Martes, 26 de junio de 2012 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Fiebre del sábado por la noche. De San Juan. Todo arde. 23/24 de junio: uno de esos festejos paganos y astronómicos que la lista Iglesia Católica –siempre lista– supo abducir encajándole un santo y, ¡presto!, “Gloria a Dios en las alturas”. Si no puedes con ellos, no te unas: adoctrínalos. Afuera y dentro, el aire huele al perfume polvoriento de la pólvora derramada y de la anarquía controlada y, sí, es un placer quemar. Fogatas y petardos y el eco de esa canción. “Fiesta”. No la de Carrá. La de Serrat. Rodríguez se acuerda de que la escuchaba de niño, en esa NOESpaña que era pura promesa de un próximo y férreo amanecer. Luego llegó la ESpaña cenital y dorada. Y, ahora, el óxido crepuscular de EXpaña. Y la canción es la misma, pero el significado de sus versos se ha distorsionado un poco. Para empezar, cada vez recogen menos las basuras. De hecho, de un tiempo a esta parte, hay que darles de comer más y más a los basuras mientras la gente busca más y más en la basura algo que comer. Y el bien y el mal no se despiertan; porque el bien tiene insomnio y el mal nunca duerme. No dormir es malo para la salud, claro. Y políticos y afines, por supuesto, no dejan de desgranar símiles tan hipocráticos como hipócritas para el país enfermo. Ejemplos: “dolencia grave”, “tratamiento duro”, “paciente terminal”, “línea plana”, “autopsia”, “donación de órganos”, “lo siento, fuerza, y aquí está la factura”, etc.
DOS Pronto, “con la resaca a cuestas”, los servicios de urgencia rebosarán de apremiados en apuros que se volaron dedos y pupilas o que se cayeron entre las llamas intentando saltar una hoguera. Todos víctimas del Síndrome de Marca ACME. Aullando su dolor a la luna, como coyotes, mientras corren camino de camillas, desesperan en salas de espera y deambulan por ambulatorios cada vez peor provistos, porque de un tiempo a esta parte hay gran consumo de vendas para taparse los ojos y cubrirse los oídos. Así, los (dis)funcionarios parecen estar contentos porque el rescate a España será –como mucho– de “apenas” 62.000 millones de euros. “Márgenes manejables”, se congratulan todos con la satisfacción de haber intervenido (y de ser intervenidos) con éxito. Mañana, quién sabe, ya se sabe: el postoperatorio será largo y sin fecha de salida de terapia intensiva.
Dentro, en su poco hospitalario hogar, Rodríguez intenta ver y oír el último episodio de House, más parecido al último episodio de Lost que al último episodio de The Wire. A Rodríguez comienza a cansarle eso de que no quede claro si los personajes deliran o sueñan o les cayó mal la comida o si están vivos o muertos. Demasiado parecido a la realidad, piensa Rodríguez. A su realidad de zombie en trance. En la cocina, madre e hija discuten acerca de quién es mejor como escritora de torch songs, de esas apasionadas canciones en llamas donde se queman los corazones rotos. Hija dice Lana del Rey. Madre dice Adele. A Rodríguez le gustaría participar de la conversación. Decir Kate Bush o Rickie Lee Jones o Aimee Mann o, para estar a la moda, la inflamable Fiona Apple, cuyo nuevo y magistral álbum se titula –repitan todos juntos, a ver quién se anima– The Idler Wheel Is Wiser Than the Driver of the Screw and Whipping Cords Will Serve You More Than Ropes Will Ever Do. Pero mejor no entrometerse, se autorreceta Rodríguez. Madre e hija se lanzan estribillos. El inglés de una y otra –digámoslo, pronunciémoslo– es espantoso. Y Rodríguez se enteró el otro día: los españoles están a la cola del continente a la hora de manejar la lengua de Shakespeare. La chocan todo el tiempo. Nada raro: