen es porque hubo violencia estatal en su contra. ¿Dónde se corta el pasado? ¿Quién decide hasta dónde se repara el daño hecho? Son preguntas que más allá de la anécdota de un hombre llamado Llambías, todos tendremos que hacernos.
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