Viernes, 4 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Juan Forn
Los húngaros dicen que salvaron a Europa de los turcos. Que debieron soportar 150 años de dominio otomano, pero que una parte de su territorio, el principado de Transilvania, más precisamente el pueblo szekely, fue el bastión que resistió y frenó a los turcos. Durante el imperio Habsburgo, los szekely decían: “El emperador puede dormir en paz; nosotros velamos sus fronteras”. Los szekely se jactaban de ser más húngaros que todos sus compatriotas y de hablar un húngaro mucho más puro y musical que el del resto de Hungría. Incluso los hijos de un zapatero eran príncipes de la verba. Digo zapatero porque el padre de los hermanos Rajk era zapatero, y de sus hijos voy a hablar hoy. Con el fin de la Primera Guerra viene el Tratado de Versailles, que desmiembra famosamente a Hungría (la redujo a un tercio de su territorio), momento en que los szekely pasan, de un día para el otro, a ser parte de Rumania. Ni el apellido húngaro les dejan: a los Rajk pasan a llamarlos Rajku. Pero los Rajk no querían tener ni una letra de rumanos, y menos que menos la nacionalidad. Migran a Budapest para poder seguir siendo húngaros.
El hermano mayor, que se llama Endre, descubre al mismo tiempo que es bueno para hacer negocios y para la política, ambas cosas gracias a su verba. El hermano más joven, que se llama Lazlo, también se mete en política, pero porque descubre que odia los negocios, el dinero, el capital. Lazlo se hace comunista, cae preso, lo destierran, se va a pelear en la Guerra Civil Española, cae preso cuando cruza a Francia, lo repatrian a Hungría, que para entonces ha pactado con Hitler y tiene a los Cruces Flechadas en el poder, y cuando desemboca en una cárcel húngara se entera de que su hermano Endre es el segundo hombre más poderoso en el Budapest de la guerra: es el comisario de alimentos de la ciudad y mano derecha del tirano Szalasi.
Hace ocho años que los dos hermanos no se ven. El fin de la guerra está próximo, nada frena el avance de los rusos, los Cruces Flechadas entran en un frenesí de sangre durante esa postrera espera: someten a juicio sumario y se ponen a ejecutar a todos los prisioneros políticos, los cadáveres se amontonan en el patio de la prisión. Endre se presenta en el improvisado tribunal cuando están juzgando a Lazlo, exige declarar como testigo y hace gala de su verba para abrumar a los fiscales y lograr que se posponga y posponga la condena hasta que todo se desmadra con la llegada de los rusos y la precipitada huida de los Cruces Flechadas y del propio Endre, que logra llegar a Austria y de allí a Alemania, donde es apresado por los aliados al fin de la guerra y encarcelado en un campo de funcionarios prófugos, a la espera de que Budapest pida su repatriación para juzgarlo.
El nuevo gobierno húngaro es, por supuesto, comunista, y uno de sus hombres fuertes, uno de los más respetados por sus camaradas, es Lazlo Rajk, ese cuadro templado en la clandestinidad y las cárceles antes y después de luchar en España. Tan confiable es Lazlo que se le encarga la creación de la policía secreta del nuevo régimen (el AVO), y luego el Ministerio del Interior. En medio de esa carrera meteórica, pide testificar en la causa de repatriación de su hermano y hace gala de su verba para convencer al tribunal de que ese hombre que llamaba a su líder “Hermano y Guía de la Nación” y que declaró, cuando los yanquis lo interrogaron, que él no era antisemita sino a-semita (“simplemente creo que Hungría no necesita a los judíos”), también salvó del hambre a muchos húngaros durante el sitio de Budapest, y consigue así bloquear la deportación y pagar la deuda que tenía con él.
Desde su pobre exilio provinciano en Alemania, Endre va enterándose por radio del ascenso de su hermano menor en el parnaso comunista. Y, de pronto, lo inesperado: Lazlo es acusado de traidor a la patria durante la última purga stalinista. Es 1949. Los enemigos del día son los desviacionistas como el general Tito, que osó decir que Yugoslavia no necesita de la URSS. Y ya se sabe cómo son los szekely con el tema patriotismo. Para peor, Tito conocía a Lazlo de España y lo ha elogiado públicamente. Hungría necesita mandar un mensaje de inequívoca sumisión a Moscú: el juicio de Lazlo se transmite en directo por radio, y así es cómo millones de húngaros, dentro y fuera de su país (como Endre), escuchan con estupor a Lazlo Rajk autoincriminarse desde el estrado: el szekely loco de la verba incendiaria hace un mea culpa abyecto, monocorde, que ahorra todo trabajo al fiscal. Se dice que le habían prometido ponerlo en un avión con su mujer y su hijito de cinco meses, y permitirle una nueva vida en Pekín (el PC chino a veces recibía a los proscriptos por Stalin). Se dice que recién cuando lo llevaban al cadalso entendió lo que iba a pasar y gritó: “¡Camaradas, esto no es lo que me habían prometido!”.
El caso Rajk se convirtió en una causa célebre. Siete años después de ocurrido el hecho, ya con Kruschev en el poder, se rehabilitó post-mortem a Lazlo y se le permitió a la viuda recuperar el cuerpo. Ella dijo que, ya que habían juzgado públicamente a su marido, exigía un funeral público. Se juntaron cien mil personas. La viuda no quiso discursos. El AVO se declaró incapaz de infiltrar y boicotear el multitudinario evento: sus agentes más veteranos decían que sólo Lazlo Rajk hubiera sabido cómo hacerlo. La mecha encendida en esa silenciosa manifestación (la primera de tal envergadura en países comunistas) estalló con todo su ruido sólo dos semanas después, con la famosa insurrección de Hungría de 1956 y su posterior sometimiento a los tanques rusos, mientras Occidente miraba hacia otra parte, como siempre.
Los años pasaron. Endre murió. La viuda de Lazlo murió. Gorbachov llegó al poder en Rusia y anunció la Glasnost y la Perestroika, y aquel bebé de cinco meses llamado Lazlo Rajk hijo, ya hecho un hombre, motorizó la rehabilitación y entierro público de Imre Nagy, el político mártir de la insurrección de 1956. Fueron más de 300 mil personas. Esta vez sí hubo discursos y, como consecuencia, el agónico gobierno comunista abrió ese mismo día su frontera con Austria y Hungría se convirtió en el pasillo por el cual los alemanes del Este pasaban a Alemania Occidental: el Muro ya estaba roto, aunque faltaran un par de días para que se vieran los primeros mazazos por TV. Subido al viento de la Historia, Lazlo Rajk hijo se presentó como candidato socialdemócrata en las primeras elecciones después de la caída del Muro. Salió segundo. Fue derrotado por el Fórum Democrático, el partido que defendía los valores nacionalistas reaccionarios a los que había adherido su tío Endre. Hasta el día de hoy siguen en el poder. Se jactan de saber qué quieren los húngaros mejor que todos los demás húngaros. Hablan de lo magyar como los szekely hablaban de sí mismos. El viento de la Historia enloquece siempre que sopla en Mitteleuropa.
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