hasta ahora ningún jefe de gobierno de la democracia asumió su cargo sabiendo más que decir Yes y tan felices de que No se escriba No. En cualquier caso, por lo general se ven obligados a decir más que nada yes. Con eso alcanza y sobra a la hora de la debida obediencia. Y así, días atrás, Rajoy ni se dio cuenta cuando lo presentaron en uno de esos foros internacionales/juego de rol como al “primer ministro de las Islas Salomón”. Si acaso llegó a comprender el nombre Salomón, Rajoy habrá pensado que se referían a su ecuánime sabiduría. Eso –su español tampoco es muy claro– de decir un domingo que gracias a sus presiones la casa está en orden y se va al fútbol, para el miércoles siguiente cambiar de prognosis a la velocidad de Gregory House y apuntar que todo ha sido muy “dañino”, y que, por favor, dejen de oprimirlo, ¿sí? Ahora, de salida de su reunión en Roma con los “eurolíderes”, declaró sentirse “enormemente contento”. Qué miedo. A seis meses de su estreno, Rajoy ya está más quemado que un doctor loco luego de ocho temporadas o, peor aún, que un carbonizado jefe de Gobierno al final de su segunda legislatura. Casi-casi línea plana y esa lengüita siempre fuera. Rajoy no ve “brotes verdes” por el Vicodin ni nada de eso. No, el hombre ahora está más cerca de hablar solo con una pelota de básquetbol (¡Wilson!) y, de seguir las cosas de este modo (“Se acabó / El sol nos dice que llegó el final”) a Rajoy le alcanzará y sobrará con aprender a telegrafiar, mientras se hunde y nos hunde, un S.O.S. Es decir: Save Our Souls.
TRES Mientras Rodríguez intenta decodificar –no oye nada por el estruendo callejero– por qué se abrazan House y Wilson a la hora de la despedida, el resto de España (que ya vio el último episodio el jueves pasado) sintoniza la Eurocopa. La Roja ya no es lo que era, dicen. Pero al menos sigue siendo, ya se fantasea con un duelo/catarsis final con Alemania y, oui, Rodríguez se entera de que el único país con peor inglés que España es Francia. En la cocina, madre e hija berrean “Someone Like You” y “Born to Die”. Por una vez, Rodríguez agradece las explosiones ahí, en la calle. Y Rodríguez se pregunta qué cuernos significa eso de “donde hubo fuego, cenizas quedan”. ¿Que hay que arrojarlas al viento o al mar? ¿Que hay que vaciar los ceniceros cuando todos se fueron y te dejan la casa como arrasada por un tornado?
Rodríguez leyó en La Vanguardia un artículo sobre los efectos de la crisis en la deprimida “identidad masculina” y otro en El País sobre los efectos de la crisis en la menguante vida sexual de los cada vez más impotentes españoles. Rodríguez se acuerda de cuando era un niño y le decía a su madre: “Mamá, cuando sea grande saldré en los periódicos”. Por fin –paren las rotativas– Rodríguez ha cumplido su promesa. Rodríguez se evoca entonces, como un pequeño feliz, lanzando cohetes a las estrellas y cantando junto a la radio “Fiesta” de Serrat. Ahora, lo último de Serrat se llama La orquesta del Titanic. Y Rodríguez tropieza y cae en la cuenta de que el autor de la Noche de San Juan es, también, el del Apocalipsis: un apostol desterrado y en crisis en una isla que griega tenía que ser. Alguien alucinando como un doctor impaciente. Aullando a los cielos desbordando de fuegos artificiales mientras “vamos bajando la cuesta / Que arriba en mi calle se acabó la fiesta”.
“My feelings exactly”, piensa Rodríguez.
Y –por suerte– uno siempre puede creerse que pronuncia bien cuando no habla, cuando nadie lo escucha y, de ser posible, lo hace con la luz apagada.
Afuera, algo hace ¡KABOOM!, muchos hacen ¡CRACK! y demasiados gritan ¡AAAAY!
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