Jueves, 13 de septiembre de 2012 | Hoy
Por Mercedes López San Miguel
Desde Santiago, Chile
Frente al parque Quinta Normal, de Santiago, se levantó un edificio revestido de vidrio cuya forma se parece un poco a un triángulo. Al lugar se llega en subterráneo y de hecho el terreno había sido pensado para una estación de subte. Pero el proyecto de la socialista Michelle Bachelet pudo más: acá se inauguró un espacio para la memoria colectiva en enero de 2010. Dos amplias escalinatas permiten descender a la puerta del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. En estos dos años, miles de jóvenes lo han visitado cada día, una generación que no había nacido cuando sucedieron los hechos que narra el museo. En 2011, de las 21.323 personas que pasaron por el museo en visitas guiadas, un 49 por ciento eran estudiantes. “Uno de los desafíos que enfrentábamos era atraer a un público joven y eso ha sucedido con éxito”, dirá Marcia Scantlebury, quien estuvo encargada del proyecto y fue ella misma, al igual que la ex presidenta Bachelet, víctima y sobreviviente del terrorismo de Estado chileno.
Comenzamos la recorrida a partir de la obra Geometría de la conciencia, de Alfredo Jaar. Tras bajar una escalera a un costado del edificio principal, la joven guía pregunta: “¿Alguien le tiene fobia a la oscuridad?”, y ante la negativa del grupo de unas quince personas señala una puerta por la que habrá que pasar. Adentro está oscuro. La primera sensación es de encierro. Sólo se oye la respiración de los otros. Nadie habla. Minutos después se enciende la luz y en una pared se ven siluetas de rostros recortadas en un fondo negro. Muchas siluetas blancas de caras sin facciones que se multiplican a lo largo y ancho de la pared. Se vuelve a apagar la luz. El tiempo parece aquietarse.
La guía comenta que el artista busca activar la memoria a través de la luz y que en total hay 500 siluetas, de las cuales la mitad son de detenidos desaparecidos, hechas con fotografías que están en el museo. A la salida, la guía –que por su edad no vivió en los tiempos de dictadura– pregunta qué se sintió hace unos minutos. Un joven chileno dice: “Una sensación hacia el infinito”. Una chica a su lado dice: “Falta de aire”. Pienso que son estos jóvenes chilenos de menos de 30 años los que no sólo indagan sobre la historia de su país, también exigen una educación gratuita. Fue la dictadura la que privatizó la enseñanza. Más de la mitad de la población no había nacido cuando se violaron los derechos humanos durante un largo período, entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990.
Adentro del edificio de tres pisos, lo primero que llama la atención en la planta baja es la pared en la que están señalados los memoriales que se crearon en todo Chile, con los nombres de los desaparecidos y las fechas en las que existieron los centros de detención. En esos lugares se recuerda a las víctimas: son 3200 los desaparecidos chilenos, 39 eran menores de edad. Un total de 28.459 presos políticos, 1244 menores. La negación y el relato mentiroso acompañaron la dictadura, por ejemplo, cuando cambió la dirección del centro de torturas ubicado en la calle Londres 38: si ese número se convertía en el 40, desaparecía el escenario de tormentos y muerte. Por eso es que se alzó un memorial en el número 38, en pleno centro de la capital.
En el primer piso el recorrido se vuelve audiovisual: en varias pantallas hay imágenes en blanco y negro del bombardeo al Palacio de La Moneda, con las últimas palabras grabadas de Salvador Allende sonando de fondo. Era el 11 de septiembre de 1973 y comenzaba un período siniestro en la historia de los chilenos. Entre las imágenes documentales me impactó una en particular: una mujer llora a la orilla del río la muerte de su hijo. Los militares de Pinochet mataban y arrojaban los cuerpos al río Mapocho como los militares argentinos lo hacían desde aviones al Río de la Plata.
En el caso de los museos que se sitúan en espacios físicos donde tuvieron lugar las prácticas brutales y represivas es posible encontrar huellas y marcas de lo sucedido, como en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en Buenos Aires, hoy convertida en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. En el caso del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, son los objetos –cartas, fotos, videos, artículos de periódicos– y los testimonios grabados los que dan cuenta del pasado. Por eso, en la larga pared donde se exponen las fotos de las víctimas aún cuelgan marcos vacíos, que interpelan al visitante a preguntarse por los que todavía no están identificados. Es inevitable mirar los marcos vacíos iluminados desde abajo con velas y sentir emoción.
A lo largo de uno de los pasillos aparece material de la prensa de la época. Muchos diarios fueron censurados y los que pudieron publicar, que siguen siendo los principales medios impresos hoy en Chile –La Tercera, El Mercurio y La Segunda (del mismo grupo que El Mercurio)– ejercieron la autocensura y respaldaron activamente a la dictadura. “Exterminados como ratones”, tituló La Segunda la noticia de que militantes comunistas, socialistas y de la guerrilla MIR “fueron muertos en el extranjero”. Se trató de la Operación Colombo, en la que la dictadura mató e hizo desaparecer a 119 personas. El 13 de septiembre de 1973, El Mercurio titulaba “Junta Militar controla el país” en portada, y más abajo un titular decía: “Un cuantioso armamento se encontró en La Moneda”. Ese medio destacaba en tapa dos días después: “Unidad Popular Pensaba Liquidar a las FF.AA”. Y en la bajada se completaba la información: “Diez mil extremistas extranjeros en Chile”.
En una parte del recorrido por el museo aparecen varias pantallas chicas con los testimonios de los abusos, torturas y violaciones que padecieron y denunciaron los sobrevivientes de centros clandestinos. Un hombre cuenta que de tanto ser apaleado no podía caminar. Una mujer recuerda los gritos de otros presos como de animales. Otra dice que su cuerpo ya no le pertenecía, que estaba como enajenado. Los casos están detallados en los informes de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (1991), la Corporación de Reparación y Reconciliación (1996) y la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (2004). Debajo de las pantallas hay un catre sin colchón y en una de sus patas está apoyada una picana que se usaba en los interrogatorios. Varias mujeres que estaban embarazadas al momento de ser detenidas perdieron sus bebés por las torturas. En total fueron 229 las embarazadas detenidas. A la guía le pregunto si en Chile hubo robo sistemático de bebés. Ella contesta escuetamente que no, que no sucedió como en Argentina. “En Chile no existió el rapto o robo de menores de sus padres como mecanismo sistemático de represión” me dirá más tarde Francisco Ugas Tapia, jefe del área jurídica del Ministerio del Interior.
Después pasamos por un sector dedicado a los niños cuyos familiares fueron secuestrados. En la pared está pegada la carta manuscrita que una nena de nueve años le escribió a la esposa de Pinochet. “Lucía Hiriart, usted que es una persona buena, ¿podría devolverme a mis abuelitos?”. La nena vio cómo se llevaban a los golpes a sus abuelos, cuenta la guía ante la mirada en silencio de los jóvenes visitantes.
Los chilenos veinteañeros de hoy, que son hijos y nietos de los que vivieron la dictadura y la transición a la democracia, no temen saber. Son los que visitan a diario este paseo por la memoria porque, en el fondo, este museo fue hecho para ellos.
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