Miércoles, 9 de enero de 2013 | Hoy
Por Noé Jitrik
En principio, hay tantos finales de novela como novelas que se han escrito, salvo, ciertamente, imitaciones, copias serviles, plagios y otras delincuencias. Pero sólo en principio; en realidad habría nada más que cuatro tipos de finales y nada más. O tal vez cinco.
Paso a enumerarlos: los de las novelas que terminan bien, los de las que terminan mal, los de las que dejan las cosas como están, los llamados finales abiertos y, por fin, los de las novelas que renuncian a ser novelas.
Se diría que los primeros son los que más frecuentemente tientan a los novelistas. Se entiende: con un final de “todo termina bien” intentan, y a veces lo logran, que los lectores se sientan tranquilizados, que, así como suelen pensar de sí mismos en tanto perseguidores del bien, no quieren el mal de nadie y, por ello, se identifican con el bien al que después de numerosas o escasas peripecias arriban los personajes, siendo el bien algo así como las costas de la isla soñada y al mismo tiempo al alcance de la mano, que eso de una manera u otra es lo que define la situación del bien en los negocios humanos.
Pero esto no quiere decir que el “todo termina bien” sea tan simple. Por empezar, hay una enorme variedad de triunfos del bien: el colmo, la exaltación suprema en este asunto, es el llamado “final feliz”, al que no le importa que lo tachen de complaciente, convencional, poco interesante y tantos otros desdeñosos calificativos. Los que se rehúsan a esa facilidad adquieren diversas fisonomías, por ejemplo la figura del reencuentro (que no necesariamente es feliz), la del reconocimiento (que abre a un interrogante), la de la recuperación (que a veces paga el gasto de la pérdida), la de la recompensa (el merecimiento diferido a lo largo del relato y por fin obtenido) o la del triunfo en la carrera por la vida (de la desdicha precedente al ascenso social, económico o amoroso).
Son expedientes, sin duda, para desanudar los conflictos que han venido tramando un relato que se puede situar en cualquier circunstancia, o sea en cualquier orden temático; en esos casos, el triunfo del bien acaba con la ansiedad que se ha despertado en el curso del relato y, figuradamente, el libro se cierra con un suspiro de relajamiento, todo vuelve a su cauce, el mundo imaginado no es demasiado diferente del mundo real. Esa conclusión es lo suficientemente satisfactoria como para que innumerables autores consagren sus desvelos y sus emociones para llegar a ese punto. Pero precisamente en este punto se presenta un problema: ¿en qué sentido se entiende la frase “todo termina bien”? ¿Qué es “todo” en literatura?
Ese todo no puede ser, ya se sabe, sólo los personajes; creer que eso sea así sería de un simplismo antiliterario puesto que todo texto, y una novela lo es, es una malla, es una interacción de numerosos elementos, tantos que en realidad no se sabe en qué reside ese efecto tan particular que emana de una novela, su significación esencial o sea lo que como gesto significa. De este modo, si una novela mantiene coherencia, si armoniza sus elementos y les confiere una forma y si ese proceso, que es en realidad un proceso de escritura, concluye exitosamente, entonces se puede decir que “todo terminó bien” aunque los personajes no hayan tenido ninguna posibilidad de redención. Así, se podría afirmar que El proceso, de Kafka, termina bien, aunque su personaje padezca de un ominoso final.
¿Qué es por lo tanto un final en el que “todo termina mal”? La tragedia griega y aun la isabelina ilustran muy bien qué quiere decir eso en materia de destino de los personajes. Algunos empiezan no del todo mal, como Edipo, abandonado pero a salvo, pero imaginarlo siquiera con los cuencos de los ojos vacíos, vagando por la tierra de la desesperación, es evidentemente un mal final. De Edipo, no de ese texto tan extraordinario de Sófocles. En otros casos, un pésimo destino de un personaje central, Madame Bovary por ejemplo, no deja satisfecho al autor y lo hace, como si le doliera dejarla así, a la novela, no a la pobre Emma que ya no tiene remedio, añadir dos finales más.
