Martes, 26 de junio de 2012 | Hoy
Por Daniel Goldman*
Como todos los viernes por la tarde fui al servicio religioso de mi congregación. Antes de salir de casa, observé por la televisión que estaba por comenzar la sesión en la Cámara de Senadores del Paraguay en la que se dirimiría la actuación del presidente Lugo. Cuando volví me encontré con el golpe de Estado consumado y la imagen de Franco ya jurando. Este signo de celeridad propio de los tiempos que corren (en un doble sentido) me lleva en mi humilde condición a reflexionar de manera cíclica y breve sobre las relaciones entre religión y poder. Sin ánimos de meter la cabeza entre rebaños y pastores que no me pertenecen, en otras latitudes pensadores como Karl Bart y Michael Waltzer (por citar los que me resultan más significativos) y en nuestro país, especialistas como José Míguez Bonino y Rubén Dri estudiaron de un modo profundo este tópico. Estos autores analizaron desde un lugar conceptual el intrincado vínculo entre la profecía antigua, el sacerdocio, los reinados y las hoy variadas y versátiles formas del entramado complejo de procesos políticos, apropiaciones de lenguajes y significaciones culturales y de poder.
La tradicional pareja religión-Estado adquirió con Lugo, en un principio, una forma y una variante de ilusión liberadora, propia de una cosmovisión religiosa llevada a cabo por un obispo activo y comprometido con los pobres y los más necesitados. Proviniendo de un terreno con una suerte doctrinaria imbuida de argumentos y elementos relacionados con la Teología de la Liberación, imaginamos que conduciría a quebrar la paradoja entre el mundo espiritual y el terrenal (por definirlo de alguna manera), acercando las brechas de justicia social en un continente cuyas diferencias obscenas escandalizan a cualquier persona que de manera consciente se identifica como creyente de lo Trascendente. Y como sabemos ahora, tretas, escándalos y errores inducidos desembocaron en una conferencia de prensa de un Lugo llamativamente sonriente, quien daba la impresión de aceptar los ardides de la legalidad institucional por sobre la legitimidad de su propio lugar, como si fuera una suerte providencial místico-religiosa en la que el destino lo colocó en un espacio y un instante teúrgico, y en el que sólo se atrevió a pronunciar como enunciado general a mafias y narcotráfico, sin aportar nombres ni datos. Algo así como una suerte de proclama críptico-profética, totalmente desvinculada de una denuncia política con peso, propia de lo que se necesitaba en ese momento. Toda esta escena a la que se le añade la celeridad ajustada a la inmediatez y la superficialidad del tiempo presente me permite confirmar desde un lugar pragmático e ideológico que la gobernabilidad es un tópico característico de la esfera secular, como afirma Michael Lerner. En el mejor de los sentidos, Lugo reacciona como un religioso, en un terreno donde la pretensión de las manifestaciones políticas y su vínculo con las estructuras sociales deben jugar otra suerte de reacción. Hace un tiempo escuché decir a mi amigo Fortunato Mallimaci, a quien considero el mayor investigador de las relaciones entre religión y poder, que “cada vez que un religioso quiere ocupar el espacio partidario, pierde identidad y queda atrapado en otra lógica que no es la propia, por lo tanto se desvanece la promesa emancipadora y el proyecto”. Para pensar, no esperanzarnos mesiánicamente, ni cometer más errores.
* Rabino.
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