Domingo, 11 de marzo de 2012 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Sentado sobre un barril nuclear (ya no sobre un “barril de pólvora” según solía decirse en tiempos de menor poder destructivo), nada asegura que exista en el mapa mundial un solo centro de poder con deseos y capacidad de actuar racionalmente. La situación de Estados Unidos es conocida. Atacado por su persistente “complejo de Ahab” está dispuesto –como el personaje de Melville– a perseguir hasta el más remoto lugar del mundo a sus odiados enemigos, por sus medios o por medio de sus aliados, tan entregados a la locura de una lucha “decisiva” o “final” como ellos. “Melville conocía bien a su país y a sus compatriotas. Y a través del capitán Ahab que persigue sin piedad a la ballena blanca hasta los confines más alejados del Pacífico Sur y los mares asiáticos, retrató el modo en que los estadounidenses experimentaban el imperio” (Thomas Bender, Historia de los Estados Unidos, Siglo XXI, Buenos Aires, 2011, p. 199/200. Edición impecablemente cosida. El profesional de las ideas puede dejarla sobre su escritorio y no se cierra. Puede abrirla hasta donde lo necesite y no se rompe. Puede ponerle un pisapapeles de cuero con pesas en cada extremo y será sólo para asegurarse, nunca desesperadamente necesario). Si Ahab perseguía a la ballena por venganza, porque le había devorado una pierna infligiéndole una humillación que no podía perdonar y cuyo precio era la vida de quien la había provocado, Moby Dick, la “ballena blanca”, “el imperio estadounidense muchas veces ha obrado motivado por una irrefutable motivación por la seguridad” (Ob. cit., p. 200. De la novela de Melville y su compleja simbología –¡de la que Melville abominaba!– nos ocuparemos próximamente. El tema es tan hondo que merece un tratamiento autónomo). Dentro del mapa actual del mundo, Estados Unidos –en su núcleo más profundo– actúa porque busca en todas partes lo que necesita y porque (he aquí la causa más compleja de su núcleo destructivo y autodestructivo) cree que debe defenderse del “mundo” para vivir seguro. El modo que ha encontrado para hacerlo es apropiarse de él. Resultado de esta certeza es su pathos expansionista, la concepción de un imperio que debe estar materialmente en todas partes. Los británicos (que no tenían esa neurosis) se daban el lujo de tener colonias “libres”. “Que tengan su bandera, su Himno, sus héroes, lo que quieran. Pero que hagan negocios sólo con nosotros y que produzcan lo que nosotros necesitemos. Siempre materias primas. El ‘taller del mundo’ queda en nuestras manos”, se escuchó decir varias veces en el Parlamento británico, en las voces de sus pomposos representantes: Disraeli, Gladstone, Cobden y otros. El imperio norteamericano tiene dos aliados incondicionales: Gran Bretaña e Israel. Y va creando otros. En nuestro continente, Colombia. Y ha demonizado a Venezuela. Porque América latina no vive la siesta a-histórica que muchos creen. Es cierto que no tenemos guerras por aquí, pero no nos hemos caído del mundo. Argentina tiene conflictos más serios, más dramáticos que los subtes de Macri. Hay algo que late detrás de ese conflicto porque hay algo que late detrás de Macri y de quienes lo apoyan. Hay algo que se agita detrás de la llamada “oposición” a la que se cree tan incapaz y posiblemente lo sea, pero no lo es el monstruo que digitará las acciones si llegan a producirse. No hay que ser inteligente para obedecer, hay que serlo para crear. Cristina Fernández tiene que crear porque –hay que decirlo– está fuera de los planes del mapa mundial que Estados Unidos busca. Acaso no se note en las fotos y en los gestos que la diplomacia (que es el arte de mentir con elegancia hasta quitarse la careta y mostrar la verdadera cara, tarea que ya no corresponde a los diplomáticos), pero Argentina está entre el Mal y un Bien poco confiable para la binaria concepción del mundo de los norteamericanos.
“El Departamento de Estado (escribe Matías Ruiz en el Instituto de americano de servicios de información prioritaria, bajo la figura de un águila temible, furiosa) “se ha ocupado especialmente de comprometer apoyos de cara a lo que podría suceder en Oriente Medio, y no resulta extraño que mucha de esa presión comience a tener lugar en América latina. Ahmadinejad administra el factor tiempo en su favor, aunque hoy comprende a la perfección que el tiempo invertido en la Venezuela de Hugo Chávez para utilizar a aquella nación como punto de triangulación nuclear se ha esfumado. Irán no dispone ya de los años necesarios para contar con el aporte tecnológico que podían proveerle ingenieros argentinos vía Caracas –con luz verde desde la Administración Fernández de Kirchner–”. Aquí estamos: en el ojo de la tormenta. En el ojo del águila. Sólo hay que agregarle la Triple Frontera, la IV Flota que siempre anda cerca y la cuasi invasión a Malvinas por parte de los ingleses. Ese no fue un gesto desmedido. Lo del principito menos aún. Queda claro que tuvo por finalidad recordar a “ese país” del lejano Sur la figura triunfal del “otro” principito, del que coronó una victoria. Qué hará o qué ya hizo Inglaterra en Malvinas no lo sabemos. Pero lo que sea que haya hecho, lo hizo acordando con los planes norteamericanos de “seguridad mundial”. Y esos planes pasan siempre por la agresividad nuclear, superioridad en la que basa el imperio su poder de amedrentamiento sobre sus enemigos. Los “enemigos” de Estados Unidos no deben tener poder nuclear. Quien lo tenga, quien busque tenerlo ingresa en el ya muy abarcante Eje del Mal. Que ya no es un eje. Es un círculo tan redondo como la vastedad de la Tierra. Hay que añadir a los elementos que nos hacen “peligrosos” al establishment la abominada línea estatal venezolana Conviasa, cuyas buenas relaciones con el Aeropuerto Pistarini, lejos de serenar, alteran malamente los nervios del imperio. Seamos claros, ése es el establishment. Ese, el verdadero poder. El que quiere convertirnos en otra cosa de lo que duramente hemos llegado a ser. Que será mucho o poco, pero no es lo que ellos quieren.
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