De todos modos estaríamos en lo mismo: si el mal final de un personaje nos entristece o, peor todavía, nos hace sacar una conclusión moral para que en la vida real no nos suceda lo mismo que a él, literariamente nada cambia, el bien vuelve a imponerse en las resonancias que deja el texto, en las impresiones profundas que imprime en nuestro espíritu y que dan idea de una potencia creativa, nos ponen frente al glorioso poder de la imaginación. ¿Importa realmente que los ancianos caducos de Samuel Beckett terminen en las ciénagas de la locura o más bien lo que importa es la portentosa originalidad de ese escritor? En ese relato famoso de Borges, “La muerte y la brújula”, que no es novela pero es lo mismo, el detective Lönrott, a cuyas certeras inferencias hemos asistido, cae en las redes del asesino perseguido, Red Scarlach, o sea que termina mal y con él lo que podríamos considerar que es la justicia, pero es un final excelente, un prodigio de inteligencia, mezcla de lógica aritmética y fatalismo filosófico. O sea el supremo bien.
Dejar las cosas como estaban puede significar, en materia de personajes, cierta neutralidad, que se puede encontrar en numerosos relatos, entre el bien y el mal: en una nouvelle de Henry James, Otra vuelta de tuerca, nos enfrentamos con un insondable misterio, hay fantasmas o no los hay; sobre el final seguimos en la misma situación. En eso, precisamente, en ese seguir que puede ser infinito consiste el interés del relato simplemente porque el seguir es la ilusión máxima del ser humano que a lo que más le teme es a la interrupción de una deseada pero imposible continuidad. Esa idea crece en la incertidumbre y haberla organizado mediante palabras, frases e imágenes, en forma de un relato congruente, sobrio, sin pegajosas contaminaciones psicológicas o psiquiátricas, constituye un final lleno de fuerza que conjura eso que todo final de relato es, o sea el corte de una fluencia en la que nos habíamos instalado con el máximo placer, con el máximo temblor.
Las novelas con final abierto han florecido bajo la cúpula de teorías literarias que le conceden primacía a la lectura, porque suponen multiplicidad de interpretaciones; la lectura, de este modo, gravita en la escritura en la medida en que hay algo de deliberado en ellas, algo así como un “dejar” que haga suponer más de lo que por sí solo se supone cuando se quiere que leer no sea una mera respuesta digestiva. Pero ¿suponer qué? ¿Que a los personajes les va a ir bien cuando se cierre el relato o que les va a ir mal?
No es tan simple: el final abierto depende de la ruptura de ciertas condiciones propias del relato tradicional en el que los conflictos estaban necesariamente bien definidos, los caracteres delineados y la línea entre lo afirmado y lo conjetural era precisa o, también, cuando el aspecto racional de una situación, lo que también podría ser una “causa”, estaba presentado con claridad.
Y si hablamos de ruptura en esta clase de finales es porque en este tipo de novelas los conflictos son débiles o responden a impulsos vagos, los caracteres son imprecisos o típicos, entre conjetura y afirmación los canales de traspaso son continuos de modo que amenazan la verosimilitud, las “causas” no son ni dejan de ser racionales. Para dar un ejemplo, en El ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, ni hay razón ni sinrazón, algo es y a partir de lo que es se llega a un clímax que de la misma manera se diluye, una especie de cima, de todo lo cual no son responsables los personajes ni el tema ni nadie: es un sinfín que reduce en ese final el temor a todo final.
¿Hay novelas que renuncian a ser novelas y, en consecuencia, se despegan de toda intención o pretensión de final? ¿Es posible concebirlas? Lo concibió Macedonio Fernández, ese curioso filósofo criollo que se propuso escribir “La última novela mala / La primera novela buena”, en un solo envase, sin principio –pues la precedió de innumerables prólogos– ni final; esa novela era irrealizable puesto que discutía la índole misma de relato, concepto que supone transcurso, relación y, por lo tanto, como toda vida, principio, desarrollo y final. Para evitarlo concibió un no relato, no una antinovela en el sentido de un enfrentamiento poético e ideológico con la novela realista tradicional, sino una inmóvil flecha, algo así como el triunfo que el veloz Aquiles se propuso obtener y la lenta tortuga le hurtó. Tal vez Joyce, en Finnegan’s Wake, intentó algo semejante pero ha de haber más muestras de parecida intención. Y, para los fines de esta reflexión, el final queda en estas tentativas abolido así como toda organización y toda estructura: el bien y el mal no cuentan, para este tipo de novela el cielo ya no existe y la tierra es de una existencia dudosa, tan incierta como lo son las ilusiones de la representación.
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